Atractores extraños: Tablero de tinta: ajedrez y literatura

La vida imita al juego Quizá porque el ajedrez ya es, en buena medida, una metáfora del mundo, no es fácil que se pliegue a la literatura. Escribir sobre el juego más cerebral y a su manera artístico comporta necesariamente la vuelta de tuerca de representar una representación, de allí que sean pocos los libros […]

Texto de 18/06/17

La vida imita al juego Quizá porque el ajedrez ya es, en buena medida, una metáfora del mundo, no es fácil que se pliegue a la literatura. Escribir sobre el juego más cerebral y a su manera artístico comporta necesariamente la vuelta de tuerca de representar una representación, de allí que sean pocos los libros […]

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La vida imita al juego

Quizá porque el ajedrez ya es, en buena medida, una metáfora del mundo, no es fácil que se pliegue a la literatura. Escribir sobre el juego más cerebral y a su manera artístico comporta necesariamente la vuelta de tuerca de representar una representación, de allí que sean pocos los libros que le hagan justicia no tanto como metáfora, sino como mundo.

Aunque la dinamitación de sus posibilidades da aliento a Alicia a través del espejo, de Lewis Carroll, aunque Borges percibió el revés del libre albedrío ante “las lentas piezas” y Georges Perec se valió de los saltos de un caballo para la estructura de La vida instrucciones de uso, ninguno de esos autores se ocupó de recrear la palpitación de una partida auténtica, toda la tensión que se acumula a lo largo de horas de intricado cálculo, las sutilezas de las celadas y el contrajuego psicológico, el mudo despliegue de imaginación y destreza técnica que marcan una partida de ajedrez, esa “manera civilizada de hacerle la vida imposible al prójimo”.

Con excepción de La defensa, de Vladimir Nabokov, y la obsesionante y breve Una partida de ajedrez, de Stefan Zweig, son pocas las obras literarias que no abusan del principio, incontrovertible pero resbaladizo, de que “la vida imita al ajedrez”. Vaguedades del tamaño de “lo blanco versus lo negro”, “la guerra por otros medios” o “la esgrima del intelecto” echan a andar esperpentos insostenibles en los que el ajedrez es aludido pero no recreado. Y lo más lamentable es que la presencia evocadora del ajedrez, tanto en la literatura como también en el cine y la publicidad, está casi siempre plagada de inexactitudes o francos e hilarantes gazapos. Como si el ajedrez fuera un juego esotérico y arcano, practicado sólo por iniciados, y no fuera fácil consultar a nadie sobre cuestiones básicas, es raro que en la ficción se tomen la molestia de verificar que la posición en el tablero y los movimientos que se ejecutan sean ya no sólo verosímiles, sino posibles, es decir legales, fieles a las reglas del juego. Pues si a infracciones vamos, el ajedrez extraterrestre de Star Wars tiene la delicadeza de postular un juego delirante y a decir verdad salvaje, en donde las piezas se comen literalmente unas a otras, gracias al subterfugio de que proviene de una galaxia muy, muy lejana.

El tablero como página en blanco

Acaso no de la brillantez y el talento de Marcel Duchamp, que jugó cuatro olimpiadas de ajedrez representando a Francia, da qué pensar de la cantidad de escritores
—algunos de ellos galardonados con el Premio Nobel— que han sentido el vértigo avasallante del tablero a cuadros. William Golding, León Tolstói, Alfred de Musset, sir Richard Burton, Aleister Crowley, Iván Turguénev (de quien se afirma poseía la mayor masa cerebral que se haya medido jamás), Borís Pasternak, Isaac Bashevis Singer y Aleksandr Pushkin, entre otros, destacaron como ajedrecistas de primera línea.

Mención especial merecen Edgar Allan Poe, que al poner una serie de reflexiones ajedrecísticas en boca del diletante Auguste Dupin, el primer detective literario de la historia, no estaba sino proyectando sus propias fascinaciones por el gran juego de la inteligencia; Lord Dunsany, autor de uno de los cuentos más escalofriantes sobre ajedrez (“El gambito de los tres marineros”), agudo y fantasioso compositor de problemas, cuya solidez y solvencia defensiva le permitieron conseguir unas meritorias tablas nada menos que contra Capablanca en 1929; Samuel Beckett, que compartía su obsesión por los finales con Duchamp, con quien solía jugar durante horas y horas en París, enfrentamientos que al parecer dieron origen a su obra Endgame; W. B. Yeats, quien según sus biógrafos jugó una partida contra un fantasma, por supuesto sobre el tablero de una sesión espiritista (se ignora el resultado); Elias Canetti, que con el personaje de Fischerle, de su novela Auto de fe, anticipó de forma por demás increíble y pormenorizada la personalidad y carrera meteórica de Bobby Fischer, con coincidencias asombrosas que desdibujan o ponen de cabeza la rancia frase hecha de que “la realidad supera a la ficción” (la novela se publicó ocho años antes del nacimiento del joven prodigio de Chicago); y, por encima de todos, Henry Thomas Buckle, autor de la monumental History of Civilization in England, uno de los más fuertes ajedrecistas del siglo xix, rival de Anderssen y del primer campeón mundial, Steinitz, y quien salió vencedor del primer torneo moderno (efectuado en 1849, en Londres), durante el cual, según cuenta la leyenda, alcanzó a redactar dos capítulos de su obra magna mientras el oponente reflexionaba una sola jugada.

La lista de escritores-ajedrecistas mexicanos incluiría, si bien haría falta ordenarlos según su verdadera potencia, a Juan José Arreola, Jaime Sabines, Homero Aridjis, Eduardo Lizalde, Daniel Sada, Luis Ignacio Helguera, Armando Alanís y, por supuesto, a Marcel Sisniega, cineasta y narrador casi secreto, fallecido en 2013, Gran Maestro Internacional, sin duda el mejor ajedrecista mexicano de todos los tiempos después de Carlos Torre, y que no por nada se mantuvo durante años como campeón indiscutible del país —aunque en este último caso, como en el de Merlina Acevedo, quizá habría que catalogarlo como “ajedrecista que también escribe”.

Desequilibrio mental

Por una propensión novelesca del todo natural pero sin duda exagerada y reiterativa, la imagen literaria del ajedrecista suele ser la del genio desequilibrado: un hombre fuera de lo común, obsesivo y exasperante, que no puede sacar de su cabeza el patrón en blanco y negro de los escaques. Lo encuentra en las baldosas, en los vestidos de las mujeres, en el mantel del restaurante donde busca refugio y en el que juega con migajas contra un rival inexistente. Seres atormentados y casi autistas, que se desplazan por la vida con ese movimiento oblicuo y elusivo de los alfiles, los ajedrecistas serían esa pasmosa estirpe que ha perdido por completo la noción de los límites del tablero y se balancea a perpetuidad por los márgenes de la locura.

En las novelas de Nabokov y Zweig, el cuadrado de sesenta y cuatro escaques es un reino asediado por la insania. En el primer caso, Luzhin es un campeón que no puede escapar del inmenso tablero que es el mundo, para quien cada acto humano se inscribe dentro una partida sin fin, inextricable, abrumadora, pues para su cabeza sin control no hay nada fuera del ajedrez, nada puede existir más allá de sus fronteras. Por su parte, en la novela de Zweig, el ajedrez se presenta como la imposible y no menos absorbente tabla de salvación contra la locura: el doctor B., cautivo por los nazis, se libra del desmoronamiento de su mente gracias a que logra sumirse en la locura más amable y variopinta de jugar contra sí mismo. En ambos casos se trata de seres derrotados por el ajedrez, no por la maestría de sus rivales; vencidos por la misma asfixia del juego, más que por una novedad en la apertura o un sacrificio supremo. Algo quizá demasiado retorcido aun para la literatura…

A pesar de que entre los grandes ajedrecistas que han padecido desórdenes mentales se cuentan dos campeones del mundo: Steinitz y Fischer (más otros jugadores de indudable calidad y fuerza como Morphy, Pillsbury, Rubinstein y el mexicano Carlos Torre), es bastante discutible que entre las filas del ajedrez haya mayor proporción de individuos excéntricos y mentalmente deteriorados que en otras actividades de su tipo. El ajedrez, “ese triste desperdicio de cerebros”, como lo definió Walter Scott, es antes que nada el enfrentamiento de dos inteligencias enfrascadas en la minuciosa destrucción de su oponente, por lo que, sean cuales fueren los méritos de las obras de Nabokov y Zweig, está claro que la gran novela de ajedrez aún está por escribirse.

Ajedrez por escrito

Predispuestos a la renuncia del mundo, felices de olvidar durante horas y horas la realidad para perderse en un universo paralelo de variantes infinitas y claustrofóbicas, los ajedrecistas, más que propensos al desvarío, presentan las manías y ansiedades propias del vicioso. El único juego del que se ha dicho que es al mismo tiempo “ciencia” y “arte” es también terriblemente adictivo, produce estados parecidos al síndrome de abstinencia, altera el ritmo cardíaco tanto como una pelea de box, y para la química cerebral el tramado de una red de mate llega a ser tan gratificante y eufórico como una fuerte dosis de derivados del opio.

Por lo demás, el elenco de quisquillosidades, supercherías y cábalas que rodean una partida de campeonato suele ser tan desorbitado que cualquiera juraría que, más que un juego de inteligencia y frío análisis, se trata de un ritual de hechicería y conjuros vudú. Bobby Fischer retrasaba el comienzo de los torneos porque no se cumplían todos los requisitos más bien chiflados que imponía (entre ellos alteraciones milimétricas al tablero, un asiento ergonómico con tecnología espacial, así como una dotación de catorce camisas por partida para sentirse fresco). Durante la época de la Guerra Fría, que enfrentó a las superpotencias también sobre el tapete a cuadros, cundía la sospecha de la transmisión de mensajes secretos mediante señales beisboleras, telepatía o juego de luces en el escenario (la kgb alguna vez se llevó para su investigación los focos que iluminaban el duelo por el campeonato mundial, sólo para encontrar en uno de ellos la presencia inexplicable de una mosca).

Tema fascinante, si lo hay, el punto de contacto entre el rigor y las malas mañas en el ajedrez nos desviaría hacia el abultado capítulo de los golpes bajos practicados en el después de todo no tan caballeroso juego. Pero no me atrevería a abandonar estas páginas sin mencionar siquiera unas cuantas de las artimañas que registra la historia, así sea por el puro placer de celebrar su malicia: acariciar un gato frente a un rival alérgico; fijar con pegamento al tablero la pieza que el contrincante suele mover en la apertura; patearlo por debajo de la mesa o pisarlo (en el match entre Korchnói y Petrosián, los organizadores se vieron obligados a instalar una barrera debajo de la mesa para impedirlo); diseminar en la primera fila del público a encantadores de serpientes e hipnotistas…

El ajedrez de alto nivel puede ser tan inabarcable como sugestivo para el arte de narrar; la lucha al mismo tiempo sorda y sutil por hacerse pedazos los unos a los otros es en sí misma un teatro, un universo en miniatura, no menos variado y cruel que aquel otro al que da espalda. George Steiner lo entendió así cuando escribió la crónica del match Fischer-Spaski (el libro resultante, Campos de fuerza, es una obra maestra del género), y lo mismo Guillermo Cabrera Infante al detallar la vida del bullanguero y letal José Raúl Capablanca, o Martin Amis al presentar a lectores más bien familiarizados con el futbol o el rugby uno de los maratónicos torneos entre Kárpov y Kaspárov. (Y no hay que olvidar que Yasunari Kawabata, en un terreno vecino al ajedrez y quizá menos explorado literariamente, acompañó durante meses a los rivales de un campeonato de go en el Japón, y dejó registro de sus impresiones en un libro hermoso, agudo y rico en resonancias: El maestro de go.)

Por ello no deja de sorprenderme que, a pesar de su irresistible pulpa literaria, la gran novela de ajedrez esté aún por escribirse. ~

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