En esa insistencia por apartarse del otro se halla la negación de una realidad que nos atraviesa y no se encuentra sólo en Ecatepec. Ahora que estamos obligados a parar de una u otra forma, parcial o totalmente, tenemos una oportunidad para mirar de frente, no sólo a través de un rostro desdibujado.
En esa insistencia por apartarse del otro se halla la negación de una realidad que nos atraviesa y no se encuentra sólo en Ecatepec. Ahora que estamos obligados a parar de una u otra forma, parcial o totalmente, tenemos una oportunidad para mirar de frente, no sólo a través de un rostro desdibujado.
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Desde hace
cuatros años son frecuentes mis visitas a Ecatepec. Usualmente, por temporadas cortas:
fines de semana y vacaciones en invierno o verano. En esta ocasión, mi pareja y
yo llevamos más de tres meses aquí.
El
departamento en el que nos encontramos es contiguo a la casa de mis suegros,
nuestra planta baja es su patio. A lo largo de estos años hemos ido
acondicionando el espacio. Cambiamos las cortinas, nos deshicimos del viejo
escritorio y mandamos a hacer unos libreros. En las paredes, poco a poco hemos
colgado recuerdos de viajes o regalos de los amigos. Tenemos una cafetera y un
palo de Brasil que necesita cambiar de maceta porque ha crecido demasiado. Sin notarlo,
espero que cada lugar futuro que habitemos sea como este.
Una de mis actividades
diarias es mirar por la ventana que da hacia la calle. El sonido de lo que
sucede se cuela a mis oídos y es inevitable que me acerque para ver de dónde
proviene. Cada vez que pasa el camión del gas, los rechinidos de sus partes
desgastadas se interrumpen brevemente por las repeticiones de la palabra “gas”.
La voz que alarga la vocal se escucha como un lamento a tal grado que los
perros de la cuadra la acompañan con aullidos.
También hay
canciones alegres: la de los productos de limpieza o la del panadero. Sólo he
visto a un vecino salir a comprar algo de lo que se oferta: unos esquites que
se hacen llamar los riquis riquis. Algunas tardes se instala en el portón para
observar a los transeúntes. Destapa una cerveza y, si las horas prosperan, es
posible que, con otros de sus familiares, enciendan una bocina. Atemperan el sonsonete
de los grillos con una mezcla de banda y reguetón.
Las noches en
las que, además, conectan un micrófono para cantar, me recuerdan a las posadas
o a las primeras horas de año nuevo que he pasado aquí. Al inicio, las voces
son dubitativas y se escuchan a un volumen tan bajo que no deja distinguirlas
con claridad. Luego se invierte todo porque se vuelve más difícil llegar al
final de la canción, pero lo hacen con mucho sentimiento. Tal vez no son los
únicos que necesitan una pausa, por eso no ha habido reclamo del resto de los
vecinos.
En la
madrugada, cuando nos vamos a descansar, echan a andar el motor de sus autos
para salir a trabajar. La historia de quienes viven en estas colonias está
unida a la de sus trabajos. No suele ser una elección. Es la única posibilidad
de pagar la renta, de ir construyendo una casa y de tener un mejor ingreso.
Cuando estaba
en la secundaria, al norte de la ciudad, la mayoría de mis compañeros eran de
Ecatepec. Aunque yo viajaba desde un punto más lejano, todos compartíamos la
exigencia de llegar a la escuela mucho antes de la hora de entrada. El tráfico
de la autopista era un boquete que después de las seis quince ya no dejaba
pasar a nadie. Los padres de mis amigos, igual que los míos, tenían por lo
menos dos trabajos, pero no parecía que supieran lo que era el cansancio.
Las reuniones
de los vecinos tienen un intervalo que ronda entre una y dos semanas. A veces
son discretas. Podría decirse que ni siquiera estaban planeadas. Las bebidas
van apareciendo sin mucha prisa en los toldos de sus coches o en los límites de
la banqueta. Las ocasiones especiales, por otro lado, son evidentes. Desde
temprano se escucha el ajetreo en los cuatro niveles de la casa: el ruido de
las cerdas de la escoba, los cubetazos y hasta el reordenamiento del jardín
callejero, donde una palmera crece a sus anchas rodeada de tierra, formando un
islote en medio del asfalto.
El 10 de mayo
contrataron un grupo norteño: acordeón, bajo sexto, tololoche y tarola. Lo
confirmé hasta que subí a la azotea de mis suegros, útil para esquivar la lona
de plástico azul que los vecinos acomodaron para rodear su entrada, la cual me
impedía verlos desde la ventana. Los norteños, uniformados, y otras cabezas,
por lo menos unas diez, todos a lo largo del patio extendido por el zaguán
abierto.
“La vecina tiene dos hijas universitarias. En lo que va del confinamiento, no ha dejado de ir a la zona industrial aledaña, donde realiza labores de limpieza en una fábrica.”
La vecina
tiene dos hijas universitarias. En lo que va del confinamiento, no ha dejado de
ir a la zona industrial aledaña, donde realiza labores de limpieza en una
fábrica. Asimismo, sus hermanos y su esposo han tenido que salir casi todos los
días. En su Diario de fábrica, Simone Weil relata cómo sus jornadas
requerían una velocidad de la que ya no podía desprenderse. En lugar de
escribir, leer o cualquier cosa, al terminar la cena sólo quedaba el
agotamiento. Cada vez le era más difícil desconectarse.
Conforme
fueron avanzando las noticias de la pandemia, no tardaron en aparecer quienes
hablaban del virus como si se tratara de una guerra. Íbamos a ganarla si nos
lavábamos las manos y nos quedábamos en casa. Una pelea casa adentro: contra
las noticias falsas, los tapabocas mal puestos y las verduras sucias. ¿Pero de
qué lado están quienes tienen que salir porque la situación los arroja de su
casa? ¿Hay una sola forma de estar dentro?
Pienso en 2009
y en todas las complicaciones que me impidieron cumplir la única semana de encierro
en casa. No recuerdo estar preocupada por una higiene minuciosa ni por el uso
de gel antibacterial. A principios de ese año había pasado ocho horas en un
hospital público y conocí por primera vez los ataques de pánico. Posteriormente,
acudí a un hospital privado y no cesaron los ataques. Al final, el agente de
seguros fue a mi trabajo para decir que la póliza no cubría lo sucedido.
Quizá si el
ensayista Nicola Chiaromonte viviera agregaría este acontecimiento a su
colección de paradojas históricas. Se preguntaría qué clase de batalla de
Waterloo podría darse en el espacio doméstico. Buscaría a los Fabrizios de una
nueva versión de La cartuja de Parma que luchan contra el jabón, los
panqués de plátano y Netflix. Incluso, se vería obligado a superponer la línea
del individuo a la de la comunidad con tal de llevarnos a mirar otro lado.
Es probable
que todas las reacciones a este suceso, pensaría, parezcan absurdas. Nos queda
únicamente la resignación a la existencia de una infinidad de formas de ver lo
que está pasando, y por muy difícil que nos resulte, entenderemos muy poco.
Nuestras respuestas no son lineales ni serán las mismas que las de los demás,
aun si pareciera que nuestras motivaciones son iguales.
Las fiestas de
los vecinos son un intento por desconectarse de una rutina que los asfixiaba
desde antes. La cotidianidad ya era casa adentro. Nadie habla de las desgracias
que podrían ocurrir si rompen algunos acuerdos de convivencia, pero si van a la
tienda que está a la vuelta, no llevan cosas de valor, su vestimenta no llama
la atención y las mujeres no salen después de que anochece. Incluso con menos
preocupaciones económicas, el exterior no les permitiría salir con
tranquilidad.
El día treinta
y cuatro, mientras veíamos la televisión, oímos gritos afuera. Erik hizo un
movimiento rápido y apagó la luz. Con menos destreza, corrí a pausar la serie. El
silencio fue efímero por el estrépito de dos autos. Otra vez gritos. Nos
acercamos a la ventana y observamos con mucho cuidado por una rendija de la
persiana. Confiamos en la oscuridad de la noche para no ser descubiertos. Había
un muchacho sin playera y con pantalones de mezclilla. Se veía furioso. Estaba
frente a uno de los coches. La mujer que gritaba no se alcanzaba a ver, pero le
pidió al hombre que se marcharan. Gritó con todas sus fuerzas que ya por favor,
que se hiciera a un lado. Se hizo otro silencio y cuando él se movió a la
orilla, la camioneta arrancó y se fue. Ella habló de nuevo, le pidió subir al
auto. Perdimos de vista al muchacho y a los pocos minutos escuchamos cómo se
alejaron. No pasó nada, pero la tensión tardó en desaparecer. Dormimos hasta acabar
un par de capítulos.
Eventualmente,
varios de mis compañeros de secundaria dejaron atrás Ecatepec. Los trayectos
hacia cualquiera de sus actividades se fueron complicando hasta expulsarlos. Nos
reencontramos en la ciudad. Ahora somos nosotros quienes tenemos por lo menos
dos trabajos. Con suerte, nos acostumbraremos. Olvidaremos que estábamos de
paso. Compraremos una base para el colchón y el refrigerador no estará vacío. Disfrutaremos
los fines de semana sin ir a otros lados. Me pregunto si recordaremos cuando no
sabíamos cómo tener una casa.
En su
ensayo sobre Guerra y paz, una de las reflexiones de Chiaromonte es
acerca de la supuesta dualidad insuperable que el ruso consideraba al escribir
esta novela: por un lado, los hechos históricos fuera de cualquier voluntad
humana, encarnados en la guerra como uno de sus peores rostros; por el otro,
los sentimientos, impulsos e incidentes cotidianos de los individuos. De
acuerdo con el italiano, la resolución de Tolstói fue un rechazo a cualquier
pretensión de acción histórica y conocimiento individual. Su “gran cosa única”
fue el haber identificado “el poder inexorable del momento presente”, donde
guerra y paz son sólo dos miradas que no escapan a las contradicciones. Al
ensayista le parece que, en el centro de la novela, se encuentra el drama
colectivo que se origina al no darse cuenta de ellas. Y, de manera simultánea,
niega que exista una oportunidad para hallarlas. Tal vez por eso Flaubert creía
que las ideas del ruso eran confusas, equivocadas, repulsivas, grandiosas o las
cuatro en una. La fuerza del presente no es determinista, pero sí establece los
límites de quienes estamos en ese tiempo y espacio.
Día setenta y tres.
Son las ocho de la mañana y los vecinos siguen cantando. Es domingo y
desayunamos con mis suegros. No dormimos nada.
Las pausas también
son un modo de hablarle al presente: espérame un segundo, ahorita no. Es
frecuente que un ritual germine con una simple interrupción. En Un lugar
seguro, Olivia Teroba va uniendo las piezas que le han permitido
contrarrestar los efectos de la incertidumbre diaria. Además de la literatura,
las consultas con su acupunturista, las visitas a la alberca y, sobre todo, la
conversación con sus amigas. En sus ensayos permea un registro acucioso del
contrapunto entre sus deseos y la pesadez de los vacíos que se han ido
acumulando. Hay situaciones que la irritan, pero es en ellas donde más se
detiene, como si el solo acto de contemplarlas redujera su tensión. No se trata
de negar el caos, sino de habitarlo.
Día ciento dos.
Reportamos las fallas del internet desde la tarde posterior al temblor de la
semana pasada. Hoy por fin vino un técnico y estuvo varias horas tratando de
arreglarlas. Al parecer hay un problema más complicado con el cableado que no puede
resolver ahora, así que nuestra conexión seguirá intermitente.
“Las noticias de Ecatepec suelen mostrar en primer plano una imagen de violencia y peligro que se ha ido construyendo a su alrededor.”
Las noticias
de Ecatepec suelen mostrar en primer plano una imagen de violencia y peligro que
se ha ido construyendo a su alrededor: “el hogar de la Santa Muerte”, “el
territorio sin ley”, “el lugar donde no se puede vivir”. Durante la pandemia,
los videos de personas desesperadas por saber algo de sus familiares en el hospital
de las Américas se han incorporado a este retrato. Una representación que va
más allá de las cifras y de los sucesos diarios. Como si al señalar esos males
se marcara distancia de ellos. Como si no tuvieran una relación con lo que
sucede afuera. En esa insistencia por apartarse del otro se halla la negación de
una realidad que nos atraviesa y no se encuentra sólo en Ecatepec. Ahora que
estamos obligados a parar de una u otra forma, parcial o totalmente, tenemos una
oportunidad para mirar de frente, no sólo a través de un rostro desdibujado. De
mirar parte de esa realidad que existe con y sin virus.
La vecina nos
contó que debe volver a dos de sus trabajos domésticos. Le pagaron su salario
completo una temporada, pero ya necesitan que regrese. Nos dice que descansó lo
suficiente, y como sus hijas están de vacaciones, la van a acompañar, porque
son dos casas de la colonia. No lo decimos, pero quizá haya otra fiesta pronto.
Desde el primer día del
confinamiento, en una de mis libretas comencé una lista de libros y objetos que
olvidé en donde vivo y ocuparé en algún momento. Ha crecido tanto que ha
abierto la pregunta de si no es tiempo de que nosotros vayamos hacia ellos. Si
el asunto del internet no mejora, es casi un hecho que así será. No me preocupa.
Aquí descubrí que al habitar una casa lo más importante lo llevas contigo. EP
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