Los 100 años de la Constitución, sólo una efeméride

Había una vez un hombre que era muy feliz porque había derrotado a sus enemigos y quiso compartir su felicidad con todos sus compatriotas. Su nombre era Venustiano y hacia finales de 1916 llevó a la práctica una idea que tenía en mente desde que inició su revolución: reformar la Constitución de 1857 para agregarle […]

Texto de 17/02/17

Había una vez un hombre que era muy feliz porque había derrotado a sus enemigos y quiso compartir su felicidad con todos sus compatriotas. Su nombre era Venustiano y hacia finales de 1916 llevó a la práctica una idea que tenía en mente desde que inició su revolución: reformar la Constitución de 1857 para agregarle […]

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Había una vez un hombre que era muy feliz porque había derrotado a sus enemigos y quiso compartir su felicidad con todos sus compatriotas. Su nombre era Venustiano y hacia finales de 1916 llevó a la práctica una idea que tenía en mente desde que inició su revolución: reformar la Constitución de 1857 para agregarle las demandas sociales que le habían dado sustento al movimiento revolucionario.

Así, en 1916, don Venus expresó: “Hemos logrado triunfar en la lucha, pero no nos satisface esto únicamente: no queremos ser felices solos, sino hacer partícipes a todos de nuestra misma felicidad”.

Y se le ocurrió materializar la felicidad en un Congreso Constituyente. Y como la historia movía sus actos, eligió la ciudad de Querétaro para llevar a buen fin sus anhelos constitucionales: “Al haberme fijado en Querétaro, es porque en esta ciudad histórica, en donde casi se iniciara la Independencia, fue más tarde donde viniera a albergarse el Gobierno de la República para llevar a efecto los Tratados [de Guadalupe-Hidalgo], que si nos quitaban una parte del territorio, salvarían cuando menos la dignidad de la Nación; y fue también donde cuatro lustros después se desarrollaran los últimos acontecimientos de un efímero imperio al decidirse la suerte de la República triunfante”.

Los constituyentes comenzaron a sesionar el 1 de diciembre de 1916 y lo que iba a ser una gran reforma a la Constitución de 1857 terminó por convertirse en una nueva Constitución, promulgada el 5 de febrero de 1917. Nuestra Carta Magna cumple 100 años y hoy sigue rigiendo, hasta donde se lo permiten, los destinos del país.

Constituciones van, constituciones vendrán

No cabe duda de que México es un país de leyes, aunque no tengamos un Estado de derecho funcional. Entre 1814 y 2017, hemos tenido siete constituciones. Cinco de ellas, entre 1814 y 1847; una más, la célebre constitución de 1857 —que tuvo una vigencia de 60 años— y finalmente la de 1917. Su denominador común: todas fueron producto de un movimiento armado o bien propiciaron uno.

El problema recurrente con las constituciones ha sido que ninguna pudo establecer un proyecto nacional a largo plazo, acorde con las circunstancias del país, y ninguna ha sido incluyente al momento de su redacción ni fue resultado de un verdadero pacto social.

La de Apatzingán de 1814 no pudo entrar en vigor debido a que fue promulgada en plena guerra de Independencia, pero incluso el propio Morelos reconoció que era “mala por impracticable”. Con la Constitución Federal de 1824 —la primera del México independiente—, la nación se organizó como una república federal, pero los constituyentes se inspiraron en una mala traducción de la Constitución de Virginia, equivocándose en un pequeño detalle que llevó al caos al país durante las siguientes décadas.

De acuerdo con la Carta Magna, a los miembros del Congreso correspondía designar al presidente y al vicepresidente de la nación mediante el sufragio secreto. El candidato que reuniera la mayoría absoluta de votos de las legislaturas sería presidente, pero “si dos tuvieran dicha mayoría, será presidente el que tenga más votos, quedando el otro como vicepresidente”. El Congreso no previó que siendo los candidatos presidenciales rivales de partido, el presidente y el vicepresidente electos serían invariablemente opositores entre sí, lo cual, por decir lo menos, paralizaría el ejercicio del poder.

La inestabilidad que provocó esta forma de elegir al presidente determinó años de inestabilidad política, rebeliones y golpes de Estado durante la primera mitad del siglo xix y, en el trance, la redacción de dos constituciones de carácter conservador, las siete leyes constitucionales (1836) —que derogó a la de 1824 y fue el argumento perfecto para la independencia de Texas— y las Bases Orgánicas (1843); ambas fueron defensoras de los fueros y privilegios de las clases acomodadas, y pretendieron dotar al Ejecutivo de facultades que subordinaban al poder Legislativo y al Judicial, en aras de mantener el orden y el control del país. De la primera, surgió el “supremo poder conservador” que podía anular una ley o decreto y declarar la incapacidad física o moral del presidente del Congreso; la segunda restringió la libertad de imprenta.

El federalismo volvió en 1847 —mientras Estados Unidos invadía México—, a través del Acta Constitutiva y de Reformas. En ella se establecieron las garantías individuales, se suprimió el cargo de vicepresidente que tantos problemas había causado en los años anteriores y se estableció el derecho de amparo.

Pero fue la Constitución de 1857 la que significó un parteaguas en el siglo xix. Partía del principio básico del liberalismo político: igualdad ante la ley, con lo cual acabó de golpe y porrazo con los fueros y los privilegios del Ejército y la Iglesia. Fue mucho menos radical de lo que se cree, pero la Iglesia y los conservadores hicieron berrinche, y el país terminó enfrascado en la Guerra de Reforma entre liberales y conservadores.

México parecía imposibilitado para convertirse en un país de leyes. Durante los siguientes diez años (1857-1867) el presidente Juárez gobernó por encima de la Constitución, gracias a que el Congreso lo dotó con facultades extraordinarias para enfrentar la situación del país —primero la Guerra de Reforma y posteriormente la resistencia contra la Intervención francesa y el Imperio de Maximiliano.

Pero si como ley no funcionó, don Benito transformó la naturaleza de la Constitución para convertirla en una bandera política, en la razón moral para encabezar la resistencia, lo cual le permitió justificar actos como su permanencia en el poder en 1865 —año en que concluía su periodo presidencial—, lo cual fue considerado una flagrante violación a la ley suprema, en la forma de un golpe de Estado.

Paradójicamente, con la Carta Magna de nuevo en vigor luego del triunfo de la República, el presidente Juárez —el hombre que había convertido a la Constitución en un símbolo—, fue el primero que intentó violarla al tratar de reformarla por medio de un plebiscito que no estaba contemplado en la ley suprema. Fue el escándalo político del año 1867 y quedó demostrado que la suerte de la Constitución dependía de la voluntad del gobernante, aunque lo asistieran buenas intenciones, como la necesidad de legitimar la extensión de su mandato que había hecho en 1865 en plena guerra contra el imperio.

Con el inicio del porfiriato, la Constitución del 57 fue perdiendo terreno frente a la realidad y ante el pragmatismo del Gobierno de Porfirio Díaz. Aunque la Constitución señalaba que México era una república representativa y democrática, hacia finales del siglo xix distaba mucho de serlo. Los derechos políticos habían desaparecido en los hechos frente a la paz y el progreso material. La Constitución se convirtió —en palabras de Justo Sierra— en “un bello poema” y la aplicación de la ley se volvió discrecional. El caudillo tomó en sus manos la responsabilidad de todo el país y ejerció su autoridad por encima de ella.

* Ilustración de María José Ramírez

La voz de los vencedores

La Constitución de 1917 recogió las demandas sociales, políticas y económicas que dieron sustento ideológico a la lucha armada desde 1910. Ése fue el gran triunfo de la Revolución, haber codificado lo que sólo existía como ideas o demandas. Innegablemente, los artículos sobre la educación (3), el derecho a la tierra y la reivindicación del suelo y del subsuelo como propiedad originaria de la nación (27), la cuestión obrera (123) y la relación Iglesia-Estado (130) mostraban una legislación nacionalista, moderna y vanguardista en cuestión social. Los mexicanos atestiguaron, así, el nacimiento del Estado revolucionario.

Sin embargo, en su discusión, la Carta Magna fue por completo excluyente. No fue resultado de un verdadero pacto social. Los constituyentes de 1917 defendieron y debatieron con libertad posiciones que transitaban del más férreo radicalismo hasta cierto grado de conservadurismo —el propio don Venus guardó una posición moderada frente a las grandes reformas sociales, su pasado porfiriano lo exigía.

Pero cualquiera que fuese la posición política, todos los constituyentes de Querétaro eran leales a Carranza. La Constitución fue obra de los vencedores. Sus enemigos fueron excluidos pero el gran mérito de don Venus fue haberles expropiado sus banderas ideológicas a lo largo de la lucha armada para darles forma en la nueva Constitución. Todos los detractores de Carranza fueron llamados “reaccionarios” por oponerse al avance firme y victorioso de la Revolución.

Pero los reaccionarios no eran solamente “las clases elevadas de toda la República y los próceres del Capital”. Ya en 1917 también lo eran todos los revolucionarios derrotados: villistas, convencionistas, magonistas y hasta los viejos maderistas que nunca apoyaron a don Venus. De la lucha zapatista no tenía mejor opinión, ni siquiera merecían el epíteto de reaccionarios: “El zapatismo no es reacción ni es nada”, expresó. Carranza quiso sepultar para siempre la historia de sus enemigos y les negó una curul en el Constituyente.

Por instrucciones del Primer Jefe, los constituyentes no se permitieron escuchar las voces de los derrotados. La Constitución se discutió y juró en el viejo teatro Iturbide —hoy de la República, en Querétaro—, sin la participación de los vencidos pero sí sobre sus restos. Una Constitución para el pueblo pero sin el pueblo.

Mañanitas y pastel

La historia de la Constitución actual podría definirse a través de la aplicación discrecional de la ley, la simulación, la retórica y la demagogia. En 100 años, la Carta Magna ha sido más una bandera política o el argumento perfecto para el discurso político que un marco jurídico para construir.

A lo largo de 100 años cada gobernante le ha metido mano a la Constitución para acomodarla a su “estilo personal de gobernar”, sin que se perciban cambios sustanciales en beneficio de la sociedad. La mayoría de esas reformas nunca fueron discutidas: el Congreso solía aplaudir y aprobar lo que el presidente proponía.

Luis Echeverría, con todo y su “arriba y adelante”, le metió mano a 40 artículos. José López Portillo quiso administrar la abundancia y defender el peso como perro modificando sólo 34 artículos. De la Madrid dejó a un lado “la renovación moral de la sociedad” y para hacer frente a la crisis económica de mediados de los ochenta, reformó 66 artículos; durante el sexenio de Salinas de Gortari, entre los aires modernizadores del neoliberalismo y el espejismo del primer mundo, se reformaron 55 artículos.

Durante el sexenio de Zedillo, los diputados le dieron “tormento a la Constitución” —frase acuñada en los años cuarenta por el cacique potosino Gonzalo N. Santos—, modificando 77 artículos. Los dos sexenios surgidos con la alternancia presidencial también se sirvieron con la cuchara grande: bajo el régimen de Fox se tocaron 31 artículos, Calderón casi se echa una nueva Constitución con 110 artículos reformados —la Carta Magna tiene 136 artículos— y finalmente el récord lo tiene Enrique Peña Nieto, cuyo Gobierno, hasta agosto de 2016, lleva 147 1 artículos reformados.

La Constitución cumple 100 años y está hecha jirones; la gran tragedia del centenario es que el sistema político fue incapaz de construir, en 100 años, un Estado de derecho funcional, una cultura de la legalidad y de encauzar un proyecto nacional a partir de ese marco legal. El 5 de febrero de 2017 celebraremos la efeméride histórica, no al Estado de derecho que nunca terminó de cuajar con la Constitución. Triste, pero no hay lugar para mañanitas ni pastel en el centenario de la Carta Magna. EstePaís

1 El número total de “artículos reformados” incluye las diversas reformas a un mismo artículo.

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