Corría 1994, tiempos complicados para el Estado mexicano. La
aparición pública del EZNL (enero), el asesinato de Luis Donaldo Colosio
(marzo), la elección presidencial (julio), el asesinato de Francisco Ruiz Massieu
(agosto), el cambio de gobierno y la crisis económica (diciembre). Ese año se
registró también la emergencia de grupos delincuenciales que iban más allá del
narcotráfico. Bandas de secuestradores en estados del centro y norte del país y
bandas dedicadas al robo de autotransporte en las rutas del sureste. El país
presentaba signos de descomposición que abonaban a la expansión del crimen
organizado. El viejo andamiaje político, que entre sus funciones atendía la
seguridad pública, ya presentaba fracturas desde los años 80. El avance
democrático, sin mecanismos de control, dejaba espacios cada vez mayores a la
corrupción y a la delincuencia organizada. México no contaba con una estructura
institucional para enfrentar el creciente reto de la inseguridad pública o para
contener la corrupción. Han pasado 24 años, cuatro administraciones —dos del
pri y dos del pan— y la estructura institucional para combatir la inseguridad
pública no presenta signos de mejora. La mayor parte de los programas
implementados en este lapso adolecieron de eficiencia, visión integral y
continuidad en sus esfuerzos. El tema ha sido motivo de preocupación de los
gobiernos en turno, pero la búsqueda de una fórmula exitosa ha resultado
siempre infructuosa. La seguridad pública del país está peor que nunca.
En 2012 hicimos un estudio en el que buscamos identificar
las fallas de la estrategia de la administración de Felipe Calderón.1
Entre las principales encontramos que había seguido una estrategia centrada en
la guerra contra el narcotráfico y no en la construcción de un esquema integral
de seguridad pública, con problemas graves de coordinación interinstitucional,
centrada en la acción policial y sin un esquema en el que dialogaran las
políticas sociales y las políticas de seguridad, construida de arriba hacia
abajo —de lo federal a lo municipal— con escasa o nula participación de las
comunidades; una estrategia que no logró articular el esfuerzo de estados y
municipios a los de la federación, que integró a los militares a la seguridad pública
sin considerar sus efectos y consecuencias y que no supo articular de manera
eficiente sus esfuerzos con el exterior.
La administración de Enrique Peña Nieto llegó con una amplia
agenda de reformas y cambios estructurales que abrió expectativas de solución.
Promovió el cambio estructural pero su estrategia menospreció dos temas que se
convirtieron en su estigma y provocaron su derrumbe: la corrupción y la
seguridad pública. Tlatlaya, en el Estado de México (junio 2014), Ayotzinapa
(septiembre 2014) y la “Casa Blanca” (noviembre 2014), marcaron el tono de su
administración y se convirtieron en emblemas de la descomposición del gobierno
y de las instituciones del Estado. Andrés Manuel López Obrador, perenne
aspirante a la Presidencia de la República, convirtió el descontento ciudadano
en su principal activo político y el combate a la corrupción en el eje de su
campaña electoral. Su intuición fue acertada y llegó a la Jefatura del
Ejecutivo Federal.
En las siguientes páginas intentaremos ilustrar al lector
sobre la naturaleza y dinámica de la seguridad pública, los elementos que la
componen y sus requerimientos básicos. A partir de estos elementos haremos una
reflexión paralela sobre la viabilidad de los planteamientos del nuevo gobierno
para enfrentar el problema.
La seguridad pública
como construcción
La premisa básica de la que partimos se refiere a la
naturaleza del problema. La seguridad pública se construye, no es un tema de ir
a perseguir a los malos a sus madrigueras, sino de quitarles los espacios de
operación y expansión. Sin duda la seguridad pública requiere de un componente
reactivo, pero en definitiva no puede verse solamente como un tema de policías
y ladrones. Detener delincuentes y desarticular sus redes es necesario, pero no
suficiente para construir ambientes seguros.
Los países que disfrutan de esquemas eficaces de seguridad
pública los han construido durante décadas y se sostienen en valores sociales y
políticos profundos. Alemania y Japón, responsables en gran medida de los
horrores de la Segunda Guerra Mundial, al ser derrotados debieron reconstruirse
a partir de cenizas y sus pobladores tomaron la decisión de salir adelante a
partir de sus experiencias previas de organización y construcción. Actualmente
el capítulo de seguridad de la guía turística del Japón se reduce a una frase
“una mujer puede transitar sola por cualquier ciudad o pueblo del Japón, de día
o de noche, sin riesgo para su seguridad”. Hoy existen al menos 30 países con
sistemas de seguridad pública realmente envidiables, al menos desde la
perspectiva de México. La mayor parte de los sistemas exitosos comparten tres
características. La primera: el principal sostén de los andamiajes de seguridad
pública son las policías locales, es el caso de países con historias y culturas
tan disímiles como China, Nueva Zelanda, Gran Bretaña, Canadá o Uruguay. La
segunda: la seguridad pública es una responsabilidad compartida entre
ciudadanos y autoridades, los ciudadanos confían en sus autoridades y la
autoridad trata con respeto y deferencia a sus ciudadanos. La tercera: tanto
ciudadanos como autoridades actúan en apego a la ley, por supuesto que en todos
lados se cuecen habas, pero son excepciones. En los sistemas que funcionan
predomina el apego a la ley y los sistemas de administración de justicia
funcionan razonablemente bien.
En todos los países donde funciona la seguridad pública,
entendida como seguridad ciudadana, existen agencias especializadas para
combatir el crimen organizado y para ello cuentan con instituciones robustas,
equipamiento y tecnología de vanguardia. Sus operativos son focalizados,
resultan imperceptibles para la mayor parte de la población y no afectan los
ambientes comunitarios. En México hemos pretendido resolver el tema de la
seguridad pública en la mejor tradición de las estructuras verticales de poder:
del centro a la periferia, de la federación a los estados y de los estados a
los municipios. La seguridad como un ejercicio de la autoridad frente a una
población pasiva y expectante. Ciudadanos en el papel, pasivos derechohabientes
en la realidad. En México denunciar o reclamar dista de ser buena idea, es
arriesgado o infructuoso. Es mejor aprender a aguantar. En eso de aguantar los
mexicanos somos altamente competitivos. Pero poco hacemos por mejorar.
La seguridad como
fenómeno multicausal
Los ambientes de seguridad o inseguridad son multicausales y
es compleja la tarea de generarlos y mantenerlos. Interrelacionar variables es
aún más complejo, sobre todo al tiempo de formular los programas e instrumentarlos
exitosamente. Hasta ahora el modelo mexicano no ha logrado encaminarse por esta
ruta. Existe desde hace años el enfoque multicausal de la seguridad pública en
el discurso y en los planes generales, pero al momento de aterrizarlo a
programas y acciones, cada dependencia opera por su cuenta; el esquema de
coordinación interinstitucional es precario o inexistente y esto sucede en los
tres órdenes de gobierno. Los programas de seguridad y los programas sociales
no se hablan. En el discurso y en los planes generales todos los aspectos son
igualmente importantes, pero al momento de asignar el presupuesto las
diferencias son gigantescas. En 2012 se estableció por primera vez un Programa
Nacional para la Prevención Social de la Violencia y la Delincuencia con Participación
Ciudadana (Pronapred) y se creó una subsecretaría para manejarlo. Los recursos
asignados al programa no llegaron al 1% del total destinado a policías y
fuerzas armadas.
En el estudio que realizamos en 2012 construimos un modelo
que contempla doce variables que inciden en la propensión a la violencia y la
inseguridad pública en México: (1) pobreza y marginación; (2) infraestructura
física precaria; (3) violencia intrafamiliar; (4) presencia de bandas y
pandillas; (5) presencia de delincuencia organizada; (6) presencia de armas,
drogas y alcohol; (7) presencia precaria de autoridad; (8) ambiente de
impunidad y procuración de justicia precaria; (9) debilidad institucional; (10)
bajos niveles de organización comunitaria y de cohesión social; (11) ausencia
de cultura de la legalidad; e (12) impactos transnacionales de la criminalidad.
Al analizar las variables encontramos que cada una merecería
atención focalizada para entender y atender su propia dinámica. Sin embargo,
por su naturaleza, podíamos agruparlas en cinco grupo: variables sociales (1 a
3), variables detonantes de violencia (4 a 6), variables institucionales (7 a
9), variables comunitarias (10 y 11) y variables internacionales (12). La
agrupación sectorial de las variables permite direccionar programas en función
de las instancias responsables. Como política pública el gran reto consiste en
armonizar las acciones en los distintos grupos de variables, para lograr un
resultado que efectivamente responda al carácter multicausal del fenómeno.
Variables sociales
Por mucho tiempo la pobreza y la marginación se consideraron
como causales mecánicas de la violencia y el delito. Está ampliamente
demostrado, en México y en otros países, que esta causalidad no es mecánica.
Otros factores deben incidir para que las personas en situación de riesgo se
conviertan en delincuentes. Campeche y Yucatán son dos de los estados más
pobres del país y están en los niveles más bajos de violencia y delincuencia.
Sin embargo, existen factores derivados de la pobreza y la marginación que
hacen a las personas más propensas a la violencia. Millones de mexicanos viven
en espacios familiares muy pequeños, en donde no existe la privacidad ni los
espacios mínimos para el debido descanso o para desarrollar tareas escolares. Está
comprobado que esta situación lleva fácilmente a traspasar las fronteras del
respeto, vuelve a las personas irascibles y desconfiadas. La ausencia de
respeto y privacidad deriva con frecuencia en violencia intrafamiliar, uno de
los problemas más serios que aquejan a la sociedad mexicana.
Sólo en casos extremos, por denuncia de familiares o
vecinos, interviene la autoridad y usualmente lo hace para sancionar a quien
resulte responsable. Este tema requiere de trabajadores sociales, psicólogos y
personal del sector salud. Avanzar en el tema en una comunidad implica la
participación y el compromiso de sus integrantes. Las organizaciones sociales
han jugado un papel importante en este ámbito para complementar y en muchos
casos sustituir al Estado. La descalificación a tabla rasa de las
organizaciones sociales, como lo ha hecho el actual gobierno federal, no abona
a la solución del problema.
Para las madres que van diariamente a trabajar,
particularmente las madres solteras o abandonadas, las guarderías son una
bendición. Van a trabajar por necesidad y, cuando su trabajo es digno,
encuentran un espacio de desarrollo personal. Dejar en casa a los niños
pequeños con los abuelos es como apostar a ver quién enloquece primero. En
general los padres ven por hijos y abuelos. El cuidado de los niños pequeños
requiere de profesionales. Claramente la actual política gubernamental en el
ámbito de las estancias infantiles resulta contraproducente.
Los espacios públicos son una extensión del hogar. La
ausencia de espacios públicos dignos y seguros para transitar, interactuar con
los vecinos y desarrollar actividades recreativas y de descanso, resulta
particularmente grave en las zonas marginadas. El rescate de espacios públicos
como mera obra pública, sin acompañarlos del trabajo social que esto implica,
es una solución trunca e incompleta. En un par de años volverán al deterioro, a
ser ocupados por las bandas juveniles o por los traficantes al menudeo. En los
años 80 del siglo xx, en Palermo, Sicilia, se dio una lucha definitiva entre la
mafia y el gobierno. El testimonio de Leoluca Orlando, alcalde de Palermo y uno
de los héroes en esta guerra,2 da cuenta del rol decisivo que jugó
el rescate de espacios públicos, resultado del trabajo conjunto entre
autoridades y comunidades. Para ganar esta guerra en ningún momento intervino
el ejército: fueron los jueces, las autoridades civiles y las comunidades
quienes la protagonizaron. La participación del gobierno central fue marginal.
Hasta ahora han sido claros los desaciertos del actual
gobierno federal en las variables sociales que sirven como factores de
contención y protección frente a la violencia y el delito. Menos claros son los
planteamientos para hacer algo distinto y sustituir lo que ya existía. Con
deficiencias, pero que funcionaba.
Variables detonantes
de la violencia
La presencia de drogas, armas y alcohol, de pandillas o
bandas juveniles y del crimen organizado, son detonantes de la violencia y el
delito, presentes en prácticamente todo el planeta. En Suecia, Burkina Faso, en
Japón y en Haití, nadie se salva. Son variables que han acompañado
prácticamente a todos los pueblos a través de su historia. La diferencia
estriba en los niveles de penetración de estos factores en cada sociedad. Esto
depende, por un lado, de la eficacia de los programas de prevención, contención
y sanción, a cargo de las autoridades. Por el otro, pero no menos importante,
de la tolerancia social a estas prácticas y del nivel de cultura de la
legalidad de su población. A pesar de la estricta legislación vigente en
materia de adquisición y posesión de armas de fuego, en México se han
convertido en herramienta de trabajo, moneda de cambio o eventual solución. En
climas de violencia e impunidad, las armas significan poder y respeto. Si a la
propensión a la violencia se añaden las armas de fuego y el consumo de
sustancias tóxicas, la combinación es mortífera. Poco se ha dicho sobre qué
hacer en este tema.
Cuando se habla de bandas juveniles con frecuencia se les
confunde con el crimen organizado. No son sinónimos, sino fenómenos con
orígenes, dinámicas y códigos distintos. El crimen organizado es un lucrativo
negocio al margen de la ley; las bandas juveniles, una forma de sobrevivencia y
búsqueda de identidad. En este aspecto el enfoque del actual gobierno es
pertinente. Los programas de la nueva administración dirigidos a jóvenes en
situación de riesgo, sin estudios ni empleo, aluden sin la menor duda a una
problemática muy seria en el país. Sin embargo, las soluciones planteadas no
necesariamente resuelven el problema. La mayor parte de estos jóvenes no tiene
formación, estructura ni habilidades para la vida, no se trata sólo un problema
de ingreso económico. Pretender resolver el tema con un año de beca y
capacitación para el empleo resulta simplista para atender una problemática
estructural cuya solución inicia en los ambientes familiares y en los sistemas
educativos. Adicionalmente, pretender que el gobierno federal tiene la
capacidad de administrar y dar seguimiento a este programa, es una quimera. Suena
más a campaña política que a programa de gobierno.
En las últimas dos décadas los gobiernos de la república han
colocado el combate al crimen organizado como la máxima prioridad en la agenda
de seguridad, como si fuera la principal causa de la inseguridad pública. Y la
situación de la seguridad pública no ha mejorado. Esto obedece a una razón
simple: sólo 5 % de los delitos son del orden federal y se vinculan con el
crimen organizado. Son los delitos del orden común los que conforman el grueso
de la inseguridad pública, los que permean cotidianamente en estados y
municipios, en las calles y en las comunidades. El crimen organizado se ha
expandido gracias a que existen condiciones para ello. Los programas locales de
seguridad son ineficientes e insuficientes y las puertas están abiertas para
los intrusos. En 2019 el actual gobierno federal decidió recortar los subsidios
municipales en materia de seguridad pública en 20%. Una decisión en la
dirección equivocada.
Variables
institucionales
Una de las mayores debilidades de la actual estrategia de
seguridad pública la encontramos en las variables institucionales. Los
gobiernos no pueden ser responsables de las acciones de sus antecesores pero
definitivamente lo son de sus propias iniciativas, logros y fracasos. Desde que
la seguridad pública se convierte en un problema mayor en la agenda nacional a
finales de siglo pasado, la mayor parte de los esfuerzos se han centrado en
fortalecer a las instituciones federales, en menosprecio de la policías
estatales y municipales que se mantienen en el tradicional abandono. La
tendencia a centralizar para resolver no ha funcionado. En la administración de
Felipe Calderón intentaron introducir un mando único para las policías
municipales desde los gobiernos estatales, que tampoco funcionó.
La precaria presencia de la autoridad en el tema de la
seguridad pública ha derivado en tres problemas graves: primero, la
ineficiencia e insuficiencia de las policías locales; segundo, la desconfianza
de la población en sus policías y la distancia creciente entre el policía y el
ciudadano; tercero, las malas prácticas de las policías, por la falta de
profesionalismo, honestidad y de controles por parte de sus superiores. La
corrupción es una resultante, no el origen de los problemas. En los países
donde la seguridad publica funciona, sus sistemas están blindados. Los policías
tienen una vida digna, su trabajo es valorado por la sociedad y por las
comunidades en las que trabajan. Las desviaciones se pagan y se pagan caro. La
situación se complica aún más cuando las policías se convierten en
delincuentes, por cuenta propia o se vinculan con el crimen organizado, el peor
de los escenarios. La impunidad es la puerta de entrada y la población queda
entonces en total indefensión, entre delincuentes uniformados y no uniformados.
Si a esto añadimos los sistemas de administración de justicia ineficientes,
parciales y contaminados, el estado de derecho se convierte en un espejismo.
El nuevo gobierno ha armado un tremendo galimatías con la
institucionalidad de la seguridad pública. La Guardia Nacional, que pretende
aglutinar fuerzas del orden heterogéneas, creadas con doctrinas y propósitos
distintos, ha causado un desorden sin precedente en el andamiaje institucional
de la seguridad. Llevan seis meses inventando estructuras y buscando los
cambios legislativos que las sustenten, mientras todos los delitos graves se
incrementan y no se ven visos de mejora. Lo que funcionaba a medias ahora lo
hace a octavas. Militarizar la seguridad pública es una de las principales
marcas del nuevo gobierno. El anuncio de las 266 regiones para manejar la
seguridad pública del país ha puesto en ascuas a gobiernos estatales y
municipales que no saben quién está a cargo y quién es el mando. Por lo pronto
los apoyos a estados y municipios se han reducido, lo mismo que el gasto
federal en seguridad. Los militares, otrora fuerzas de apoyo en las tareas de
seguridad pública, ahora deben asumir toda la responsabilidad. Eran el último
recurso y ahora son los responsables directos. Si ellos fracasan ya no hay a
quien recurrir. Una de las decisiones más delicadas y riesgosas adoptadas por
un presidente de México.
Variables
comunitarias
La estrategia vertical de seguridad pública, ahora llevada
al extremo al dejar el mando a los militares, ubica a la seguridad ciudadana en
el último reducto. Tradicionalmente las comunidades han sido poco partícipes en
la construcción de ambientes seguros, dada la distancia y lejanía con las
autoridades. Un esquema de seguridad militarizado provoca temor entre la
población, el temor genera desconfianza y la desconfianza abre mayores brechas
entre ciudadanos y autoridad. Tradicionalmente las autoridades han marcado la
pauta en materia de ausencia de cultura de la legalidad. Peor aún, al paso del
tiempo las comunidades se han vuelto más tolerantes a las malas prácticas y la
propensión a involucrase en ellas es cada día mayor. Es mejor negocio tomar el
atajo que recorrer todo el camino.
Los programas de prevención social de la violencia y el
delito del anterior gobierno estaban en la dirección correcta. Su
instrumentación enfrentó muchos obstáculos, derivados de los vicios existentes
en las instituciones responsables de instrumentarlos, pero estos escollos son
superables. La decisión de terminar con el programa en 2016 fue un enorme
desacierto y en el actual gobierno no existe una sola partida asignada a este
propósito. La subsecretaria a cargo del tema no cuenta con presupuesto para
hacer programas. En la instrumentación de los programas del Pronapred las
organizaciones sociales eran el pivote de implementación. Ahora están borradas
del mapa, por decreto presidencial.
En la lógica del actual gobierno esto aparece como una total
contradicción. Si su mayor interés es favorecer a los desposeídos —quienes más
padecen las consecuencias de la inseguridad pública, del abuso de los policías
y de las ineficiencias de la administración de justicia—, las decisiones de la
actual administración parecen ir en la dirección opuesta. ¿Quién se hará cargo
de los programas para combatir la violencia intrafamiliar? ¿Para rescatar
espacios públicos? ¿Para orientar a niños y jóvenes hacia conductas no
violentas?, ¿Para promover la cultura de la legalidad?. ¿Los militares? A todas
estas preguntas los planteamientos del gobierno federal no parecen tener
respuesta. Este es uno de los temas más preocupantes de la visión de la
seguridad pública de la actual administración.
Variables
internacionales
La cooperación internacional puede ser un factor de
invaluable ayuda para la instrumentación de políticas públicas de seguridad, en
tres vertientes. La primera, el aprendizaje de experiencias, metodologías y
sistemas para resolver complejos casos de corrupción, lavado de dinero, fraude
cibernético, etcétera; buenas prácticas e historias exitosas. La segunda, el
apoyo en sistemas y tecnología para las tareas de seguridad públicas, que
ciertamente va más allá del armamento y los helicópteros. La tercera, quizás la
más importante, la posibilidad de compartir información de inteligencia para
combatir al crimen organizado, el lado oscuro de la globalización y sin duda
uno de los fenómenos trasnacionales más complejos.
México en distintos momentos ha aprovechado estas tres
vertientes, pero desafortunadamente estos esfuerzos se han visto truncados con
los cambios de gobiernos y de prioridades. Nada escuchamos actualmente sobre
esfuerzos de cooperación en estos ámbitos, me temo que no existen. Las
fotografías del primer mandatario con la señora Bachelet, asegurando la
cooperación de Naciones Unidas para la formación de la Guardia Nacional en
materia de derechos humanos y uso moderado de la fuerza, no dejan de
sorprender. Nuestras policías y militares se han visto saturados de estos
cursos, pero sus actuaciones dependen de sus mandos y códigos. Un gobierno
volcado hacia adentro, cuyas preocupaciones internacionales se remontan a hace
quinientos años, difícilmente podrá aprovechar esta valiosísima veta de la
cooperación internacional.
Balance temerario
No hay mejor noticia para los delincuentes comunes y para el
crimen organizado que el desorden institucional. Mientras los políticos se
ponen de acuerdo, los delincuentes se aplican en sus quehaceres: poco les
importa si el presidente tiene mayoría o lo que diga en sus mañaneras. La
cuarta transformación les resulta indiferente y, mientras más caos provoque,
mejor para ellos. Policías federales, marinos, soldados, presidentes
municipales, directores y secretarios de seguridad en estados y municipios,
todos están a la espera de cómo habrá de funcionar el nuevo sistema nacional de
seguridad pública. Ni la Secretaría de Seguridad Pública ni el Secretariado
Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Publica emiten instrucciones o
líneas de acción. En seguridad pública el que manda es el que carga con los muertos.
En este ámbito la ausencia de reglas claras lleva a la inacción.
En los hechos concretos lo único que sabemos es que se han
incrementado los delitos que conllevan prisión antes del proceso, un claro
retroceso a los avances logrados. Sabemos también que ahora los militares serán
responsables de la seguridad pública. Sobre cómo a partir de esto habrá de
organizarse el país para ser más seguro, solo existen especulaciones. Es muy
preocupante que en el ámbito de la seguridad pública —y no es el único— se viva
un proceso de deconstrucción institucional de lo que existía, uno de los
caminos de mayor riesgo que puede tomar un gobierno. Con todas las deficiencias
e insuficiencias que le podamos atribuir a las instituciones construidas en las
últimas décadas, son las que tenemos. Mejorarlas es bueno y ajustarlas es sano,
si existe sustento técnico y se hace para incrementar su eficacia.
Desaparecerlas porque eran de la pérfida etapa de la corrupción, resulta
estremecedor, pues sin instituciones nada funciona y construir nuevas es un
reto mayúsculo.
Además de eficientes, aspiramos a que nuestras instituciones
de seguridad pública sean democráticas, a que exista transparencia y se
respeten los derechos humanos. No sabemos lo que sucede en las reuniones
diarias sobre seguridad. No son tema de las mañaneras. Imposible, al menos para
el que esto escribe, entender el lugar que juega la cuarta transformación en la
seguridad pública. EP
1 “Factores que propician la violencia y la inseguridad:
apuntes para una estrategia integral de seguridad pública en México”, México,
Grupo Coppan S.C., 2012.
2 Leoluca Orlando, Hacia
una cultura de la legalidad: la experiencia siciliana, México, Universidad
Autónoma Metropolitana, 2006.
Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.
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