Un virus nos ha impuesto un enorme y complejo desafío, así como ajustes extraordinarios en múltiples aspectos y escalas. Entre las medidas sanitarias que se han aplicado para “combatir” la epidemia podemos distinguir factores políticos; en estos apuntes, Jesús Silva-Herzog Márquez se pregunta cuáles podrían ser las distintas consecuencias que implicarán esos factores.
Apuntes sobre el impacto político de un virus
Un virus nos ha impuesto un enorme y complejo desafío, así como ajustes extraordinarios en múltiples aspectos y escalas. Entre las medidas sanitarias que se han aplicado para “combatir” la epidemia podemos distinguir factores políticos; en estos apuntes, Jesús Silva-Herzog Márquez se pregunta cuáles podrían ser las distintas consecuencias que implicarán esos factores.
Texto de Jesús Silva-Herzog Márquez 03/06/20
El virus hizo del planeta un laboratorio. No solamente porque en todas partes se rastree su presencia en la sangre o porque se busquen afanosamente la vacuna y la cura, sino también porque ha puesto todo a prueba. Los poderes de nuestro conocimiento y la agilidad de la ciencia; el alcance de nuestros sistemas de salud y el equipamiento de nuestros médicos. También ha hecho de nuestra política un lugar para el experimento. Podríamos decir que tenemos hoy una oportunidad intelectual única: al mismo tiempo todos los países del mundo enfrentan el mismo desafío. Se trata de un reto extraordinario que ha sido resuelto con un repertorio bastante reducido de medidas sanitarias. Y, al mismo tiempo, vemos en la cartografía del contagio una notable variación de consecuencias. ¿Qué factores propiamente políticos explican el éxito de unas políticas y el fracaso monumental de otras?
No intento, ni remotamente, anticipar lo que sucederá. Simplemente apunto territorios en donde habrá de definirse el futuro. Preguntas al futuro, no anticipos de él. ¿Cuál es el impacto del régimen en la respuesta ante la epidemia? ¿Están bien equipadas las democracias para encarar un desafío de este tipo? Hay quien sugiere que —lejos del triunfalismo liberal— son los regímenes de poder concentrado los que pueden resolver una crisis de esta naturaleza, con la energía y la celeridad indispensables. El debate, los controles parlamentarios y la sospecha profesional de los medios serían —bajo esta perspectiva— obstrucciones para una respuesta ágil y decidida. Por el contrario, otros dirán que la democracia liberal es la única atmósfera que permite el conocimiento del problema y la búsqueda de las alternativas. Fue la cerrazón de la dictadura china la que provocó que la crisis se desbocara. Quizá, como sugiere Fukuyama, el asunto no es tanto la naturaleza del régimen, sino la malla de la confianza que existe en una sociedad. Confiar en el vecino y en la autoridad sanitaria; confiar en que la gente acata la indicación del gobierno y que el gobierno actúa en defensa del interés común. Valdría en ese sentido explorar el efecto literalmente mortífero de las estrategias de polarización. La terca retórica del abismo entre los buenos y los malos, los dignos y los podridos, útil en la simplificación de las contiendas electorales, puede ser ruinosa para enfrentar un reto de la especie.
No cabe duda de que el liderazgo vive momentos de crisis. Algunos dirigentes democráticos han empleado —incluso— el vocabulario bélico para describir la naturaleza de la emergencia y asumirse como generales en el frente de batalla. “Estamos en guerra”, dijo Emmanuel Macron, el presidente francés. No enfrentamos a otro ejército, pero el enemigo avanza. Resulta muy revelador que quienes han acudido rutinariamente a esas estampas de guerra para colorear la épica de su política, los políticos populistas que se nutren del conflicto, han sido los más golpeados por esta crisis. La distorsión óptica de su mando les impide encontrar el punto de encuentro, el foco de la cohesión, la medida que trasciende la animosidad. El virus, su registro y su respuesta siguen incrustados en la alternativa binaria que alientan. El experto que se ha dedicado a maldecir aparece súbitamente como el único personaje confiable.
¿Qué podemos aprender, en particular, del liderazgo de las mujeres en esta emergencia? No parece casualidad que buena parte de las estrategias exitosas para enfrentar la crisis hayan sido encabezadas por mujeres. Dinamarca, Finlandia, Alemania, Nueva Zelanda, Islandia, Noruega y Taiwán tienen esos dos elementos en común: son países gobernados por mujeres y han lidiado con eficacia la emergencia. Hannah Arendt sugería que el poder ha de entenderse como habilidad para actuar en concierto: no la imposición de la fuerza, sino el hallazgo musical del interés común. ¿Estarán mostrando las presidentas y las primeras ministras la fórmula de esa política? La flexibilidad, la disposición de escuchar al otro, la empatía y el reconocimiento de la contribución colectiva que tradicionalmente hemos asociado con los atributos del liderazgo femenino adquieren hoy relevancia innegable.
El confinamiento ha levantado otras inquietudes democráticas. Vale recordar que el aislamiento que ahora vivimos era la pesadilla de Tocqueville en el segundo volumen de su obra clásica. Retirado cada uno a su dominio privado, en el hermético templo del individualismo, habría de diluirse la experiencia propiamente cívica. ¿Qué tipo de democracia puede haber si no podemos reunirnos en una plaza? ¿Es posible reducir el proceso democrático al intercambio de imágenes en una pantalla y a la intervención de los clics? ¿Hay condiciones para el debate electoral? Por lo pronto, podemos decir que la democracia en la pandemia queda en suspenso y que algunos autócratas se frotan las manos.
¿Cuáles serán, por último, las implicaciones duraderas de la nueva sociedad disciplinaria? ¿Qué libertades sobrevivirán bajo el sensor del panóptico sanitario? Byung-Chul Han lo ha advertido con gran claridad: tras la invasión del nuevo coronavirus, todos somos potencialmente terroristas. No necesitamos secuestrar un avión y esconder unas navajas para serlo; no es necesario que queramos causar el pánico. Sin registrar síntoma de enfermedad alguna podemos esparcir el contagio. Por ello preguntaba si el virus sería culpable del fin del liberalismo occidental. Tienta la idea de ceder derechos para recibir cuidado. La terrible pregunta del realismo político adquiere hoy dramatismo: ¿cuál es mal menor? EP
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