Correo de Europa: Todas nuestras crisis

A la crisis económica que estalló en 2008 se sumó en España otro elemento que colocó al país en una situación más delicada: la explosión de la burbuja inmobiliaria. La liberalización del suelo, el abundante flujo de dinero y las medidas políticas que incentivaron la compra de viviendas hicieron crecer el sector de la construcción […]

Texto de 24/11/16

A la crisis económica que estalló en 2008 se sumó en España otro elemento que colocó al país en una situación más delicada: la explosión de la burbuja inmobiliaria. La liberalización del suelo, el abundante flujo de dinero y las medidas políticas que incentivaron la compra de viviendas hicieron crecer el sector de la construcción […]

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A la crisis económica que estalló en 2008 se sumó en España otro elemento que colocó al país en una situación más delicada: la explosión de la burbuja inmobiliaria. La liberalización del suelo, el abundante flujo de dinero y las medidas políticas que incentivaron la compra de viviendas hicieron crecer el sector de la construcción de forma ficticia y animaron a una parte importante de la población a la compra de una vivienda sin la certeza necesaria de poder afrontar el pago; y, en otros casos, de una segunda vivienda, a menudo con fines especulativos. Los bancos concedían créditos con una alegría irresponsable sin calcular, en muchos de los casos, los riesgos de impago si la situación cambiaba. Y cambió. La economía del país iba bien. Los niveles de deuda pública estaban por debajo de la media europea. No ocurría lo mismo con la deuda privada —la de las familias y las empresas— que había adquirido proporciones extraordinarias.

Aquella orgía hipotecaria patrocinada por los bancos con el consentimiento, unas veces por acción y otras por omisión, de los poderes políticos y de los organismos de control hizo crecer la burbuja inmobiliaria hasta que explotó. España tuvo que hacer frente no sólo a las consecuencias de la crisis económica mundial sino también a las derivadas de la inmobiliaria: cierre de empresas de la construcción (que habían sido uno de los pilares fundamentales de un crecimiento desproporcionado), aumento del paro, imposibilidad del pago de las hipotecas, embargo de las casas, desahucios… Lo ocurrido dejó en evidencia, también, un comportamiento irresponsable de algunos bancos y de una buena parte de las cajas de ahorro —extraordinariamente politizadas—, que habían fomentado prácticas deshonestas en algunos casos y corruptas en otros entre sus propios directivos, con el consentimiento de una parte de la clase política. Para reestructurar el sistema bancario, el Gobierno acudió al rescate de alguna de esas entidades, aumentando la deuda pública. La exigencia de las autoridades europeas para el control del déficit se tradujo en una política de recortes que aumentó la desigualdad social.

Aquella etapa de crecimiento ficticio y ausencia de control alimentó también los comportamientos corruptos en algunas formaciones. El conocimiento público de esas prácticas, unido a los recortes —que afectaron en mayor medida a las clases menos favorecidas— y a la crítica hacia el Gobierno de una parte de la opinión pública que cuestionaba que se rescatara a los bancos antes que ayudar a las personas que sufrían las consecuencias de la crisis, favorecieron la llegada de formaciones políticas que supieron aprovechar ese estado de cosas y obtener rentabilidad electoral. Caló entre los ciudadanos la idea de que todo había sido responsabilidad de la alternancia en el poder de los dos partidos mayoritarios (PP y PSOE) y que la solución pasaba por el fin del bipartidismo y por una “nueva” forma de hacer política.

Los resultados de las elecciones generales de diciembre de 2015 cambiaron el panorama nacional. El fragmentado escenario de partidos evitó la mayoría absoluta y obligaba a pactar entre varios para la constitución de un gobierno. El PP, que había gestionado la crisis, ganó las elecciones, pero ninguno quiso darle el apoyo al responsabilizarle tanto de los recortes como de las prácticas corruptas, en diferentes partes del país, que habían sido conocidas por los medios o que ya estaban judicializadas. Fue necesario volver a las urnas en el mes de junio. Aunque el partido en el Gobierno mejoró sus resultados, se ha vuelto a encontrar solo, al menos hasta la fecha. El apoyo para intentar formar gobierno de una de las nuevas formaciones, Ciudadanos —que en las anteriores se había entregado al PSOE, a pesar de que sustentó su campaña en la crítica a los dos partidos tradicionales—, sigue siendo insuficiente.

El PP y varios dirigentes socialistas —que culpan a la dirección de las dos derrotas en las elecciones generales y otras dos en comicios autonómicos— reclaman la abstención condicionada del PSOE para conseguir la investidura de un gobierno que, llegado el caso, tendrá serios problemas para ejercer al encontrarse en minoría. Pero su secretario general, que no se siente responsable de las derrotas, no cede, temeroso de que la abstención sea entendida como un apoyo a su adversario natural y de que Podemos le pueda sacar provecho para seguir minando su electorado y erigirse como el referente de la izquierda. A las crisis económica y de gobierno, se suma ahora la de una de las dos grandes formaciones políticas, partida por la mitad. EstePaís

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