Muchas experiencias habían quedado fuera o fueron agrupadas como “múltiples acosos callejeros”, “manoseos en el transporte público” u otras fórmulas que daban cuenta de la normalización de una violencia insistente y muy difundida. La relación con G., en cambio, quedó fuera del testimonio porque no sabía dónde acomodarla en el espectro de los abusos y las violencias de género.
Muchas experiencias habían quedado fuera o fueron agrupadas como “múltiples acosos callejeros”, “manoseos en el transporte público” u otras fórmulas que daban cuenta de la normalización de una violencia insistente y muy difundida. La relación con G., en cambio, quedó fuera del testimonio porque no sabía dónde acomodarla en el espectro de los abusos y las violencias de género.
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Llevaba año y medio viviendo en Canadá. Estaba estudiando el doctorado y desde abril del año anterior intentaba, junto con mi hermana, mantener duelo.org.mx, una página web que habíamos lanzado en coincidencia con el hashtag de #MiPrimerAcoso en la que recopilábamos testimonios de mujeres sobre sus historias de acoso y violencia de género. Subíamos textos diariamente y recibíamos decenas de correos al mail cada semana, pero el tema de la distancia —mi hermana estaba en México— y el limitado tiempo que podíamos dedicarle a la página comenzaban a hacer cada vez más difícil la posibilidad de seguir adelante con el proyecto. Cuando las exigencias del doctorado todavía no mermaban mi entusiasmo y energía, subía textos a Duelo muy temprano y los fines de semana. Una de esas madrugadas recibí un correo de G.
sáb., 4 feb. 2017 5:51
“La Dosis Perfecta”
Hola Anita,
Ayer bailando (sí aún
bailo) esa gran “rola” La dosis perfecta, irremediablemente me acordé de ti.
Y me pregunté cómo
estará.
¿Cómo estás?
¿Qué tal tu vida en
Canada? Y la vida de casada!!!
Cuéntame algo.
Un beso grande desde
Barcelona.
G.
Muchas cosas me molestaron de ese mensaje. En principio
las mayúsculas a la norteamericana, pero, además, ¿desde cuándo era Anita para
nadie? ¿Por qué le resultaba irremediable pensar en mí con esa horrible canción
a la que llamaba “rola”, así, entre comillas, no sé si por su edad o la falta
de actualización en su mexicano? Por mi parte, podía imaginarme, a los quince años, brincando
al ritmo de esa canción con mis amigos en algún enorme terreno enlodado de
Tepepan o en el Bar Milán, al que podía entrar sin credencial de elector porque
mi novio tenía 30 años y nadie pensaba que una persona en su sano juicio se
expondría así a que lo acusaran de estupro. Pero más que otra
cosa, me molestaba el tono despreocupado: ¿en serio no se entera de las
discusiones que se están poniendo sobre la mesa en redes sociales, en la
academia, en los medios y hasta en espacios públicos? ¿No se siente ni
mínimamente expuesto? A lo mejor precisamente me escribe para ver qué tan
comprometido está.
En 2016, poco antes de que las redes sociales en México
se saturaran de anécdotas de mujeres de todas las edades exponiendo sus
historias de acoso, mi
hermana subió a Facebook un largo recuento de las experiencias de acoso y
violencia de género que podía recordar y decidí, como muchas otras mujeres
entre sus contactos, acompañarla por escrito con mi propio testimonio.
Mi historia definitivamente no era exhaustiva, aunque empezaba a los nueve años
y seguía hasta mi último trabajo en México antes de irme a vivir a Montreal por
un tiempo. Muchas experiencias habían quedado fuera o fueron agrupadas como
“múltiples acosos callejeros”, “manoseos en el transporte público” u otras
fórmulas que daban cuenta de la normalización de una violencia insistente y muy
difundida. La relación con G., en cambio, quedó fuera del testimonio porque no
sabía dónde acomodarla en el espectro de los abusos y las violencias de género.
Escribo en el buscador “La dosis perfecta” y aparece un
acceso directo al video de un concierto en vivo con el siguiente pie de imagen:
Panteón Rococó – La Dosis Perfecta (así con altas). Sí, la canción salió en
1999, a mis quince o dieciséis años.
6 de agosto de 1999
Bueno, hace mucho que no escribía. Releí todo mi diario y
me movió mucho, no sé, como que volví a sentir todo lo que sentía mientras
escribía cada página y creo que es un gran golpe, sobre todo la última página
me recordó todo el sufrimiento que sentía y el desorden sentimental que no me
dejaba, pero hay muchas nuevas e increíbles cosas que contar desde entonces.
[…] Fue el campamento de Zacatecas el 18 de mayo, el 21, G. me dijo que
quería hablar conmigo y, por alguna razón, yo sabía que no iba a ser una
plática de trabajo. Estuve fantaseando todo el día y volviendo al hotel se dio
la oportunidad de hablar justo en una terraza hermosa (creo que ahora la veo
más hermosa todavía). Me dijo que era muy difícil estar conmigo, verme y no
hacer nada, y entonces sucedió lo inesperado o, más bien, lo que yo tanto había
esperado… G. y yo nos besamos.
Para mí la historia empezó mucho antes. Yo diría que en
1996, cuando tenía 13 años.
Iba en una de esas escuelas que, en principio, decían
seguir modelos pedagógicos humanistas como los de Freinet o Bartolomé Cossío,
pero en donde, en la práctica, poco se alcanzaba a percibir de capacitación
pedagógica alguna. Era una escuela que formaba parte de una segunda oleada de
centros educativos que surgió como réplica de las escuelas fundadas por exiliados
españoles en México, pero, mientras aquellas tenían como referencia la
experiencia de las Misiones Pedagógicas o de la Institución Libre de Enseñanza,
en estas lo que parecía abundar era la buena voluntad.
Algo que caracterizaba a mi escuela era lo que llamaban
la “atención formativa”, que se traducía en un equipo de supuestos
profesionales en psicología encargados de supervisar el desarrollo personal y
el avance académico de los alumnos, así como la sana relación entre las
personas al interior de los grupos. Esto implicaba que cada grupo estaba a
cargo de un asesor formativo que tenía la responsabilidad, por un lado, de
seguir de cerca el proceso de cada estudiante y, por otro, de promover la
integración del grupo a su cargo a través de la clase de “Desarrollo Humano”,
donde una vez por semana se ponían en práctica distintas dinámicas con ese
objetivo. Además, había dos grandes eventos al año asociados a esta “atención
formativa”: el campamento de Desarrollo Humano, donde el grupo pasaba un fin de
semana en alguna locación fuera de la ciudad para convivir y relacionarse fuera
del entorno escolarizado, y el campamento de trabajo, donde los grupos salían
por cuatro o cinco días a alguna ciudad de la República con el fin de trabajar
en equipos en el desarrollo de una investigación específica.
Pues bien, durante el campamento de trabajo de segundo de
secundaria a Tlaxcala —tierra que hoy es mayormente conocida por la trata de
personas, pero esa es otra historia— mis amigas y yo teníamos la misión de hacer
entrevistas, reportajes, tomar fotos y redactar notas culturales para redactar
una revista sobre la región. Pese a que éramos probablemente el equipo que
mejor trabajaba y las que mejores notas tenían en el salón, nos asignaron como
supervisor a G., un exalumno quince años mayor que nosotras, con inquietudes
artísticas y una carrera trunca en psicología, que fungía como asesor formativo
de varios grupos de la escuela. Normalmente, los asesores formativos
supervisaban a los equipos de estudiantes más problemáticos, así que no
encontramos justificación evidente para que él nos fuera asignado, pero tampoco
conseguimos nada con nuestros reclamos: G. era nuestro supervisor y nos
acompañaba a cada una de nuestras actividades.
Tal vez por mi descontento inicial —así lo creía
entonces, ahora ya no me atrevo a afirmarlo— G. tenía particular interés en
caerme bien y lo logró con bastante facilidad. Para la noche del primer día del
campamento yo ya estaba confesándole a mis amigas que me gustaba nuestro
supervisor.
En esos días en Tlaxcala descubrí muchas cosas de G. Su
edad, que estaba casado y, para mi sorpresa, que yo no era la primera alumna
que se enamoraba de él. Como parte de las personas que habían ido a supervisar
a los distintos equipos de investigación, había también tres estudiantes del
último año de CCH. Una de ellas, pongámosle Amanda, pasaba mucho tiempo con G.:
desayunaban y cenaban juntos, y una noche fueron a buscar solos un pastel al
Centro porque alguien de mi salón cumplía años.
El último día, durante nuestro tiempo libre, no sé cómo
mis amigas y yo terminamos yendo a tomar un café con Amanda, y cuando una de
mis amigas mencionó que me gustaba G., Amanda nos contó que él había sido su
asesor formativo durante la secundaria y que, desde primero, se había enamorado
de él. En tercero, cuando pensó que se iba a ir a vivir a otro país, le
escribió una carta confesándole su amor, pero sus planes en el extranjero se
frustraron y regresó a México y a la misma escuela. Amanda nos dijo que ya no
estaba enamorada de él, que se le había pasado y que, en cambio, tenían una muy
buena amistad.
Durante el resto del año me dediqué a mirar a G. en cada
uno de los recreos. Tenía la total convicción en que, si cumplía con mis
brujerías, terminaría enamorándose de mí, así que cada día colocaba, en un vaso
tequilero de metal —idéntico a uno que G. se había comprado en una tienda del
centro de Tlaxcala—, un poco del pinole que él me había regalado
despreocupadamente en el mercado. Sobre ese “sustrato” clavaba dos varitas de
incienso, una de rosas y otra de lavanda, que, según tenía entendido, servían
para atraer el amor. Encendía una y, al consumirse, la otra, y cada vez que lo
hacía repetía en voz baja: “que G. se enamore de mí, que G. se enamore de mí”.
También conseguí el teléfono de su casa y lo marcaba cada vez que mis
esperanzas menguaban o cuando la ansiedad se volvía insoportable. Así empezó
una historia de obsesión adolescente que bien pudo haber permanecido en esa
categoría, si no hubiera encontrado en G. a una persona tan poco considerada
como para hacer caso omiso del poder que tenía sobre la adolescente que era yo
entonces.
“Mi hermana subió a Facebook un largo recuento de las experiencias de acoso y violencia de género que podía recordar y decidí, como muchas otras mujeres entre sus contactos, acompañarla por escrito con mi propio testimonio.”
En cierto punto, la desesperación ganó terreno y, después
de ver Romeo y Julieta, la de Di Caprio y Danes, fui a mi casa y le marqué. Esa
vez no me quedé callada.
—¿G.?
—Sí.
—¿Sabes quién habla?
—No.
—Mejor. Ok, te voy a decir algo, pero
por favor no digas nada. Es sólo para desahogarme, haz como si no hubiera
pasado nada, ¿sí?
—Sí.
—Ok. Bueno, todas las llamadas del mundo, ¿sabes? Fui yo. Sólo quería oír
tu voz. No sé bien con qué objeto, creo que sólo porque te amo… ¡Ah!… soy
Ana.
Los días siguientes en la escuela me dediqué a inventar
nuevas y más eficaces estrategias para evitar a G., pero en algún punto fue
inevitable y tuve que ir a hablar con él:
—Tú sabes que soy un hombre casado, podría decir aparte que te doblo la edad, pero a decir verdad eso nunca me ha importado y, no es por payaso, no me siento un Don Juan de Marco, pero ya me ha pasado algo así un par de veces y veo dos opciones: la primera (recomendada por los adultos) es cortar por lo sano, y la segunda, que creo un poco más humana y me ha resultado bien, es llevarla tranquila y, bueno, cuando me ha pasado esto he acabado teniendo una linda amistad con la otra persona. ¿Qué te parece?
—Bien.
—¿Cómo estás?
—Bien.
—Entonces, ¿cuál te parece mejor?
—La segunda.
—Bueno… ¿todo bien?
—Sí.
Cuando
pasé a tercero de secundaria, la escuela cambió de local y me quedaba todavía
más lejos que antes. Tras la primera semana de clases, yo todavía no tenía
resuelto el asunto del transporte y con la ruta más corta en pesero hacía casi
dos horas de camino, así que cuando vi que G. estaba a punto de subirse a su
coche, no dudé en pedirle aventón. Sé que para entonces ya había superado la
obsesión del año pasado, pues de otra manera, aun cuando sabía que vivía no muy
lejos de mi casa y que era un aventón inigualable, no me habría animado a
preguntarle nada.
A partir de entonces el regreso a mi casa se volvió cincuenta
minutos más corto, aunque no me hubiera importado, bajo las nuevas
circunstancias, que durara las dos horas completas. Diariamente volvía de la
escuela con G. y en el trayecto hablábamos de todo, nos reíamos, oíamos música,
incluso empezó un intercambio de regalos de ambas partes, generalmente casetes
de “varios” con canciones cuidadosamente seleccionadas o dibujos que él hacía.
En ningún otro lugar encontraba la posibilidad de hablar de mis amigas, de las
peleas con mis papás, de mi novio sin obtener una mirada de reprobación a
cambio. No sólo eso, sino que G. también me contaba cosas, no como a una niña
que no entendía o que todavía necesitaba aprender más de la vida para poder
entenderlas, sino como a una persona adulta y con criterio.
Anuario de secundaria. Julio de 1998
Para mí es muy importante encontrar personas que me den
tanta confianza como lo haces tú.
No sé, es un mundo tan grande y encontrar personas con
las que se pueda uno sentir tan bien.
Tantos mundos,
tantas gentes,
tantos lugares
y coincidir, ¿no te parece emocionante?
Sé de antemano que a partir de ahora seremos buenos
amigos pues compartir contigo el cine, la música, los aventones y la vida es un
gran regalo.
Te quiere,
G.
En la fiesta de graduación de secundaria conocí a alguien
de quien me enamoré y con quien empecé un noviazgo muy intenso. Esa relación,
por comparación, me permitió ubicar a G. como “mi mejor amigo”.
3 de septiembre de 1998
Bueno, pues lamento que sea así como empiece este diario,
pero necesito escribirlo. Hoy fue realmente el peor día de mi vida. En la
escuela tuvimos Desarrollo Humano y G., que ahora va a ser asesor del grupo,
nos puso una dinámica, ahí medio sacada de la manga, que conllevaba a un punto
muy importante: el cambio de amigo a asesor. En pocas palabras, dijo que quería
cambiar la relación que tenía con los que eran sus amigos, pasar a una relación
entre asesor formativo y estudiantes. Prácticamente, esta seción de DH fue para
mí, te juro que casi lloro. De hecho, no lloré porque no me gusta llorar en
frente de otras personas, pero se me pasaron mil cosas por la cabeza, como que
todo este tiempo de amistad iba a valer gorro sólo por la escuela, pero pensé:
la neta, si eso es lo que él quiere, pues bueno, va a ser sólo mi asesor. Y me
porté así, como si sólo fuera mi asesor. Obviamente se dio cuenta y fuimos a
hablar. Me dijo que no era que él quisiera, si no que se corría un rumor de que
él y yo andábamos y de que sólo me ponía atención a mí, así que nos teníamos que
alejar en el aspecto formal, pero que podíamos seguir compartiendo nuestros
tiempos libres sin hablar necesariamente de asesor a asesorada.
La relación entre G. y yo no se distanció en absoluto;
por el contrario, me atrevería a decir que esa sesión de DH sirvió de pantalla
frente al resto del grupo para poder mantenernos tan cercanos como siempre. De
hecho, en cuanto G. se volvió asesor del grupo, yo tenía mayor justificación
para pasar tiempo con él no sólo durante los aventones, sino también en el recreo
o para buscarlo entre clases en su cubículo. Me pregunto qué genio habrá estado
a cargo de asignar el asesor formativo para cada grupo.
Una vez que me quedé con G. en su cubículo y le pregunté
por los documentos que había en los archiveros, me contó que ahí tenía el
expediente de todos nosotros y quise saber qué decía el mío.
—¿Puedo verlo?
—En realidad no deberías.
—Ay, ya, G. Déjame verlo.
El fólder verde pistache contenía, entre muchísimas otras
cosas, unos dibujos que yo había hecho durante el examen psicométrico de
ingreso a la secundaria, la famosa trinidad de la psicología clínica: la casa,
el árbol y la persona. No recuerdo cómo era el árbol o la persona que dibujé,
pero me acuerdo de una casa de techo redondo —al mejor estilo de la aldea pitufa—
cuyas “tejas” eran pequeñas espirales en secuencia repetida. Las paredes de la
casa eran de madera, así que también había dibujado cada una de las tablas, las
estrías de la madera y uno que otro nudo de color más oscuro. En el espacio del
cielo, sobre la casa, había anotaciones de mi asesora de secundaria: Idealismo.
Perfeccionismo, posible trastorno obsesivo-compulsivo. Regresé de inmediato el
dibujo a su lugar y salí con una sensación desagradable que no me preocupé por
identificar.
Aunque muchas cosas pueden dar cuenta de que G. tenía una
ventaja evidente sobre mí, sobre mi capacidad de decidir y una enrome
influencia sobre mi juicio, creo que el indeleble malestar de ese momento ha
jugado parte importante en mi revisión de la historia. Aquella sensación, si
tuviera que describirla hoy, era un sentimiento de traición.
El 17 de septiembre de 1999 escribí en mi diario un
recuento de mi historia con G. El momento de nuestro primer beso aparece en
clave de comedia romántica:
[…] A la noche, después de cenar, se dio la oportunidad
de estar solos en la terraza del hotel y entonces lo dijo: “Ha sido muy difícil
estar contigo y no hacer nada”. Se acercó, me acerqué y sucedió: nos besamos.
Ahora que lo pienso, recuerdo que me pareció el beso más dulce, rico y largo de
mi vida. No podía creerlo, ¿qué estaba pasando? No era real, no podía serlo.
¿Tanto tiempo y él se sentía igual? ¿Cómo besa tan bien con esos dientes tan
feos? ¿Cómo es que hace tanto que no veo sus dientes? ¿En qué momento se
enamoró de mí? En todo esto pensé en un parpadeo.
—Vámonos de aquí, por favor— alcanzó a
decir.
Al día siguiente, cuando yo creía que estaba muy cansada
o que lo había alucinado todo, me dijo:
—Hay tres cosas que quiero decirte. La
primera: ¿cómo estás?
“Ya salió su pregunta comodín”, pensé.
—Bien.
—La segunda: no quiero que cambie
nuestro tipo de relación.
—No te preocupes, yo tampoco.
—Y la tercera… No, luego te la digo.
Después de desayunar fue a arreglar sus cosas, pues se
iba antes que los demás, y logramos quedarnos a solas. Entré a su cuarto.
—La tercera es que me quedé picado.
Nos besamos con las ganas con las que se toma un vino
después de dejarlo reposar por varios años
—Ya sé qué les das a tus novios— dijo y
salí del cuarto.
Volviendo a la ciudad fuimos a tomar un café (él me
habló) y estaba segura de que todo se iba a acabar. Cuando lo vi esperándome,
sentí entre orgullo, felicidad y ternura. No sé, todo junto, y pensé que, si
todo iba a acabarse, lo besaría por última vez, así es que subí al auto y lo
hice. Platicamos sobre cómo estaban las cosas y lo que íbamos a hacer y
decidimos seguir con esto.
Y sí, seguimos durante mucho tiempo viéndonos a
escondidas, en casa de amigos suyos, en la casa de fin de semana de su familia,
a la que entrábamos por la ventana. Yo decía que iba a casa de distintas
amigas, que no siempre estaban enteradas de mi plan, y él supongo que inventaba
alguna otra excusa frente a su esposa. Pero inevitablemente empezamos a bajar
la guardia y una vez alguien de la escuela nos vio en el cine. A él lo
corrieron —aunque deben haberle dado una carta de recomendación bastante buena,
porque al poco tiempo empezó a dar clases en una preparatoria donde le pagaban
tres veces mejor— y su esposa lo dejó en cuanto supo que seguíamos viéndonos; a
mí me invitaron amablemente a irme a otra escuela, pero no quise dejar a mis
amigos y me quedé.
“De modo que nuestra relación se fue haciendo cada vez más asfixiante. Antes de que terminara la prepa —quería ir sola a mi fiesta de graduación—, decidí cortar con G.”
Nunca supe muy bien qué pasó en el momento exacto en que
mis papás se enteraron de que salía con G. Al parecer mi papá estuvo a punto de
ir a golpearlo afuera de su nuevo trabajo y mi mamá tuvo que intervenir para
que eso no pasara. Sé que, después de largas discusiones, decidieron dejar que
G. y yo siguiéramos saliendo pues el mayor miedo de ambos era que la
prohibición me llevara a escaparme con él en cuanto cumpliera la mayoría de
edad, para lo que cual ya no faltaba tanto. Y tuvieron razón, porque sin el
factor “secreto”, la relación con G. se empezó a volver insoportable: a mí no
me gustaban sus reuniones donde nadie bailaba y sus amigos no eran precisamente
mis personas favoritas, empezando por un gordo que me decía “la infanta” y se
burlaba de que yo casi no hablaba; yo no invitaba a G. a mis fiestas porque
hacerlo era poner incómodos a mis amigos, que se sentían demasiado inhibidos
como para actuar con naturalidad frente al asesor. De modo que nuestra relación se fue haciendo cada
vez más asfixiante. Antes de que terminara la prepa —quería ir sola a mi fiesta
de graduación—, decidí cortar con G.
—¿Y me lo dices así? ¿Qué intentas, cortarme como a uno de tus noviecitos de la secundaria? ¿Sabes todo lo que dejé por ti? Me arruinaste la vida. ¿Pretendes terminar conmigo así nada más?
—No es que pretenda nada, es que esto ya se acabó.
G. salió azotando el portón de entrada. Siguió
llamándome, buscándome en la esquina de mi casa. Alguna vez nos vimos y
volvimos a intentarlo muy brevemente, pero sólo sirvió para confirmar que yo ya
no quería estar con él.
Unos
meses después me enteré de que se había ido a vivir a España. Por algún tiempo
pensé que las circunstancias habían tenido algo que ver: que la terraza con
vista nocturna a la ciudad de Zacatecas había jugado parte importante al crear
la atmósfera idónea para que G. y yo nos besáramos por primera vez o que el
azar se había encargado de propiciar las circunstancias para que G. y yo
estuviéramos a solas tantas veces. Pero, sobre todo, estaba segura de que había
sido yo quien, impetuosa, lo había sorprendido con un beso; había sido yo
quien, con mi insistencia, había terminado por seducir a aquel hombre que había
puesto su vida en jaque por mi capricho adolescente.
En un viaje que G. hizo a México, la única vez que nos vimos después de que se fuera a Europa (me parece que en 2010 o en 2011), volvió a decir —cervezas de por medio— que le había arruinado la vida, aunque —y esta es la parte que el tiempo le permitió enmendar en retrospectiva— gracias a eso había podido rehacer su vida en otro lugar. En otras palabras: cuando G. y yo empezamos a salir, G. ya era él. Estoy casi segura que a él le gusta bailar “La dosis perfecta” igual que como le gustaba en 1999 o con alguna variante menor añadida por el tiempo, pero yo todavía no era del todo yo; a mí la canción me parece espantosa, pero sé que a mis dieciséis años bailaba eufóricamente casi cualquier cosa que me permitiera dejar de pensar, al menos por un segundo, en la horda de emociones cruzadas que me habitaban y que no sabía bien de qué manera acomodar.
Aquella vez frente a G., a diferencia de muchas
discusiones en que yo sólo me callaba y escuchaba como si se tratara de un
regaño, le dije sin ningún temor que cuando todo empezó, el adulto era él, y
que quien tenía criterio para tomar las decisiones con suficientes
herramientas, en teoría, era él. Le dije también que, si creía que su vida en
algún punto se había arruinado, el responsable, de hecho, era él mismo y que,
llegado el caso, había hecho un buen trabajo complicando la mía. Me atrevo a
pensar que G. llevaba años entrenado en ignorar cualquier comentario que
cuestionara su propia versión de la historia o la forma en que consideraba el
criterio de una adolescente de dieciséis años, pero tras decir lo que tenía que
decir, sentí una necesidad urgente de irme de ahí. La escena de aquel hombre
recriminándome por sus errores del pasado me pareció patética y G., sentado
frente a mí con canas, arrugas y aliento alcohólico, me resultó profundamente
desagradable… como “La dosis perfecta.”
Hace unos meses, en mi cumpleaños, G. volvió a
manifestarse con un mensaje automatizado por Linkedin: “¡muchas felicidades!”.
Fue así que me acordé del último correo que había recibido de él y que hasta
hoy había dejado sin responder.
mar., 7 feb. 2017 16:39
“Toc toc”
Hola,
Todo bien?
Te envíe un email hace
unos días y quería saber si lo recibiste.
Un saludo EP
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