En el año 1964, Umberto Eco publicó uno de los textos que se convertiría, con el tiempo, en un clásico para entender las dos tendencias maniqueas frente a la cultura de masas: Apocalípticos e integrados. Para unos era el fin; para otros, la oportunidad. Esta perspectiva dicotómica suele ser habitual ante acontecimientos socialmente relevantes. Las posiciones […]
Correo de Europa: Valonia contra Canadá
En el año 1964, Umberto Eco publicó uno de los textos que se convertiría, con el tiempo, en un clásico para entender las dos tendencias maniqueas frente a la cultura de masas: Apocalípticos e integrados. Para unos era el fin; para otros, la oportunidad. Esta perspectiva dicotómica suele ser habitual ante acontecimientos socialmente relevantes. Las posiciones […]
Texto de Julio César Herrero 25/12/16
En el año 1964, Umberto Eco publicó uno de los textos que se convertiría, con el tiempo, en un clásico para entender las dos tendencias maniqueas frente a la cultura de masas: Apocalípticos e integrados. Para unos era el fin; para otros, la oportunidad. Esta perspectiva dicotómica suele ser habitual ante acontecimientos socialmente relevantes. Las posiciones se polarizan obviando el hecho de que no todas las cuestiones se dirimen necesariamente entre a favor o en contra. La simplificación es contraria al pensamiento crítico. Desafortunadamente, no todos los asuntos tienen tan fácil solución, aunque, con frecuencia, la víscera gana la batalla a la razón.
La misma situación se produce en el debate sobre la globalización. Las empresas aspiran a reducir costes y maximizar beneficios. No resulta cuestionable siempre y cuando esa pretensión lógica no se persiga a costa de todo. Y es ahí donde los Estados deben interceder para que el debate sobre los efectos de la globalización no se reduzca exclusivamente a determinar quiénes ganan y quiénes pierden. La liberalización de los mercados permite la deslocalización de las grandes empresas, que buscan aquellos lugares en los que la producción resulte más económica, beneficiándose de legislaciones más permisivas o costes de producción más baratos. Ello ha provocado que algunas regiones hayan sufrido un desmantelamiento de su tejido empresarial y soporten elevadas tasas de desempleo. Las consecuencias han sido aún más graves cuando, a esta situación, se une un proceso de reconversión industrial necesario pero o bien no realizado o bien no con todas las garantías.
El acuerdo de libre comercio entre la Unión Europea y Canadá ha estado en suspenso durante varios días y corrió serio riesgo de no firmarse por la oposición de Valonia. Una región belga de apenas tres millones y medio de habitantes ha conseguido poner en jaque la ratificación de una firma. Sólo se podía firmar por unanimidad de los miembros de la Unión. Pero para la aprobación de determinadas políticas, incluso de carácter europeo, el Gobierno belga no es autónomo, sino que necesita el visto bueno de los parlamentos regionales. Valonia paralizó el proceso y mostró sus reticencias. Al azote de la crisis se sumaba el temor a la competencia desleal y a prácticas comerciales agresivas que perjudicaran aún más, si cabe, a los ciudadanos de la región. Además, el ministro presidente valón desconfiaba no sólo de la protección que el acuerdo garantizaría a la agricultura, al medio ambiente y al sector servicios, sino también, y sobre todo, de los tribunales de arbitraje que resuelven los conflictos que se puedan producir entre las multinacionales y los Estados.
Finalmente, el protocolo se firmó hace unas semanas y entrará en vigor una vez que la Eurocámara dé el consentimiento y sea corroborado después en los parlamentos de los 28 países de la Unión Europea (UE). Si en esta última ratificación un solo parlamento votara en contra se daría al traste con todo.
Este último episodio de la complicada política europea permite extraer algunas lecturas. Los equilibrios internos que algunos Estados deben mantener otorgando concesiones a las diferentes regiones que los conforman —por intereses políticos sólo comprensibles en su clave interna— pueden provocar que el 0.6% de la población de la ue pueda bloquear una decisión supranacional. Las realidades específicas de cada uno de los países que la conforman siguen siendo prioritarias frente al interés común de los países miembros. La falta de confianza en que la UE sea capaz de velar por todos y cada uno de sus componentes, con medidas proteccionistas, frena una necesaria cesión de la soberanía que dé sentido pleno al proyecto europeo.
Por otra parte, la UE no puede ignorar que a las consecuencias de un mercado globalizado —no siempre beneficiosas para todos— se han unido las propias de una crisis económica mundial que se ha ensañado sobre algunos países miembros. Y que las medidas de austeridad exigidas por las autoridades europeas han ahondado más en la desconfianza sobre el proyecto europeo, bajo la idea de que si ellos no se preocupan por nosotros, debemos hacerlo nosotros mismos. Esta circunstancia la han sabido aprovechar movimientos populistas y secesionistas que ya no son ni anecdóticos ni, en algunos casos, minoritarios. La necesaria unión económica, fiscal y política sólo puede hacerse con cesión de soberanía pero también con las necesarias garantías de protección a quienes ceden. EstePaís
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