Atractores extraños: En busca del lado B de la literatura

Columna mensual

Texto de 20/02/19

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Desde muy temprana edad caí en la afición de internarme durante horas en las librerías de viejo e incluso de valerme de ellas como pretexto para largos vagabundajes por la ciudad. Así como Virginia Woolf utilizaba el ardid de buscar un lápiz para entregarse a sus paseos invernales por Londres, muy pronto descubrí que una buena forma de conocer un territorio —un barrio lejano, por ejemplo, o una ciudad ignota— era dejarme guiar por la perspectiva de conseguir un libro viejo y, entonces, pasando de una librería a otra y de un estanquillo al siguiente, dibujaba con los pies una ruta secreta y cambiante, aun si al final del recorrido volvía a casa —o al hotel— con las manos vacías.

Guiado por la consigna de desatender y no obsesionarme con los autores y movimientos ya buscados y rebuscados por todos, empecé a acumular, primero sin darme cuenta, pero luego ya durante una época con cierta sistematicidad, un auténtico lado B de la literatura, en el que por ejemplo se armó, casi inadvertidamente, una colección imposible de primeras ediciones de escritoras mexicanas (Rosario Castellanos, Elena Garro, Josefina Vicens, Amparo Dávila, Luisa Josefina Hernández, etcétera). Como en su momento sucediera con la obra de Horace Walpole en la Gran Bretaña, o con la de Herman Melville en los Estados Unidos, condenadas al olvido y a la desintegración de no ser porque fueron revalorizadas en primer lugar por coleccionistas y bibliómanos que se negaron a aceptarlas simplemente como despojos, cada ejemplar que rescataba de las montañas de papel me parecía, más que un tesoro bibliográfico, una suerte de reivindicación, un contrapeso a las inercias culturales y jerarquías institucionalizadas, y fue también por aquellas fechas que comencé a abrazar la idea de que esos rescates podrían dar pie a algún texto crítico o monografía que les hiciera justicia.

En aquellas búsquedas incipientes y distendidas, en las que apenas vislumbraba la posibilidad de atrincherarme tras las barricadas de un pequeño contracanon, de un gabinete de libros otros, un tanto azaroso y en ciernes pero bien plantado, y mi brújula más bien se imantaba por el puro placer de la lectura —sin importar si se trataba de una edición prínceps o de un ejemplar dedicado—, terminé siguiendo la pista, como si se tratara de una asignatura pendiente, de los escritores así llamados “raros”, en un comienzo los que figuraban en el índice de Rubén Darío, pero más tarde, una vez que alcancé a formarme una idea del linaje al que estos autores pertenecían, de la cofradía más bien desperdigada que, a través de pasadizos y puentes invisibles entre los estantes, no ha dejado de perdurar en las sombras. Así, después de devorar todo lo que estuviera a mi alcance de Léon Bloy y Auguste Villiers de L’Isle-Adam (por supuesto Joris-Karl Huysmans ingresó de inmediato con ellos en la nómina de mis pesquisas), después de perderme en la espesura dislocada del conde de Lautréamont y descender, de la mano de personajes hipersensibles, a los sótanos lóbregos de Poe, comencé la cacería de los raros post-Darío y de los raros locales y, ya encarrilado, incluso de los raros contemporáneos con los que hasta me podría cruzar por la calle, de los raros por vocación y destino. Fue de este modo que comencé a frecuentar, por ejemplo, la obra de Francisco Tario y de Pedro F. Miret, algunos de cuyos libros se amontonaban en los rincones de las librerías de viejo y literalmente se desbarrancaban de las mesas de remates, a pesar de que hoy, casi treinta años más tarde, sean nuestros raros más cacareados, los nombres que en toda lista de raros mexicanos aparecen en primer lugar.

En las páginas de esos libros sobre los que muy pocos hablaban me pareció respirar el humo del atentado contra la moda literaria y las buenas conciencias; sus frases me cautivaban por su violencia incorrecta y sus atmósferas me transportaban por su densidad inusual y a veces por su esperpentismo deliberado. En la figura del raro creí encontrar una lección, es verdad que poco edificante, de cómo no sucumbir a los cantos fáciles de las sirenas; una lección literaria y por supuesto ética de ese imperativo que reza, en forma de palíndromo, “A la moda dómala” (un palíndromo acuñado por Luis Ignacio Helguera, otro raro indiscutible, por cierto, que entre sus muchas rarezas practicaba el oscuro vicio de cazar personajes raros, fueran escritores o no, hasta convertirse en uno de ellos mientras buscaba a hurtadillas la muerte…).

Después de descubrir al lóbrego Arthur Machen y de intoxicarme con Jean Lorrain, de retorcerme de risa con Copi o de seguir la huella decadentista de Efrén Rebolledo, no me era fácil frecuentar las mesas de novedades y mucho menos entender su estrechez y monocromía, con todos esos libros indiscernibles entre sí, redactados en un español internacional, y esas novelas for exportcon tramas que no ocultaban su efectismo —sobre, digamos, la Segunda Guerra Mundial—, muchas de las cuales, pese a los esfuerzos mercadotécnicos que las impulsaban, no lograban completar el viaje y se quedaban varadas en los aeropuertos, ofrecidas como literatura de altos vuelos, aunque apenas podían disimular su condición de literatura ligera, apta para el equipaje de mano…

Entonces no lo alcanzaba a ver así, pero mi afición por las librerías de viejo se afianzó en gran medida gracias a la uniformidad y ramplonería que entre los años ochenta y noventa se vivía en las librerías mexicanas, aquejadas, como tantas cosas entonces, por la llegada del neoliberalismo y su énfasis maniaco en el mercado, por la promesa de ingresar al primer mundo que, entre las muchas desventuras que trajo, una fue paradójicamente la de simplificar y reducir el espectro de la bibliodiversidad. Al menos en un inicio las librerías, como quizá ningún otro espacio de difusión cultural, resintieron el haber comulgado con el pensamiento único del lucro y dejarse llevar por el sueño de transformarse en supermercados de libros, en los cuales, sin embargo, la oferta era raquítica y más bien previsible e insustancial. En contraste con los corredores recién trapeados y asépticos en que brillaban torres y más torres de títulos intercambiables, con portadas lustrosas y arropadas por esos cintillos ambiguos y siempre hiperbólicos que bien podrían haber envuelto un queso o un salchichón, en los recovecos estancados y malolientes de las librerías de viejo me parecía sentir un aire extrañamente fresco, una atmósfera de abundancia, contrapunto y variedad.

No sé si habrá sido de la mano de Copi o de una fotografía en la que éste aparece recostado junto a una caterva de personajes estrafalarios, que miran desafiantes y desfachatados a la cámara, con un escueto pero incitador pie de foto que enunciaba “El grupo Pánico”; no sé si habrá sido más bien por el aura de desobediencia y escándalo que todavía por aquellos años acompañaba a Alejandro Jodorowsky, no sólo como cineasta de culto, a medio camino entre la inocencia y el tremendismo psicodélico, sino como autor de cómics y pionero del happening —“efímero pánico”, lo denominaba él, exactamente por los mismos años que Allan Kaprow—, con todo y su célebre acto de destrozar un piano en un programa de televisión durante las más bien ñoñas transmisiones de Televisa. Pero el caso es que del embrujo de los raros me deslicé hacia la seducción por lo Pánico, por la jovialidad y vehemencia de ese grupo abierto, confuso e inesperado —aunque ya entonces fuera una desvanecida leyenda—; por ese grupo inquietante y desorbitado, impresentable y festivo que procuraba entretejer, con el hilo discontinuo de la euforia, las telas tensas del humor y del terror.

Pero tal vez lo que me condujo al hechizo de ese trío elástico y confuso conformado por Fernando Arrabal, Roland Topor y Alejandro Jodorowsky fue la película de Roman Polanski, Le locataire (del 76), basada en la novela El quimérico inquilino, de Topor —una película que habré visto una docena de veces en videocasete—, y la sorpresa de descubrir que el autor de ese libro singular y opresivo era el dibujante de reconcentrado humor negro y chistes masoquistas que tanto me había intrigado en los ejemplares inencontrables de la revista Snob El corno emplumado, así como en las ediciones pánicas de Jodorowsky. Si había un pasadizo secreto que llevaba de aquellas revistas de culto a la película de Polanski que me obsesionaba como una pesadilla recurrente, y que además conectaba las habitaciones de Copi y del primer Jodorowsky, yo estaba dispuesto a recorrerlo y a dejar que me llevara a donde fuera, no importaba que tuviera todas las trazas de un laberinto.

La imposibilidad de la colección pánica involucraba no tanto la escasez y falta de visibilidad de sus obras, sino la transformación constante y la apertura perturbadora del grupo mismo, que en contra de la inclinación sectaria de muchos movimientos artísticos, propensos a las fobias y las ex-comuniones, a ejercer la verticalidad y al abuso del dedo flamígero, se desarrollaba con una hospitalidad desbordada, siempre dispuesto a incluir a quien quisiera en la celebración. ¿Dónde podía empezar y terminar una colección emprendida bajo el amparo del dios Pan, que precisamente todo lo abraza y a todo da la bienvenida? ¿Cómo dar forma a un grupo que no cree en los límites, que presumiblemente no cree ni en su propia existencia y mucho menos en la importancia de la perduración del arte? La colección de libros Pánicos se iba formando prácticamente sola, paralela a mis preguntas, gracias a que un libro llevaba a otro y luego a otro más y que incluso alguno se convertía —como Le panique de 1973, publicado en la colección 10/18 dirigida por Christian Bourgois— en una guía inmejorable para no extraviarme entre tanta confusión deliberada y tanta defensa de lo evanescente…

¿Son valiosas las colecciones laterales que armé durante mis años de vagabundaje? ¿Haberlas reunido con una pasión desaforada y a veces febril, aporta algo más que la satisfacción un tanto caprichosa de verlas descansar sobre los estantes? ¿En conjunto, como entidades que no se reducen a la suma de sus partes y se sostienen por la fuerza de los vínculos inesperados que crean, han contribuido a rescatar de la dispersión y el olvido materiales que quizá nunca corrieron el riesgo de confundirse con cualquier cháchara? No lo sé. Al menos, en cuanto colecciones imposibles, no han sido nunca un fin en sí mismas, sino un pretexto y un preámbulo —y, al cabo, también un medio material— para emprender investigaciones de otro modo impensadas, para continuar la exploración por las puertas traseras de la literatura y, en última instancia, para escribir sobre esos libros un tanto secretos y relegados, así como sobre los lazos inadvertidos que se pueden crear entre ellos. EP

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