Durante muchas primaveras me cuestioné el significado de una frase en uno de mis poemas favoritos: Estoy buscando el rostro que tenía antes de que el mundo fuera hecho. La búsqueda por una identidad, quizá por uno mismo, me llevó a una festividad en la que se respira la conjunción de las estaciones y los […]
Crónica de un chabochi o la conjunción de las estaciones
Durante muchas primaveras me cuestioné el significado de una frase en uno de mis poemas favoritos: Estoy buscando el rostro que tenía antes de que el mundo fuera hecho. La búsqueda por una identidad, quizá por uno mismo, me llevó a una festividad en la que se respira la conjunción de las estaciones y los […]
Texto de Jorge del Río de Echávarri 24/05/21
Durante muchas primaveras me cuestioné el significado de una frase en uno de mis poemas favoritos: Estoy buscando el rostro que tenía antes de que el mundo fuera hecho. La búsqueda por una identidad, quizá por uno mismo, me llevó a una festividad en la que se respira la conjunción de las estaciones y los tiempos. Aparentemente Yeats no tiene mucho que ver con las barrancas y el cobre y los bosques madereros de la Alta Tarahumara, en el estado de Chihuahua, en el norte de México. Salvo que esta oración nos hace recapacitar sobre el origen, la belleza de quiénes somos y cómo afrontamos el cambio y, a la par, lo perenne. El espiral entre las tradiciones y sus interpretaciones.
En un mundo polarizado por las múltiples narrativas y contra-narrativas que lo recorren, y donde cada quien está tratando de delinear y explicar su presente, ¿qué lugar tienen entonces las tradiciones y la identidad? Bajo este contexto, la palabra rarámuri para describir al hombre blanco, al foráneo, es chabochi, que toma un matiz particular y representa el caleidoscopio de una historia de represión y sincretismo que se manifiesta en las celebraciones de Semana Santa en Norogachi, Chihuahua. Donde el rarámuri y el chabochi se encuentran, se miran y son partícipes, cada quien a su manera, de una danza que recrea la Pasión de Cristo, y a su vez le da la bienvenida a las florestas.
El sociólogo Armand Matellart explicó que con la globalización se caería en la trampa de oscilar entre dos extremos: los cada vez más globalistas y los que ven dicha visión como un mito, por lo tanto, fragmentaria y distante. Las tensiones entre el sujeto y el colectivo, lo micro y lo macro. La verdadera crítica consistiría entonces, en encontrar la interacción entre ambos polos. Quizá entre tanta información, en el exceso de imágenes y en la falta de rituales que le den una pauta al tiempo, las tradiciones estén siendo transformadas, revalorizadas y estén transmutando a un ritmo vertiginoso, olvidando del todo su carácter simbólico y social. Hoy en día, en el progreso del tiempo que se experimenta como lineal, las festividades de antaño nos hacen poner especial énfasis en los momentos en los que lo profano y lo sagrado se trastocan, delimitando las pautas psicológicas de la sociedad y del individuo, a través de los ciclos naturales del hombre y el mundo.
Exactamente 410 años antes de que yo llegara por vez primera a Norogachi, en 1607, los primeros asentamientos jesuitas en la región comenzaron a establecerse para tratar de evangelizar a las poblaciones indígenas. Al día de hoy, las celebraciones de Semana Santa muestran esa aculturación, con la cual una comunidad fue tomando los valores religiosos de la otra y adaptándolos a su proceso histórico. Judas no es en su totalidad Judas, sino más bien el hombre que viene del kawichí —las tierras inhóspitas—, y quien lo ha explotado económica y socialmente. Puede verse esta representación en la quema del Judas el último día de las fiestas, ya que no lleva una cuerda en la mano ni monedas de plata, sino más bien sombrero y botas y una botella de tequila.
En el otro polo, estuve yo. Asistiendo a una escuela católica donde Judas era Judas y alejado de todo aquel mundo que jamás nos presentaron de rancherías, que se tensaba y friccionaba y bailaba, para disfrazar la llegada del sol cálido y la transformación de los parajes yermos en hondos verdores. Se hizo presente en mí el que yo era un chabochi cuando en el 2017 me planté en la plaza central de Norogachi para fotografiar una tradición que representa a un México múltiple y que, sin embargo, se encuentra siempre entre las fuerzas opuestas por la modernidad y la homogeneización que deriva de ella. Me pareció difícil asimilar una postura ante todo esto, ¿cómo tratar de distender los dos extremos que se nos enseñan como incompatibles, sin repercutir en las formas y los ritos?
Los psicólogos Robert Moore y Douglas Gillette, en su libro Rey, Guerrero, Mago, Amante, explican la crisis en la identidad masculina del último siglo y el presente, debido a la falta de rituales de iniciación que solían marcar una escisión entre la juventud y la edad adulta. Si bien las festividades rarámuri no constituyen en su esencia una catarsis para hacer la transición hacia la adultez, sí podría decirse que enmarcan un tiempo y un espacio en donde los valores sociales se transgreden, el relajo y el desenvolvimiento acompañado por la danza, los tambores y la tesgüinada, permiten que las normas se aflojen en una revolución pacífica (como muestra Roger Bartra), en donde los roles se invierten, se esfuman y así, sucesivamente, el niño, el padre, le van dando paso al tiempo cíclico de las estaciones y de las edades para poder identificarse con el mundo y actuar acorde a ello.
Estoy buscando el rostro que tenía antes de que el mundo fuera hecho. Esa misma frase que me llevó a Chihuahua estaba presente en todos los que mirábamos y participábamos en aquella ceremonia, quizá sin saberlo del todo. Así como en el poema de Yeats que reúne a dos amantes que se cuestionan la belleza del devenir y del cuerpo, la necesidad de recurrir a los cosméticos para resaltar la estética. Así también, en medio de la Sierra Tarahumara, se movían las fuerzas opuestas y se entrelazaban en las pieles moteadas para asemejarse al guajolote, para identificarse con lo que era el mundo antes de que llegara el hombre blanco, admitiendo que detrás de los nuevos símbolos, de la cruz y el viacrucis, estaba lo primario, lo prístino, la naturaleza de querer entender y permanecer dentro del mundo. De ser partícipes. De acortar los extremos aunque sea por momentos.
Yo puedo compartir mi crónica de esta forma, porque es parte de mi experiencia. Pero se queda uno pensando, al volver, en el ir y venir, si acaso no todos estamos contando la nuestra. En cómo cada quién está intentando delimitar y comprender sus tensiones y sus complejidades y sencilleces. A mí me enseñaron a hacerlo escribiendo. A muchos de ahí, danzando y pintando con cal sus cuerpos. A lo mejor, el error de hoy en día consiste en no entender del todo que un polo no debería de excluir al otro, que no debería de imponérsele. Es decir, que la identidad no se alejara de las tradiciones que durante tanto tiempo la fueron moldeando, mostrando. La interacción entre ambos ejes podría ser algo así como la conjunción de las estaciones, donde el invierno le da paso a la primavera, y las formas eternas se contraen y bailan, y los fuegos y los pies tamborileando el suelo, amasan el terreno. La tierra yerma y verde y más adelante cubierta en nieve, la sierra alta y baja, los pies ligeros anunciando las primeras flores. EP
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