En Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Miriam Mabel Martínez hace un recuento de un taller de tejido impartido en la Central de Abasto donde la pregunta central es quién enseña a quien.
Crónicas: El tejido diario de frutas y verduras mejora la salud (primera parte)
En Crónicas recuperamos experiencias que alteran nuestra percepción del tiempo y del espacio. En esta ocasión, Miriam Mabel Martínez hace un recuento de un taller de tejido impartido en la Central de Abasto donde la pregunta central es quién enseña a quien.
Texto de Miriam Mabel Martínez 03/01/19
“También en el tejido hay clases sociales”, fue lo primero que me espantó durante la primera sesión del taller tan pretenciosamente nombrado “Tejido social” que impartiríamos Edith y yo en la Central de Abasto (CEDA), como parte del programa de Central de Muros. Después de cinco meses, el nombre del taller me resulta no sólo presumido, sino fatuo. ¿Cómo le pondría? Creo que lo dejaría sin nombre, que la anarquía que también ofrece el tejido lo libera de encasillamientos y de ofertas culturales que detentan un poder cobijado por la trampa de lo “social”.
¿Qué es lo social?, me atribuló desde ese primer martes del taller que por cinco meses realizaríamos en el mercado-ciudad que Julen Ladrón de Guevara llama “el estómago de México”. Tejo desde los siete años. Para mí tejer es una forma de escritura, un método para reflexionar, una herramienta para ordenar mis pensamientos, la certeza de que soy punk y una posibilidad para sentirme acompañada en la soledad del hacer. En cada derecho y revés está mi genealogía de tejedoras; generaciones que se hacen presentes cada vez que paso la hebra de estambre sobre el agujero para construir la estructura de dará sostén eso que tejo como un mantra. A un lado de la intimidad que ofrece el tejido está la contagiosa vitalidad de lo colectivo, me gusta la posibilidad del ejercicio democrático que propone su hacer. Ya en la práctica he experimentado cómo el lenguaje del tejido aligera diferencias que en otros ámbitos y momentos nos separarían. Edad, gustos, ideologías, estilos, procedencias, profesiones, vestimentas, géneros, idiomas… hay de todo en la viña de los tejedores. Me fascina la posibilidad de que por un momento es posible la equidad. Un instante en el que al ritmo de derechos y reveses nos asumimos iguales. Una fantasía –y también, por qué no– una ilusión en la que mis filias ideológicas se sentían cómodas, hasta que me senté en el antiguo helipuerto de la Central de Abasto con la humilde soberbia de enseñar a tejer a su “comunidad” para “entre todos” hacer un mural tejido.
Confieso que me sentí un tanto ridícula. ¿Quiénes éramos para llegar a “enseñarles” a tejer? ¿Por qué partíamos de la idea de que no sabían? ¿Por qué les interesaría participar? ¿Qué teníamos de especial o quiénes nos creíamos para asegurar el éxito del “taller de tejido social”? Muchas preguntas me impedían tener una idea clara de qué diablos estaba haciendo ahí con el sol dándome de frente, sentada en una mesa, con cuatro o seis señoras que más bien se interesaban en la venta del estambre o en la posibilidad de aprender nuevos modelos de prendas. La primera decepción surgió cuando les dijimos que el estambre no se vendía; a la incomprensión por ver un carrito ambulante de Estambres Angelique (nuestro patrocinador) rebosante de colores listos para ser adquiridos sobrevenía una sonrisa al escuchar que el estambre se regalaba, y la transformaba en una mueca cuando explicábamos el mecanismo: te doy estambre y tú me tejes “algo” para un “mural tejido”, porque vamos a practicar una cosa que se llama “yarn bombing”. Con cara de “y qué te crees, chulita” o “de qué quieres tu nieve”, la mayoría –ni siquiera desilusionada, sino burlona– se alejaba. Ese gesto me puso en mi lugar. Tenían razón: de qué queríamos nuestra nieve. Como por qué participarían en un “algo” que no le quedaba ni siquiera a las organizadoras. Cómo explicar a las futuras participantes y de paso a las anfitrionas (quienes con una modestia condescendiente exponían a los medios su labor “altruista” al llevar a grafiteros para decorar la central)– esa vitalidad que sacude a pesar de la mugre, la basura, el ruido y los olores de la materia orgánica en descomposición casi vomitivos pero que son parte de la identidad de la CEDA. ¿Cómo incluir este taller en las expectativas de los reporteros que buscaban el ángulo de este proyecto, que es una copia del “México bien hecho” de Comex? ¿Cómo explicar que tejer el mural requeriría además de mucho estambre (50 kilos donados por Angelique) muchas horas de dedicación; que los valores formales, estilísticos, temáticos y estéticos no eran compartidos? Demasiado tarde para aclarar lo que el tiempo y el hacer evidenciarían.
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Y ahí estábamos Edith y yo con esa ingenua soberbia de tejer para cubrir un área 192 x 2 metros en cinco meses (aún ahora que ya terminó el proyecto no logro imaginar el volumen requerido); aunque en esa primera clase, cubrir dicha extensión era el menor de los problemas, simplemente porque su lejanía en tiempo aminoraba la gravedad y en el presente describir ese futuro tejido sonaba tan convincente como cualquier proyección en Facebook. Pese a nuestra capacidad por proyectar la idea de un mural tejido monumental en las redes sociales, la realidad nos ponía en nuestro lugar, y ese era simple: no basta escribir el proyecto, sino tejerlo.
¿Cómo habíamos llegado ahí? ¿Cómo fue que creímos que podríamos tejer tales dimensiones? ¿Cómo fue que pasamos de la propuesta original de ocupar una pared de 20 x 9 metros, que en la descripción de la propuesta inicial parecía tan fácil que las organizadoras nos hicieron la oferta de rodear los 192 metros de perímetro de las rejas del antiguo helipuerto? Sus cuentas estaban claras: si habíamos planteado que éramos capaces de concluir una pieza tejida de 180 m2 en tres semanas, cinco meses resultaban casi holgados para cubrir un área de 382 m2 e impartir un taller semanal. Qué podíamos necesitar si el primer planteamiento desarrollado por Edith (que en los bajos fondos de las marcas se maneja como Madeja jaja) incluía el trabajo de seis tejedoras, el de ella, más cuatro de Lana Desastre (Claudia, Sally, Annuska y yo), más Laura, una chava-artista cuya participación fue tan efímera que no alcancé a saber su apellido. Laura se dio de baja y Annuska advirtió que ante su próxima partida poco podría contribuir; los horarios laborales de Sally y Claudia les imposibilitaba su participación en el taller in situ. En un santiamén, de las seis tejedoras, nomás quedamos dos. Más que mi experiencia, mi sentido común me susurraba que era una locura. Pero me hice de oídos sordos y con un optimismo rampante acepté; si habíamos logrado tejer el Panal monumental para el Festival Internacional Cervantino, un muralito se antojaba, como se dice popularmente, papita. Esta sobreconfianza evidenció la inexperiencia y lo malas que somos para calcular, porque 1500 hexágonos de 15 por 15 centímetros, tejidos por más de 180 personas, no eran comparables ni en extensión ni en cantidad ni en nada con tejer lo que fuera para cubrir 382 m2. O en realidad éramos tejedoras inexpertas, porque sin matemáticas no hay tejido. Así, con nuestra ignorancia rampante, sin plan de acción, nos atrevimos a iniciar. Y como la realidad supera la fantasía, mis pesadillas más temibles se quedaron cortas. Pero ya estábamos ahí, y una tejedora decente sabe desbaratar, volver a tejer y terminar. Ese era el reto.
Declaro que mis afanes democráticos se colapsaron cuando nuestras alumnas buscaron verticalidad en el taller. ¿Qué no se supone que se trataba de una experiencia horizontal en la que todos somos iguales? A mí eso de “enseñar” a tejer no se me da, no creo que sea capaz de competir contra los tutoriales de YouTube o contra la sabiduría de abuelas, tías, madres, vecinas, amigas que nos han enseñado a tejer por los siglos de los siglos. Enfrentaba la primera prueba: ganarme el respeto de las alumnas tejedoras consumadas, que estaban sentadas ahí para entender cómo operaba eso del mural tejido. Si ya sabían; entonces, qué podíamos enseñarles. Quizá Edith pretendiera mostrarle algún truco del granny square practicado en los talleres que imparte en la Condesa; yo me declaré incompetente en gancho, lo mío son las agujas.
Eso que en el siglo XXI global y conectado le llamamos elegantemente crochet me es una técnica si bien atractiva por las posibilidades que ofrece para los detalles finos, desconocida. Un delicatesen fuera de mi alcance. Me apenaba mi falta de destreza, la cual pude ocultar con la habilidad creativa que sólo se desarrolla con los años de práctica. Soy una tejedora curiosa que no lee patrones –ni le interesa– sino que ha optado por inventar, por tejer como si de un dibujo se tratara. Crear fórmulas, inventar series para armar patrones que nunca quedarán asentados en el papel porque han preferido permanecer en la prenda misma, me es un reto. Convertí mi capacidad de improvisación –en el sentido más musical, al estilo de los jazzistas y decimeros y jaraneros– en estrategia.
Ante mi falta de pericia con el gancho exhibí mi imaginación con las agujas. “A poco lo tejiste tú”, me cuestionó Maru cuando le presumí –en defensa propia– mi hermosa capa roja tejida en círculo en una sola pieza. “Le sabes rebién a los palitos esos”, me dijo Benita. Estas frases más que admiración o respeto evidenciaban una situación nueva para mí: las agujas estaban en otra jerarquía. Ninguna de las asistentes sabía usarlas, lo que me colocaba en un lugar sino privilegiado, sí distinto. Las escuché hablar sobre lo que las agujas les imponían, así que mi destreza me posicionaba en un rango superior. Les expliqué lo complejo que a mí me resultaba el gancho. “No es lo mismo”, replicaron. Me intrigó en qué radicaba la diferencia conceptual entre el gancho y las agujas, a las que en ese momento asumí mi “lengua materna”, aprendida sin reparar en su sintaxis. Cada uno exige un planteamiento distinto. El gancho es un lápiz, un crayón que va dibujando la prenda cadenita tras cadenita. Casita a casita, macizo a macizo, que una cargada, dos o tres son al fin y al cabo cadenas, mientras que las agujas arman una estructura en la cual el derecho en su lado posterior es revés si se teje en plano; ahí predomina el juego entre positivo y negativo, su anverso y variaciones; mientras que en el tejido circular sólo hay un punto infinito a escoger –derecho o revés– y este es el que define la personalidad del adentro y del afuera.
Yo pertenecía a otro tipo de tejedoras, pero esa diferencia, aunque de repente aparecía en las clases, no nos separaba, representaba sólo otra manera de entender y relacionarse con el tejido. Una visión que por mis vicios he intelectualizado, asomándome a su historia, a sus modos de hacer, a sus estrategias como soporte, y que sobre todo me ha cuestionado sobre la densidad del tiempo atrapado en las prendas, a la reconciliación entre las mujeres que fuimos y las que somos. Yo pertenezco a otro tipo de tejedora, una que no cree en la enseñanza sino en la interacción, que se siente cómoda al tejer en colectivo como si fuese un ritual y que ha decidido junto con sus compañeras de Lana Desastre dejar huellas tejidas anónimas en la ciudad como si fueran un abrazo, con esa ternura con la que otras generaciones nos han abrazado con sus suéteres, bufandas, cobijas, gorras. Tejer me es un placer y un motivo para imaginar historias como las que comparto con mi amiga Annuska Angulo… qué pasa en el cerebro, como actúan las neuronas espejo, por qué tejemos distinto según la nacionalidad, cuál es la historia de la lana…
Esta revelación me liberó. Yo no había llegado a la Central de Abasto para cumplir con un mural trazado en computadora, ni para ser la Mesías del tejido ni atraer fieles tejedoras a convertirse al Yarn Bombing. No había razón para hablar de prácticas grafiteras urbanas para las que ni siquiera usamos un término en español. Lo que habríamos de hacer era tejer como se teje para un ser querido. Tejer lo que se nos diera la gana. En esa primera sesión aprendí que era una tontería –y una fatuidad– tratar de “reinventar” la idea del tejido. El tejido nos reinventa a nosotros de una manera cadenciosa, como lo comprobamos cinco meses después.
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Improvisar y desbaratar son dos prácticas que cualquier tejedora debe ejercer sin culpas y pucheros. Estas acciones nos dan la oportunidad de eliminar errores y de experimentar. Tejer es escribir: se debe conocer la técnica, las reglas de puntuación, la gramática, conocer la forma para romperla, para experimentarla y crear historias desde perspectivas originales o profundizando temas que nos inquietan para construir narraciones que obedecen a sus propias reglas, que se van inventando mientras son tejidas. Desbaratar el punto que no va para escribir/tejer la línea correcta y al final vestir un cuento. Esta creatividad afloraba en el pequeño y constante grupo que se formó en la Central de Abasto. Mujeres que trajeron sus saberes a la mesa, que regalaron su trabajo y donaron su tiempo para abrigar a su hogar.
La enorme lona que anunciaba “Taller de tejido social” no atrajo a muchas personas, pero sí nos cubrió del sol. El éxito fue similar al del taller de dibujo que en 2017 impartió Sebastián Romo al inicio de la convocatoria de Central de Muros para festejar el 35 aniversario de la CEDA. Supongo que la desventura de los talleres se debe a que no se ha trabajado en los objetivos, las necesidades locales y los beneficios para una vez analizado en contexto proveer de condiciones para su ejecución. ¿Cuál es su costo de oportunidad? La economía de la Central está activa 24/7 por los 365 días de año. La circulación del dinero es fluida, no hay embotellamientos, sólo cesa si descansas. Siempre una transacción en proceso o un robo o un trueque o una negociación. El dinero cambia de manos tan rápido como los productos o como cuentan desaparecen carretillas llenos de mercancías antes de a ser cargados en un vehículo. En los pasillos de la central hay pasión, envidia, enojo, felicidad, gula, mezquindad, solidaridad. Están los siete pecados capitales y también las siete virtudes. Hay que ponerse buzo porque el que se descuida pierde. Usar faja es una prevención no contra las hernias sino contra los piquetazos. Hay que estar alerta para no perder de vista al diablo que lleva tus guacales, para contar el cambio al vuelo, para guardar el dinero, el celular sin ser observado. En esta cotidianidad no hay cabida para el error. Lo caido, caido, sin duda. ¿Cuál era la transacción en el mentado taller de tejido social?
Por lo menos, tejer parecía más fácil que dibujar (“¡qué no tejer es de viejas!”), una actividad que podría combatir la violencia de género y sumarse a las acciones del Plan 2030 de la ONU, como lo enarbolaban los boletines de prensa. Supongo que por ello se canceló la propuesta de hacer obligatorio el taller de tejido social para los muchachos peleoneros, cuyo castigo sería tejer. Por fortuna, el caos estuvo de nuestra parte y esta “solución” nunca progresó.
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Martes y jueves de 10:30 am a 1:30 pm. Ante el fracaso de la primera locación, experimentamos en el bajopuente que conecta el área de oficinas con el Pasillo I-J, ahí entre las escaleras dispusimos la mesa, con fruta fresca y acomodamos una probadita de los 38 colores que integran el catálogo de “Angelito”, una de las líneas de Estambres de Angelique; estaban también las hermanas Sánchez quienes como intercambio a su patrocinio habían negociado la posibilidad de vender en un carrito móvil. Un trueque atractivo para los involucrados hasta que descubrimos la burocracia, el cruce de poderes locales y federales, sumadas a los tratos oficiales y marginales nos recordaran que nosotras estábamos ahí de turistas. Turismo social. Y mientras Edith y yo tratábamos jalar gente aunque fuera por la fruta, las hermanas Sánchez y Abraham –un punketo tejedor tatuado y encargado de las ventas– se adentraron a las oscuridades de la Central. En un pasillo, del cual aún ignoro su nomenclatura, conocieron que en los bajos fondos del ambulantaje los permisos legales, los apoyos directivos y los talleres de tejido social servían para lo mismo. No tuvieron que amenazarlas, bastó con exigirles pago de luz, hacer referencia a su olor de “recién bañaditas” y a sus gestos “finolis” para que ellas por cuenta propia entendieran que las reglas de la Central eran radicalmente distintas a las de Correo Mayor y La Merced. La rudeza del Centro Histórico no tiene parangón con la crudeza de la Central. Edith y yo también aprenderíamos la lección. Ese día tuvimos muchos alumnos todos indigentes o puestísimos con la mona o medio pedos, interesados más en devorar la fruta que en atender a las instrucciones de cómo sujetar el gancho con la mano derecha y hacer tensión con la mano izquierda para luego grácilmente ejecutar un movimiento sexy y pasar la hebra por el agujerito que eran incapaces de enfocar porque preferían decirnos que eran bien malos y la vida se las pelaba. Entre cadenitas frustradas y esos malandrines apareció Armando, un diablero con el rostro de una mujer tatuada en el brazo izquierdo que obedeció los preceptos de Edith para casi de inmediato inventar su propia ejecución del medio punto.
No sé a quién se le ocurrió que esa ubicación era la idónea para el “taller”, yo me sentía enjaulada. Y fue ahí, en el paso, donde le robaron el diablito a Armando en nuestras narices, el mismísimo donde, también en nuestras narices, le susurraron a Abraham al oído mientras le acariciaban el torso: “Uy, güero, no traes faja”. Ese día perdimos la ingenuidad del tejido social y a Abraham, pero ganamos dos participantes: Armando y Vero, quien con su voz mandona puso orden en el taller: nadie comería nada hasta terminar aunque fuera una cadenita y sin choros ni adjetivos bonitos nos exigió explicar en concretito eso del mural tejido. Dónde, cuándo, cómo, para qué, con qué y, sobre todo, por qué. Una vez satisfecha con las respuesta, nos dijo que ella tejería un carrito de la limpieza. “Empezaré con la escoba”. Su decisión me recordó las reglas del Manual del perfecto cuentista de Horacio Quiroga. “Una buena narradora”, pensé y lo fue hasta el final de sus días. Nos legó la representación tejida de su gremio y su tiempo. Tejió también dos tambos y dos marinas, una mirada hiperrealista que le festejaban sus compañeros cada jueves, su día de descanso, con bromas machistas al pasar: “¿ya me vas a tejer mi chaleco, mi Vero?”. En la Central tejer es una práctica femenina, un entretenimiento que “llena” los espacios libres, quizá por ello fue tan difícil ganar asiduos. EP
Cortesía de la autora
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