El pasado 23 de enero Juan Guaidó se
autoproclamó presidente encargado de Venezuela, tras haber detonado grandes
manifestaciones populares. En cuestión de horas una importante cantidad de
gobiernos extranjeros le dieron su reconocimiento, entre ellos la mayoría de
las democracias en América y Europa y la Organización de los Estados
Americanos. Algunos países decidieron no reconocerlo, como China, Rusia, Corea
del Norte, Irán, Turquía, Uruguay y México. En ciertos sentidos la posición de
México es peculiar y en otros no. Para justificar su decisión, el gobierno
mexicano hizo referencia a los principios de no intervención, autodeterminación
de los pueblos y solución pacífica de controversias. Andrés Manuel López Obrador
fue consistente con el estilo de política exterior que anunció desde que asumió
la Presidencia y decidió retomar la antigua postura oficial, característica de
casi todo el siglo XX, que daba un gran peso a los principios de la
Doctrina Carranza.
Además, varios sucesos sugerían una cercanía
entre López Obrador y el mandatario venezolano Nicolás Maduro, quien fue
invitado en diciembre pasado a la flamante toma de posesión en México. En
enero, cuando el Grupo de Lima desconoció la legitimidad de Maduro y lo exhortó
a no rendir protesta, México no firmó; días después, al asumir de nuevo la
presidencia, Maduro gritó un “Viva México”, probablemente dirigido
específicamente a López Obrador y no al país en general. Estos tres sucesos
complicaron mucho la decisión porque, si México se oponía a Maduro, iba a
resultar inconsistente y el costo político interno hubiera sido muy grande. Al
tomar su decisión López Obrador decidió ser consistente, aunque eso implicara
asumir algunos costos en el exterior. Lo peculiar es que, al tomar la bandera
de la no intervención, México se puso del lado de Maduro, un apoyo implícito
que resulta incuestionable porque México ya había dejado clara su postura. La
cercanía entre ambos gobiernos llegó al punto de volverse evidente y por eso,
en este caso, la no intervención no implicó neutralidad.
Otra peculiaridad es el hecho de que México esté
tomando la misma postura de ciertos países no democráticos que, dicho sea de
paso, no le ofrecen mucho económicamente. Es muy difícil pensar en neutralidad
cuando México se alinea con los iraníes, los rusos y los norcoreanos, pues no
son precisamente conocidos por sus prácticas democráticas. Al hablar de los
principios de política exterior México trata de proyectar una imagen de
profundo respeto al derecho internacional, pero al mismo tiempo se alinea con
países que lo violan, que han usado la fuerza indiscriminadamente y cuyas
acciones autoritarias han sido constantes. Si México quiere ser consistente con
su imagen democrática, no debe avalar la posición de esos estados. Las
constantes transgresiones a los derechos humanos, junto con la peor crisis
económica que ha visto el mundo en más de 100 años, son la razón por la que
casi todos los países decidieron alzar la voz para que Maduro se fuera.
En solo cinco años la economía venezolana
se ha contraído más de 30%, la inflación de enero de 2018 a enero de 2019 fue
de 2,688,670%, lo que supera con mucho a la hiperinflación que vivió Alemania
durante 1923, menor al 5,000%. Más de la mitad de los niños sufren de
desnutrición porque seis de cada 10 venezolanos viven en pobreza extrema: el
dinero no les alcanza para comer. Todo esto, a su vez, ha incrementado la
inseguridad en ese país, donde la tasa de homicidios es 15 veces mayor al
promedio mundial. Si se piensa que la Ciudad de México es insegura, la capital
venezolana la supera por mucho: la tasa de homicidios en la capital mexicana es
de aproximadamente 14 asesinatos por cada 100 mil habitantes, mientras que en
Caracas es de más de 111, por arriba de Acapulco y Tijuana. Lo que sucede en
Venezuela es terrible y es peculiar que México lo respalde. La Constitución
mexicana, en efecto, habla de la autodeterminación de los pueblos ¿López
Obrador realmente piensa que esto es lo que quiere el pueblo venezolano? Finalmente,
otra de las peculiaridades es que México haya decidido ir en contra de la
mayoría de los países latinoamericanos; si el gobierno mexicano está interesado
en estrechar los lazos con ellos e incluso proyectar una imagen de líder
regional, su política exterior debería ser consistente con los otros países
democráticos de la zona.
Para poner en contexto la decisión de López
Obrador es importante hacer un pequeño análisis sobre la historia de la no
intervención. En general, los países toman decisiones de política exterior
basados en sus intereses, no en principios. México siempre ha buscado proyectar
una política exterior muy cauta, que pone en primer lugar los principios,
aunque lo que realmente guíe las decisiones sean los intereses. Los gobiernos de
todo el mundo conducen su política exterior de esta manera y el siguiente
análisis sólo busca dar algunos ejemplos de dicho fenómeno global, sin el afán
de atacar los procedimientos del gobierno actual, ni de ninguno de los
anteriores. En tiempos de la Doctrina Carranza México pasaba por una época de
gran inestabilidad, tras varias intervenciones extranjeras, la reciente
conclusión de la Revolución Mexicana y la Primera Guerra Mundial en Europa. En
esa compleja situación, lo último que México quería era que países extranjeros
se involucraran en sus asuntos internos y eso lo llevó a cobijarse en los
principios de política exterior. Precisamente, existe una relación inversa
entre el poder de un país y su tendencia a refugiarse en el derecho
internacional: México era muy débil y esa estrategia lo salvaguardó.
Es curioso cómo se ha flexibilizado la política
mexicana de no intervención cuando se ha estimado conveniente, por ejemplo en
su relación con Cuba. La postura oficial respecto a la Revolución Cubana fue
justificada con la doctrina de la no intervención, aunque recientemente algunos
académicos1 han argumentado que tuvo mucho más que ver con el interés del
gobierno en evitar posibles inestabilidades políticas. Cuba en ese momento
exportaba ideas revolucionarias y el gobierno mexicano temía que llegaran a su
territorio, por lo que hubo un acuerdo entre el gobierno de Fidel Castro y el
de Echeverría, en el que Cuba prometía no inmiscuirse en los asuntos internos
de México y éste fungiría como una especie de vocero de la isla en la región.
Durante los años sesenta y setenta Cuba envió mucho apoyo —incluyendo
armamento— a grupos revolucionarios de varios países latinoamericanos, pero con
México no se metió. Además, el régimen mexicano usaba su relación con Cuba para
mostrarse como un gobierno revolucionario y eso era muy bien recibido por la
opinión pública, pues aparentemente desafiaba la presión de Estados Unidos. Sin
embargo, aunque Luis Echeverría fue uno de los mayores promotores de esa
posición, recientemente se han desclasificado archivos en los que él promete a
Nixon que México tendría una política totalmente anticomunista y asume el
compromiso de combatir a la izquierda mexicana.
Otro caso se dio a finales de los años setenta,
cuando México reconoció al movimiento guerrillero sandinista de Nicaragua como
una fuerza política legítima y el presidente de aquel país era Anastasio
Somoza. La pregunta que surge es por qué México iría en contra de sus
principios, al reconocer a un movimiento guerrillero de izquierda como una
fuerza política legítima. La respuesta es sencilla: entonces México
—especialmente en el sur del país— experimentaba turbulencia política y existía
la posibilidad de que la actividad revolucionaria en Centroamérica llegara
hasta Chiapas, lo que convirtió a la crisis centroamericana en un asunto de
seguridad nacional. El reconocimiento del gobierno priísta a los sandinistas se
tradujo en: “nosotros también somos revolucionarios, ya no es necesario un
movimiento de esa naturaleza en México”, una política exterior totalmente
basada en el interés de mantener la estabilidad interior. Encontramos un último
ejemplo, también interesante, cuando México decidió mostrarse como un fuerte
defensor de los derechos humanos en los años noventa, actitud que en teoría no
es consistente con la no intervención. No obstante, en ese momento se negociaba
el tlcan y, para tener éxito, era indispensable proyectar cierta imagen hacia
el exterior que convenciera a otros estados de que no había motivos para
preocuparse, pues en nuestro territorio se respetaban los derechos humanos y
era un lugar seguro para invertir.
Por último, cabe mencionar las operaciones de
mantenimiento de la paz de la Organización de las Naciones Unidas, que México
siempre apoyó desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, aunque de manera
indirecta y cautelosa. Fue motivo de sorpresa que, durante la administración de
Enrique Peña Nieto, México empezara a participar más activamente en esos
programas, cuando se involucró como observador en una multitud de operaciones,
con el objetivo de preparar al país para participar de lleno en futuros
despliegues. Las principales misiones de este tipo en las que el país ha
participado son las de Haití, el Sahara Occidental, Colombia y la República
Centroafricana.
Hace algunos años, en conversación con miembros
de la Armada, hablé de lo positivo que sería para la imagen nacional participar
en operaciones de mantenimiento de la paz. Me dijeron que, para hacer eso,
básicamente sería necesario modificar los principios de la política exterior
mexicana mediante una reforma al artículo 89 constitucional. Sin embargo, al
parecer ahora lo están haciendo sin necesidad de modificar ese artículo.
Participar en esos ejercicios, al igual que la postura de defensa de los
derechos humanos, son acciones necesarias para proyectarse como un actor
responsable en el sistema internacional y México ha querido proyectar esa
imagen, al igual que la de un líder regional, durante los últimos cuatro
sexenios. Incluso se ha plasmado ese objetivo en los consecutivos planes
nacionales de desarrollo. Es bastante interesante que, hasta ahora, el
presidente no haya dado marcha atrás a la participación en ese tipo de
operaciones.
Honestamente,
lo que hizo López Obrador en el caso de Venezuela fue sólo seguir lo que
consideró el interés nacional del momento con una decisión totalmente populista
—no es una sorpresa—, para mantener contentos a sus seguidores. Como
históricamente ha funcionado, la medida utilizó las banderas de la no
intervención y la autodeterminación de los pueblos, cuando aludió a los
principios de política exterior de las doctrinas Carranza y Estrada, pero en
realidad todo se reduce a sus intereses. Curiosamente, a pesar de todas las
peculiaridades de la decisión, probablemente fue la más adecuada en su contexto
político, pues hubiera sido muy extraño e inconsistente que López Obrador
reconociera a Guaidó como presidente de Venezuela. El presidente mexicano creó
un contexto de amistad, sin imaginar que la situación se pudiera complicar de
esta manera. Al final tuvo que elegir y eligió mantenerse a salvo en el
interior. Una vez más, tomó una decisión que no afectará su popularidad entre
los mexicanos, aparentemente el factor determinante en su creación de política
pública, pero que impactará en la percepción internacional de México y en su
relación con el resto de las democracias. Desde el fin de la Guerra Fría,
México había promovido la democracia y los derechos humanos y esto fue un giro
de 180 grados que tendrá un costo internacional y habrá que pagarlo, cualquiera
que éste sea. EP
1
Véanse por ejemplo Blanca Torres, México
y el mundo. Historia de sus relaciones exteriores: De la guerra al mundo
bipolar,
tomo vii, México, Senado de la República y El Colegio de México, 2010,
pp.136-155 y Carlos Rico, México y el mundo.
Historia de sus relaciones exteriores: Hacia la globalización, tomo VIII, México,
Senado de la República y El Colegio de México, 2010, pp. 39-54
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