Exclusivo en línea XH4T: entre la calidad y el oficialismo

La televisión pública merece que la analicemos, la revisemos, la critiquemos y, por supuesto, que la veamos. Aquí, unas notas sobre lo que ha pasado en los últimos meses con el cambio de administración.

Texto de 19/07/19

La televisión pública merece que la analicemos, la revisemos, la critiquemos y, por supuesto, que la veamos. Aquí, unas notas sobre lo que ha pasado en los últimos meses con el cambio de administración.

Tiempo de lectura: 11 minutos

¿Cuántas veces la televisión pública ha ocupado el centro de la conversación, vaya, pública?

Recuerdo una, relativamente reciente: Soy tu fan. Un momento donde las fuerzas del mercado, el carisma actoral y la sapiencia en la producción convergieron para poner a un programa producido por Canal Once en un lugar de aceptación crítica y éxito de audiencias.

No es la única. Breve enumeración: En tienda y trastienda y La caravana, donde debutaron y brillaron Ausencio Cruz y Víctor Trujillo (“¡Lástima, Margarito!”); DeporTV, un notable programa de análisis deportivo de donde salió la mitad de los señores que comentan futbol en México; Entre amigos, donde Alejandro Aura se dedicaba a democratizar y a difundir la cultura; Bizbirije, que en épocas recientes ha ganado un lugar nostálgico en la plática cuando en Twitter descubrimos que a casi nadie de provincia le mandaron su identificación de Reportero Bizbirije; Aquí nos tocó vivir, un programa tan visto como parodiado como celebrado; Crónica de castas, otro notable ejemplo de ficción televisiva nacional que aprovechaba el formato serial antes de que el formato serial estuviera (de nuevo) de moda; El mundo de Beakman, una de las más sólidas adquisiciones de programas extranjeros jamás realizadas por la TV pública; En primer plano, la primera producción nacional enteramente dedicada al análisis político y uno de los escaparates de Carmen Aristegui, entre otros programas repartidos en los canales estatales, de Imevisión al Once al 22.

Quizá los ejemplos no hayan tenido el alcance masivo de, digamos, las telenovelas, noticiarios y barras de comedia de Televisa, pero sí establecieron una constante de ingenio e inteligencia que ha tenido cierta continuidad en estas décadas.

No fue un pequeño logro conseguir eso durante los años más duros del priismo. Durante la época del presidencialismo mexicano, la única televisión estatal de peso fue la televisión privada: ahí se concentraban los noticiarios más vistos y los programas de ficción más populares, así que ahí era donde había que inyectar la mayor dosis de oficialismo[1]. Esto es un hecho asumido a tal grado que el día en que Jenaro Villamil fue propuesto como presidente del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano, en su primerísimo mensaje a medios, afirmó que en esta nueva etapa de televisión oficial sería “ya no más una televisión para una clase media jodida, que no va a salir de jodida, como dijo un clásico”, en referencia a la famosa frase de Emilio Azcárraga Milmo, dueño de Televisa. Es decir: la noción de que Televisa era la televisión del estado mexicano está tan asumida que el presidente del SPR, un organismo público, sintió la necesidad de subrayar una ruptura con una empresa privada.

Así, relegada a una especie de beca de la indiferencia —donde el presupuesto existía, pero no tanto así el interés cupular—, primero, y a un uso exclusivamente educativo y de divulgación, después, la televisión pública nacional creó y adquirió un buen número de programas interesantes y propositivos. La televisión pública se volvió sinónimo, en México, de televisión cultural. Aunque sus índices de audiencia y alcance no le hacían competencia a los de la gran televisora privada de la época —aquella que, a confesión de parte, militaba en las filas del ejército priista—, la televisión pública se mantenía como una opción relativamente democrática y crítica que crecía un poco al amparo de la escasa supervisión y que ganaba reconocimientos entre las televisiones públicas internacionales.

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La nota apareció en noviembre del año pasado, mientras el país se alistaba para el arranque la autonombrada cuarta transformación. El titular era contundente, como te enseñan que deben ser los titulares: “AMLO quiere una ‘BBC mexicana’: ¿cómo podría ser?”. El tiempo que duró la nota en la conversación pública fue breve, pero la imagen resultó pegajosa: existen aún quienes la utilizan como referente irónico, y más en estos tiempos de recortes de gasto y despidos en las de por sí pauperizadas estaciones de radio y televisión pública. La frase funciona porque parece subrayar las taras mentales que muchos opositores de AMLO ven en cada gesto y cada oración que emite. Todo bien hasta ahí —si hay alguien que con cierta regularidad se empeña en confirmar lo peor que se piensa de él es López Obrador— salvo por un pequeño detalle: como suele suceder en un buen porcentaje de la cobertura de AMLO, eso no fue exactamente lo que dijo el presidente[2].

Lo que sí dijo el presidente, no obstante, es también muy interesante.

No existe, hasta donde pude comprobar en línea, un video donde se escuche a Andrés Manuel López Obrador afirmando que su proyecto de gobierno contemplara la creación de “una BBC mexicana”. Lo que existe son varias notas de prensa que dan cuenta de un diálogo: alguien de la prensa pregunta “¿Hay una intención de reunir a todas las agencias informativas en una sola, tipo BBC?” y el presidente contesta “Sí, se está planteando eso, desde luego con respeto a las leyes que dieron lugar a estas instituciones”, frase superficial donde la haya toda vez que un modelo unificado entra en conflicto con la autonomía de las emisoras televisivas universitarias, por ejemplo.

El presidente, no obstante, después de malamente intentar salir del paso de esa pregunta, se siguió de largo con su respuesta: “Algo como lo que sucede en España que hay un instituto autónomo, independiente, para garantizar el derecho a la información… Ustedes pueden ver la televisión española y no es una televisión oficialista, no es una televisión que sólo lea los boletines del gobierno, sino que es una televisora que informa con objetividad, con profesionalismo…”

Eso sí no puede interpretarse como un mero desliz, dado que hasta ejemplos traía el presidente. Ése era su deseo para la televisión estatal hace ocho meses, cuando la administración se encontraba a unos cuantos días de comenzar su gobierno. En el transcurso, la televisión oficial ha ocupado titulares, trending topics, conversaciones de chats y sobremesa. Vaya: el centro o al menos un lugar cerca del centro de la conversación pública. ¿Se han cumplido las palabras del presidente, sus supuestos deseos y objetivos respecto a esa televisión?

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“Sabemos que hay de maromas a maromas. Pequeñas maromitas por aquí, maromas más sofisticadas por allá… Maromas oficialistas, maromas opositoras… Pero hay una maroma que es la gran maroma: la maroma estelar”.

Con esas palabras —corriendo sobre un montaje de los conductores del programa realizando supuestas gracias de más bien escasa gracia— comenzaba La maroma estelar, programa de Canal Once conducido por el académico Hernán Gómez Bruera y el comediante Carlos Ballarta. Más allá su aliterado sonsonete, las frases tenían un objetivo más o menos transparente: reapropiarse de la palabra maroma —usada desde tiempos inmemoriales para desestimar los argumentos del otro, pero particularmente en los últimos dos años, para descalificar a los seguidores retóricamente más sofisticados de López Obrador— y ponerla en posición de ataque contra los mismísimos antiobradoristas, un grupo amorfo compuesto lo mismo por auténticos liberales —acaso los menos— que por conservadores que no temen exhibir su talante discriminatorio. (Esto también sucedió en otro programa, muy distinto a La maroma, del que hablaré más adelante: Me canso ganso. Nada de malo, pues —¿o sí?—, pero resulta curiosísimo que los canales oficiales en la administración del presidente que soñaba con una televisión independiente y profesional hayan elegido dos frases tan cercanas al presidente para nombrarse.)

La maroma estelar tenía una agenda bien delimitada, pues, y también a dos conductores aguerridos. El más experimentado, Carlos Ballarta, es uno de los pioneros de la nueva ola del stand-up mexicano y uno de los primeros comediantes nacionales en ser fichados por Netflix. Esto no impidió, sin embargo, que su presencia fuera relegada en favor de Hernán Gómez Bruera, un académico de nula experiencia en la televisión —más allá del rol de comentarista ocasional— pero con un compromiso bastante sólido con la administración obradorista.

Los primeros contactos de Gómez Bruera con lo audiovisual sucedieron en Twitter, donde el académico subió videos de entrevistas que realizaba a integrantes de las “marchas fifí” (el nivel de discusión de estos años me va a matar un día, lo juro) y que luego exponía como muestra del clasismo y racismo inherentes a esas marchas. Su contratación fue, como suele serlo de forma bastante comprensible en el medio, discrecional, pero en este caso resultaba notable de varios otros súbitos conductores de la televisión pública que sus mayores credenciales parecieran ser la fidelidad a la administración. Los efectos de esas contrataciones en la calidad de los programas fueron notorios.

La maroma, por ejemplo,era un programa con evidentes limitaciones de presupuesto: un set modesto, un espacio pequeño para unas pocas mesas con público, prácticamente ninguna sofisticación guionística o técnica, salvo unas cortinillas bien animadas. Un buen programa —un mejor programa de televisión, pues— habría logrado que esas condiciones se difuminaran mediante una producción astuta y un guion imaginativo, pero el contenido tampoco era muy elaborado: la mayor parte del tiempo el programa se trataba del show de Hernán Gómez Bruera, quien se daba vuelo interrumpiendo invitados, tartamudeando y equivocándose frente a las cámaras y realizando el mismo tipo de entrevistas —en zonas como Polanco y con invitados que siempre exponían la misma postura ideológica de rancio derechismo— que tanto éxito le granjearon en Twitter gracias a la magia de la confirmación de sesgo[3]. Había otras secciones, una de noticias en tono pretendidamente humorístico conducida por Fernando Bonilla, otra de explicaciones y contexto realizada con mayor fortuna por Carlos Ballarta, números musicales de bandas invitadas, mesas de discusión —acaso lo mejor del programa: en su mayoría, los invitados eran personas preparadas, argumentativamente hábiles a cuadro— y, a veces, algún stand-up de algún cómico relativamente desconocido. La maroma, pues, era una especie de programa de variedades/late show humorísticamente fallido y bastante desarticulado: la diferencia de tono entre la sección de noticias, las entrevistas y las mesas de discusiones era sencillamente abismal, y la calidad de los chistes dejaba muchísimo que desear, incluso en el caso de alguien con experiencia, como Ballarta (“Al volverse jefe de gobierno, [López Obrador] se volvió chilango: un chilangosteño”). Hubo, sin embargo, un terreno donde el programa triunfó de forma contundente: las redes sociales.

La maroma logró posicionarse como trending topic en varias ocasiones y por distintos motivos. Algunos: por parodiar a Denisse Dresser, en un chiste que arrancaba bien —se tuvieron que haber reído cuando “Dresser” llama “Gibrán” a Carlos Ballarta por primera vez— pero que rápidamente terminaba convertido en una grotesca charada (y que se prolongó lamentable e innecesariamente en Twitter por un par de meses más), o por llamar “blancos” a algunos estudiantes de universidades privadas, o porque Carlos Ballarta salió del programa pocos días antes de su cancelación alegando censura —quién sabe si certeramente: su relato lo mismo podría obedecer a una decisión de edición que de censura—.

La cosa es que La maroma terminó colocando sobre la mesa varios temas interesantes: el racismo, el clasismo, el uso de los medios de comunicación del estado para golpear opositores, pero en prácticamente todas las ocasiones que lo hacía, lo lograba mediante un grado de sofisticación televisiva cercano al cero: un humor blandengue, mesas de discusión a modo y con pocas o nulas voces disidentes, monólogos y presentaciones titubeantes y claramente improvisadas, entrevistas maliciosas y una edición y producción sin mayor inspiración. Un programa de televisión que no hace televisión sino radio con imagen es un programa que falló en su objetivo más esencial, principalmente en la esfera de la televisión pública mexicana: crear productos audiovisuales que enriquezcan a sus televidentes mediante el aprovechamiento de los recursos propios de su medio.

Con todo y que La maroma haya colocado algunos temas interesantes sobre la mesa —y nombrar esto como una virtud me parece ir demasiado lejos—, lo cierto es que tampoco realizaron ninguna innovación ni rompieron ningún esquema en la conversación pública: el año pasado, por ejemplo, Roma fue un detonante mucho más interesante de discusiones mucho más interesantes respecto al tema de los derechos laborales de las empleadas domésticas y el racismo, y despertar una discusión sobre el golpeteo oficialista a partir de un golpeteo oficialista tampoco parece un logro muy notable. Poco después, el programa acabó pronto y mal, y aunque dudo que ése sea el fin de la etapa televisiva de sus creadores, sí creo que los notables tropiezos podrían servir, si hay la voluntad de aprender de ellos, como una invaluable guía para mejorar en próximos proyectos.

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Es posible hacer buena televisión con recursos limitados. Las pruebas son muchísimas y abarcan desde los canales de YouTube de todos los idiomas posibles, que han creado productos genuinamente notables con dinero limitado pero ingenio libérrimo, hasta la mismísima televisión pública de esta mismísima administración: Me canso ganso, conducido por Fernando Rivera Calderón y transmitido por Canal 22, es un buen ejemplo.

Desde su primera emisión, Me canso ganso fue una producción claramente distinta a algunos de los nuevos programas de la televisión pública. Rivera Calderón, a diferencia de sus homólogos en otros shows, es una figura con amplísima experiencia en medios, audiovisuales y no: lo mismo ha escrito ficción que no ficción que ha hecho radio que ha compuesto y grabado música que ha hecho televisión que ha hecho teatro y cabaret. Su programa —una especie de secuela espiritual de La hora elástica, conducido por el mismo Rivera Calderón en compañía de Luisa Iglesias en TV UNAM y terminado un día antes de la primera emisión de Me canso ganso— inició con un episodio dedicado a reflexionar sobre la esencia misma de la televisión cultural, un reconocimiento al pasado y a lo que implica hacer televisión pública en México. La autoconciencia es tal que el programa está grabado en un set decorado como cabina de radio, acaso aludiendo al hecho de que buena parte de esta televisión es susceptible de pasar por radio en movimiento.

No es el caso, sin embargo, del programa de Rivera Calderón, porque el ingenio y oficio de Me canso ganso es, válgase, evidente: desde la leyenda humorística inicial, que cambia en cada episodio (“Por respeto al público, en este programa homologamos a chairos y fifís”, reza la del piloto), hasta el final de la primera emisión, una presentación en vivo del grupo de “electrocumbiapunk rock con toques feministas” Las Luz y Fuerza, que interpretó una canción antirracista (“Somos indígenas / Te guste sí o no”) dedicada a Yalitza Aparicio. El primer programa también incluyó por un monólogo de la actriz María Aura, hija de Alejandro Aura —en cuyo clásico de la televisión cultural, Entre amigos, saltó a la fama el mismísimo Andrés Bustamante—, disfrazada de su padre, recita uno de sus poemas, y rematando con una radionovela en vivo donde un par de viejos buscan clonar a Maximiliano de Habsburgo y restaurar la monarquía en México, todo mientras el elenco secundario cambia en cada emisión, pues son los invitados de cada episodio.

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Me canso ganso y La maroma estelar son dos muestras extremas de la calidad de los programas de la televisión del actual gobierno federal, uno administrado por la Secretaría de Cultura y otro de la Secretaría de Educación Pública a través del Instituto Politécnico Nacional. En cada uno de estos dos canales, Canal 22 y Canal Once, se tienen programas originales que ocupan distintos espectros de calidad: John y Sabina, por ejemplo, peca de casi los mismos vicios que La maroma estelar, desde la secuencia de créditos hasta el formato, mientras que La dichosa palabra, programa con dieciséis años de emisiones, se parece más a Me canso ganso —aunque nuevos aires de producción tampoco le vendrían mal—. La audiencia de esos cuatro programas refleja el interés del público en estos contenidos: en YouTube, los cuatro programas llegan a las decenas de miles de vistas, mientras que sus contrapartes en la televisión pública, acaso realizadas con menor ingenio o carisma o suerte, según sea el caso, alcanzan apenas cientos.

Es decir: las audiencias mexicanas estamos listas y pendientes de los productos televisivos estatales —que gracias a su completa disponibilidad en YouTube logran trascender los límites de la señal por satélite—; lo que se impone —principalmente en una administración en teoría comprometida con devolverle las instituciones a la ciudadanía— es que esa televisión se tome con seriedad, como un vehículo de contenidos de valor y no sólo como una herramienta para predicar a los conversos y atacar a los contrincantes. Existe suficiente talento nacional, veterano y novel, dispuesto y susceptible de ser contratado y puesto a trabajar en programas de calidad: nomás hay que levantar el teléfono. De lo contrario, la televisión de la autodenominada Cuarta transformación tendrá que aprender a punta de tropiezos lo que desde hace mucho es una verdad capital en el medio: que la pura agenda nunca ha alcanzado y nunca alcanzará para hacer buena televisión. Lo dijo bien un político tabasqueño el año pasado: no queremos una televisión oficialista que sólo reproduzca el discurso del gobierno, sino una televisión objetiva, profesional. Ojalá la administración le tome la palabra.


[1] Es difícil cuantificarlo, pero es menos complicado concluir que una de las razones detrás de la sostenida decadencia de Televisa está en la paulatina —y relativa, toda vez que el gasto de publicidad oficial en esa empresa en los sexenios de Calderón y Peña Nieto fue estratosférico— pérdida de importancia de la televisora respecto a otros medios —internet, notablemente—, que comenzaron a atraer la atención tanto de la audiencia, cansada de la monotonía de la televisora, como del gobierno, necesitado de otros canales para difundir su mensaje oficialista.

[2] Jenaro Villamil, presidente del SPR y acaso el funcionario más adecuado para delinear el plan de la administración para la televisión pública, ha metido la cuña en torno a la figura de “la BBC mexicana”. En enero de este año recogió la imagen favorablemente: “Es como crear una bebecita”, dijo, acaso humorístico, y en febrero lo hizo de nuevo, pero críticamente (¿transformado, acaso, por un mes que uno anticipa complejo en el puesto?): “Reproducir un modelo como la BBC, ahorita en México, no tiene sentido”, afirmó, ya con menos bonhomía. Tiene razón, sin embargo: no sólo tendría poco sentido sino que sería casi imposible reproducir un modelo así, comenzando por el financiamiento —la BBC se sustenta parcialmente gracias a un “television fee” implementado por el gobierno británico, que se ocupa de cobrar una cuota anual de 154 libras a cada domicilio con televisión a fin de poder recibir la señal legalmente— y llegando hasta las ganancias económicas, que llegaron en 2014 a los 1, 100 millones de libras de negocios comerciales y regalías de los programas de la BBC, que incluyen marcas tan valiosas y populares como BBC Earth, Doctor Who y Dancing with the Stars.

[3] De nuevo, sería difícil cuantificar pero: ¿qué tantos de los asistentes de esas marchas en efecto serán aspirantes a miembros de la Falange Española y qué tantos nomás serán inconformes de diverso grado con la administración actual? No es sencillo saberlo, pero, salvo algunas mesas de discusión, La maroma estelar definitivamente no ayudaba a conocer esas discrepancias, esas zonas grises: en su mundo, vivir fuera del gobierno era vivir en el error.

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