Atractores extraños: Intolerancia a la crítica

En este país, que se lleva a la boca antiácidos como si fueran caramelos, y cuya bandera bien podría ostentar, en lugar del águila que devora a la serpiente, dos Alka-Seltzer que burbujean en un vaso de agua, no se ha inventado ningún remedio contra ese viejo malestar tanto o más extendido que la indigestión, […]

Texto de 24/10/16

En este país, que se lleva a la boca antiácidos como si fueran caramelos, y cuya bandera bien podría ostentar, en lugar del águila que devora a la serpiente, dos Alka-Seltzer que burbujean en un vaso de agua, no se ha inventado ningún remedio contra ese viejo malestar tanto o más extendido que la indigestión, […]

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En este país, que se lleva a la boca antiácidos como si fueran caramelos, y cuya bandera bien podría ostentar, en lugar del águila que devora a la serpiente, dos Alka-Seltzer que burbujean en un vaso de agua, no se ha inventado ningún remedio contra ese viejo malestar tanto o más extendido que la indigestión, que remite a lo gástrico pero es más bien espiritual y lleva por nombre “intolerancia a la crítica”.

Si la epidemia patria de dispepsia y agruras se antoja la contraparte de un envalentonamiento que se extiende a lo culinario (el macho no se raja nunca ante un plato rebosante de rajas bautizado con reto y retintín como “¿No que no?”), la intolerancia a la crítica, asumida como una respuesta espontánea del organismo, como una reacción alérgica benigna, parecería una consecuencia del atavismo de leer todo en clave de afrenta personal, un corolario defensivo de esa máxima nacional que no está en el himno pero con la que casi todos comulgan: “Yo aquí hago lo que se me da la gana” (donde “aquí” es un deíctico que abarca desde la propia casa hasta literalmente el Arco del Triunfo, en París, sitio en que un mexicano logró lo que parecía imposible: apagar la Flama Eterna por el placer de orinar a la intemperie; y donde la fórmula casi siempre se subraya con el calificativo ambiguo pero muy saboreado de “regalada”, pues en este país no se trata sólo de salirte con la tuya, sino de hacerlo, con pecho henchido de gallo madrugador y buscapleitos, porque se te da la re-ga-la-da gana).

Entendida como síndrome, la intolerancia a la crítica tiene su mejor ejemplo, su piedra fundacional, en esa estampa rancia que podemos presenciar a cualquier hora en cualquier esquina del país, en la cual, como si se tratara de un duelo de pistoleros, siempre hay alguien dispuesto a sentirse injuriado por otro fulano que tuvo la osadía de atravesarse y asomar los ojos —no por fuerza críticos— en su ángulo de visión:

—¿Qué?

—¿Qué de qué?

—¿Qué me ves?

—¿Qué me ves tú?

Y así al infinito o, más a menudo, al asesinato sin premeditación.

Película en blanco y negro del agravio, número que sería cómico si no comportara el encontronazo y la puñalada, el mal que nos ocupa comienza con el rechazo a ser mirado con la fijeza que consiente una milésima de segundo, pues se entiende que ese lapso basta para formarse un juicio, urdir una espontánea descalificación y meternos hasta la cocina de lo que no nos importa. En ese mirar oblicuo —en ese auténtico mal de ojo— está ya la raíz de la desaprobación, el atisbo del germen de la censura, que se toma la libertad de poner en entredicho —prima facie— alguna falta imprecisa cometida por el agraviado, y de oponerse —aunque sólo sea como vaga posibilidad— a la idea de que uno pueda estar así nomás, recargado tranquilamente en una esquina, como a la espera de la mirada infinitesimal pero acaso cuestionadora de un entrometido.

Y si todo esto se desencadena con un brevísimo cruce de miradas en la calle, ¿qué bola de nieve no nos aguardará tras un alzamiento de cejas o un reclamo ciudadano, y ya ni se diga tras una crítica con nombre y apellido en un periódico de circulación nacional?

En los cruceros, donde las reglas de tránsito se interpretan como sugerencias, el atrevimiento de amonestar, en cualquier tono asequible a la voz humana —en el arco que va de la insinuación sonriente a la mentada estentórea—, a un automovilista que se cree autorizado por su regalada gana a pasarse un alto o a invadir una cebra peatonal, conduce en nueve de cada diez casos a un altercado que paraliza el tráfico y puede terminar dirimiéndose de modo altisonante en el Ministerio Público o de modo más silencioso en las salas heladas del Semefo. Ya se sabe que aquí, el Mr. Hyde de la furia callejera no aflora de modo puramente simiesco, sino que desata al aristócrata aspiracional en forma de Lord-Esto o Lady-Estotro. Y cuando no hay brebaje que explique la transformación furibunda, el triunfo repentino del energúmeno al acecho, puede colegirse que se trata de una manifestación común y silvestre de intolerancia a la crítica, que por causas que escapan al entendimiento se potencializa detrás del volante, hasta hacer crisis en estallidos que tienen una parte de clasismo y otra de ira antipeatonal.

Pero quizás en ningún lado se aprecian mejor los síntomas de este arraigado mal patrio como en los terrenos en que se ejerce, de modo profesional o diletante, la crítica, una crítica que no en balde ha terminado por equivaler, en el muy particular vocabulario mexicano, a un ataque resentido y peleonero, y hasta a una forma menor pero imperdonable de traición. No importa si se trata de una reseña o de un artículo de opinión; no importa si el texto alcanza a hilar fino o acumula brochazos como palos de ciego; ni siquiera es relevante si presenta inferencias sólidas, si aduce pruebas o se mantiene en todo momento en el terreno del debate de ideas, sin incurrir en la mala leche ni desbarrancarse en la ruindad de los señalamientos ad hominem: alrededor de la crítica no dejará de merodear el conocido fantasma de la afrenta personal.

Como si no hubiera otro horizonte que el de las bajas pasiones, ni mejor manera de señalar un desliz que la de desatar un pleito de arrabal; como si el atrevimiento de argumentar fuera una variante del insulto y el solo hecho de disentir tuviera la fuerza de un empujón o de un codazo artero, se parte del convencimiento de que si alguien se molesta en criticar un libro o una obra de teatro, si alguien tiene la osadía de poner el dedo sobre el renglón de un desempeño público, no puede ser sino por envidia, por un odio mal disimulado, por simple y llana enemistad. ¡Bilis, bilis, bilis! Ese espíritu levantisco, ese “amotinado” que no se contenta con que el barco siga apaciblemente su curso hasta naufragar en la ignominia, es evidente que da pataletas sólo porque no fue incluido, porque quiere pertenecer pero le cerraron las puertas a la falsa idea que tenía de sí mismo.

Sería inútil buscar alguna lógica detrás de lo que sólo admite motivaciones viscerales y se empeña en creer que el cerebro es un lejano apéndice del hígado cuya principal función es secretar humores negros en forma de enunciados. Pero la intolerancia a la crítica, aceptada como prima hermana de la intolerancia a la lactosa, tiene como efecto principal neutralizar la crítica, descalificarla de antemano y de una vez por todas, ya que, se desenvuelva como se desenvuelva, debió gestarse en la amargura, en los oscuros remolinos de los intereses más turbios, en el reflujo de la mala entraña. Como la leche y el queso, si es rechazada por el organismo es seguramente porque se trata de un auténtico veneno, de un veneno escupido o excretado por sabandijas rastreras, que ni siquiera han tenido el cuidado de disolver por completo su ponzoña en el trago enfadoso de matices y ponderaciones que nos obligan a apurar con sus ardidos señalamientos.

Quizá porque, según esta mala película de ficheras y gánsteres en la que estamos atrapados, todo lo que concierne a la crítica responde a secretas maquinaciones de los intestinos y, en última instancia, responde a alguna bajeza animal, los más intolerantes a la crítica (entre los que se cuentan gatilleros a sueldo —gatilleros de chisguetes de tinta—, pero también, ¡cómo no!, críticos de amplia trayectoria) tachan la crítica ajena, en especial si no les es favorable, de “ladridos” y “rebuznos”, pues así es como seguramente llega desvirtuada a sus oídos, convertida en lo único que están dispuestos a concederle a los que no comparten su opinión: entripamiento, vileza, mala sangre. ¡Bilis, bilis, bilis!

Y si, por el contrario, la crítica llega a ser, casi por equivocación, positiva o entusiasta o elogiosa, hay que estar también en guardia: hay una trama oculta, definitivamente se pretende algo más. Si alguien que tiene el mal gusto de practicar la crítica no se lanzó directamente a la yugular de aquel que por principio debería abominar y cuyo sitio o posición ambiciona, no cabe duda: es su amante o su compadre (o ambos), además de un lamesuelas vulgar y despreciable. Bajo la premisa de que la discusión libre y desinteresada de ideas es siempre una pantalla, una mascarada sostenida por alfileres que apenas disimula los peores impulsos, sólo un trepador podría inclinarse con tal ruindad hacia las bajas regiones de la adulación; sólo alguien que aspira a un favor o a una prebenda podría travestir y maquillar su ira bajo la forma ladina de argumentos.

El intolerante a la crítica desde luego no se identifica como un intolerante, si acaso sólo en el sentido fisiológico de quien ha perdido enzimas para asimilar tal o cual alimento de suyo tóxico. Como todo se origina en el vientre, como en particular los juicios estéticos sólo pueden producirse en algún lugar entre la boca del estómago y el recto —o un poco más allá—, su rechazo de la crítica, sus manotazos de desdén para desacreditarla como pura visceralidad, se justifican con la excusa peregrina del anticuerpo: “no puedo evitar reaccionar del modo en que reacciono”. Si la crítica es puro eructo, ergo, la crítica de la crítica es comparable a un empacho ante tal abundancia de resentimiento. Desde luego tampoco se les ocurre calificar su desmontaje sistemático de la crítica —de la posibilidad misma de la crítica— como una variedad ramplona de la crítica, pues eso supondría aceptar que están condescendiendo a hacer crítica biliosa ellos mismos, es decir, a aceptar de alguna manera rocambolesca que también ellos han sido dominados por el imperio regurgitante de la tripa, que sus defensas y aclaraciones son la otra cara de la envidia y que aquello que ahora sale de su boca no se distingue de la espuma encebollada de las bajas pasiones.

Cada vez que se toma un comentario crítico como ataque personal; cada vez que se rebaja un cuestionamiento a mera emanación de los intestinos; cada vez que, ante una crítica, se hacen declaraciones amarranavajas del tipo: “estás conmigo o sin mí”, es muy posible que se esté razonando con el abdomen. Tal vez el cerebro no sea más que otra víscera, pero antes de que la crítica se reduzca, en este país, a pura pendencia, a un intercambio borrascoso de descalificaciones, habría que recordar que todavía disponemos de uno, y que quien nos critica no alberga, bajo la tapa del cráneo, necesariamente un hígado inflamado.  ~

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