Polvo suspendido

Presentamos un fragmento de Polvo suspendido, de Mónica Lavín. Un libro en proceso de escritura donde la autora narra su experiencia en el terremoto de septiembre de 1985, cuando estaba embarazada de su primera hija.

Texto de 07/09/20

Presentamos un fragmento de Polvo suspendido, de Mónica Lavín. Un libro en proceso de escritura donde la autora narra su experiencia en el terremoto de septiembre de 1985, cuando estaba embarazada de su primera hija.

Tiempo de lectura: 12 minutos

El teléfono nos despertó. Sé que las horas tempranas de la mañana son las mejores para soñar. ¿Con qué sueñan las mujeres en los días finales del embarazo? El cuarto aún en penumbra. Me apresuré a contestar a esa hora extraña. Alguien al otro lado de la línea se quedó callado. Sin esa llamada, en la que sólo escuche aquel zumbido a una hora impertinente, tal vez no me hubiera levantado y hubiera sido peor. Fui al baño. Aquel día se cumplían los nueve meses de embarazo, ese cálculo probable que hacen los ginecólogos. El volumen de mi vientre era estorboso. Apenas abrir la puerta, sentí un mareo. Los había sentido en los primeros meses, pero desaparecieron aunque no se habían llevado mi náusea frente al café ni mi deseo de jugo de tomate (cuando suele ser al revés, adoro el café y detesto el jugo de tomate). Observé las toallas de baño que colgaban de un tubo. Creo que eran azules o blancas, cómo puedo haber olvidado su color si fueron ellas las indicadoras de que el mareo no era sólo mío. Desde ese suave aleteo de la tela afelpada, la aceleración ocurrió vertiginosamente. “Está temblando”, le grité a Emilio. Para cuando él salió de la recámara de aquel departamento de la colonia Juárez, en el estrecho pasillo ya el librero se meneaba como si fuera a vaciar su contenido en nuestras cabezas. Emilio me puso un jorongo encima, el que usábamos de cobija extra al pie de la cama, y nos enfilamos a la puerta sin hablar. Sin entender. La brusquedad del zarandeo parecía una ficción. Abracé el vientre que me rebasaba. Lo abracé como una niña a sus juguetes: algo me lo quería arrebatar. Nuestra casa era pequeña y en los diez metros que mediaban de la salida del baño a la puerta, el movimiento ya era un columpiar, un ajetreo que nunca antes habíamos vivido. Sentí miedo. Un miedo distinto. Pensé (es la única vez que lo he hecho) que me iba a morir. Que nos íbamos a morir los tres, Emilio, yo y la criatura que estaba a punto de nacer. El temor congeló las palabras, nos hizo torpes y todo se volvió lento y silencioso, aunque el ruido debe haber estado allí, como si habitáramos una historia ajena. Me así de la mano de Emilio, con la otra envolví a la criatura dentro de mí. Frente a la puerta de salida, el movimiento era tal que no atinábamos a meter la llave en la cerradura (desde entonces dejo las llaves puestas en la cerradura cuando cierro la casa por dentro). Estábamos atrapados, y había un rojo iluminando las ventanas como si fuera una visión de otro mundo. Mirábamos hacia el frente, a esa puerta infranqueable, el aire me empezaba a faltar. Tardamos infinitos segundos en abrir la puerta del departamento. Y si hablo en plural de estas acciones es porque nuestro respirar se había desacompasado, nuestro temor se encabalgaba, sin que aún pudiéramos saberlo, con el de otros. Las cosas se caían, se deslizaban, hacían un ruido al que no prestábamos atención porque era perentorio huir. Yo era un animal asustado, sin pensamiento ya; el ronroneo y el destrozadero a nuestro alrededor, una partitura que no escuchábamos. Sólo tenía oídos para mi corazón y el de alguien muy pequeño a punto de nacer, al que habíamos visto unos días atrás en una imagen blanco y negro, un tanto indescifrable. Un cuerpo con cabeza y extremidades, ojos y orejas y nariz. Mi criatura y yo y Emilio jalándome escaleras abajo para que el pánico no me entumiera mientras él disimulaba el suyo. Ese rojo gris, denso y polvoso  nos ocultaba  a unos de otros cuando bajamos a la planta baja por aquella escalera desde el tercer piso, al mismo tiempo que la vecina del departamento de enfrente, rubia y menuda, que tenía un hijo y a quien visitaba un señor también menudo, de traje gris, que no se quedaba y salía tarde. Habíamos conjeturado que era una casa chica, una amante a quien le había puesto casa el hombre que evitaba nuestras miradas y saludos y que ese día no estaba para cobijar a esos otros suyos, según pensábamos, porque yo no sé qué hubiera hecho sola y con una criatura viva, si hubiera sabido salvar el pellejo como creíamos lo hacíamos entonces. Pero los pensamientos estaban en punto muerto, sólo las miradas se topaban unas con otras siguiendo un guión incierto y una consigna: salvarnos. Entre aquel polvo que sofocaba el ruido como si lo hubiera encortinado vi al vecino de abajo en trusas, el torso desnudo, con el brazo sobre los hombros de su madre. Su espalda era ancha, su pudor ninguno, su gesto atento, dulce. Yo iba descalza y no recuerdo la ropa de Emilio. Si acaso el frío de la loza de aquel patio que unía los edificios de Versalles 112, un lugar lejos de los muros en tiempos en que no se habían ideado los puntos de reunión. Por instinto nos enfilábamos todos en una misma dirección, como las tortugas que recién eclosionadas apuntan sin dudarlo hacia el mar. No sé si seguía moviéndose la tierra que nunca antes lo había hecho durante tanto tiempo ni tan terriblemente. Habíamos dejado el departamento con la sensación de que aquel que empezaba a sosegarse era el temblor más fuerte de nuestras vidas. Pero desconocíamos su magnitud. Y la magnitud de su magnitud. 

Modesto, el conserje que vivía con su familia en un cuarto en la entrada, le dijo a Emilio que me sacara de allí. Parecía que él sabía más. Seguramente había visto lo que nosotros no contemplamos entonces, el edificio de junto, el que colindaba con nuestras ventanas de la recámara y cocina se había venido abajo y ya todos corrían a ayudar, pero Modesto insistió que debían llevarme a otro lado.  Con el jorongo mostaza y crudo encima del camisón amplio, con las piernas desprotegidas sobre el polvo de la ciudad que se deshacía, esperé muda a que los demás resolvieran. Abracé de nuevo mi vientre agitado, como si los dos corazones chocaran entre sí y pronuncié la palabra, hijo-hija. De saberla mujer ya la hubiera nombrado, porque el nombre estaba elegido de tiempo atrás.

Nunca volví a subir la escalera de nuestro departamento en el tercer piso. Aquel donde la tarde anterior mi madre, mi hermana y yo habíamos decorado el cuarto del futuro bebé. Mamá y Almudena pintaron en la pared un trozo de campo, como un fresco para la habitación del pequeño. Ya un borrego de peluche muy esponjado y con cencerro esperaba al primer nieto. Los borregos en la pared eran como él. Antes de dejar los pinceles en el aguarrás, mamá los contó. Son trece, no puede ser. Y agregó a una oveja despistada y pequeña al final del grupo.

No sirvió de mucho. O sirvió todo, porque aquí estamos Emilia y yo para contarlo. 

Venimos del temblor, es verdad.  

“Habíamos dejado el departamento con la sensación de que aquel que empezaba a sosegarse era el temblor más fuerte de nuestras vidas. Pero desconocíamos su magnitud. Y la magnitud de su magnitud.”

Después supimos la hora exacta en que la tierra se había empezado a mover. A las 7:19 empezó el sismo como oscilatorio y acabó en trepidatorio. No usábamos la palabra sismo, ni sismológico era léxico cotidiano. Mucho menos terremoto que pertenecía a lo lejano: las películas, las noticias. Sismo en griego, más suave al oído, terremoto en latín, más feroz en sus letras, más ajustado a los hechos.

 Los temblores nos habían acompañado a los habitantes del DF toda la vida. Todos al marco de la puerta. Esa era la orden del padre, y los cinco que éramos en casa nos apretujábamos en el marco más próximo y más ancho. En la calle de Coahuila, antes de que naciera mi hermano, nos poníamos bajo el marco del baño, uno solo al final del pasillo. No sé porqué habrán elegido ese. De haber vivido allí en el 85, el recuento de mis padres hubiera sido tan grave como el nuestro. El edificio en la esquina de Monterrey y Coahuila, en la colonia Roma, a unas casas de la nuestra entonces, se cayó. 

Las imágenes más tarde nos devolverían la magnitud del temblor, el origen del polvo rojo y el sonido de muerte, un silencio acolchonado, el que precede a la noción de que la herida está hecha y su alcance es mortal y en el mejor de los casos la huella queda para siempre. La ciudad estaba herida, media muerta, llena de muertos. Cada quien ha ido puliendo su recuento; le ha sacado brillo con las palabras. Porque todos recordamos dónde estábamos y qué hacíamos cuando empezó la sacudida. En el mejor de los casos, recordamos. Otros debieron reconocer la inminencia de la muerte. En ellos pienso a menudo, ¿no será bueno traer una pastilla que nos mate de prisa cuando quedamos sepultados bajo toneladas de escombro? Pero este es un relato de vida, este es el vértice de la vulnerabilidad y la impotencia. Cuando la muerte nos roza, comprendemos que la vida no nos pertenece, que sobrevivir es un azar. El grito de la tierra es ajeno a nuestros pequeños sueños, a la pared decorada, a la agenda y los pendientes, al moisés de lunares azul marino que esperaba al recién nacido.

Aquella mañana de septiembre, Emilio sacó el coche de la parte baja del edificio, que era el estacionamiento, y me recogió en la entrada, donde yo era un zombi que no acertaba a acomodar el paisaje. Los ojos de Modesto eran una canica negra en medio de un lago de sangre. No sé si era efecto del polvo que flotaba y le había irritado los ojos, o si el horror le había sangrado la vista porque apenas le dije adiós, él corrió con una escalera hacia el edifico Toledo que colindaba, como ya he dicho, con el nuestro, y que siempre me había gustado, pues era como de los años treinta, de apenas tres pisos y tenía unas ventanas que se proyectan hacia fuera y que aprendí a llamar bay windows cuando mi madre las hizo notar en aquel viaje a San Francisco. Un edificio que habían habitado algunos refugiados españoles cuando vinieron en el exilio, eso se decía aunque no lo sé de cierto, y que por eso también nos gustaba a Emilio y a mí, que teníamos una madre y un padre cada uno con esa historia de guerra y exilio. La verdad es que mientras salíamos de Versalles no nos volvimos a mirar hacia atrás para comprobar el desastre que desconocíamos, sino que tomamos el sentido de la calle y nos concentramos en la vía de salida para cruzar Chapultepec y tomar Frontera. Entre el polvo y el desconcierto, tengo la sensación vaga de haber mirado a un costado por la ventana, como en cámara lenta, y notar que avenida Chapultepec era un desorden, como un reguero de piezas de un juego de cubos de niños. Pero nada que pudiera nombrar. De haberlo visto con claridad, ¿habría podido identificar el desastre?  ¿O es que lo vi y me resistí a ser testigo de lo contundente? Los edificios se habían caído, pero la palabra añicos no salió de mi boca. Sorteamos una grieta que serpenteaba en la calle Frontera, como si el pavimento se desgarrara vivo, un poco antes del Jardín Pushkin cuyo nombre de escritor ruso entonces ignoraba al borde de Álvaro Obregón y Cuauhtémoc. Y también vimos a gente en pijama, en bata, desconcertada sobre la banqueta mientras nosotros pasábamos como si nos tuviéramos que alejar de una zona dinamitada. Sálvese quien pueda, aunque nuestras emociones y percepciones se despabilaban despacio. Tan despacio como si aquel fuera un paseo de ficción y nosotros personajes de una película que dejan la guerra detrás y cruzan la montaña donde la paz reina entre bondad y belleza. Cuando cruzamos el Viaducto lo comprobamos, el cielo de Narvarte era azul y el aire transparente. Y en la calle no había gente desconcertada. Sino la rutina de todos los días, padres que llevan a hijos a las escuelas, gente que va al trabajo en camión, en coche. Nuestra vista no alcanzaba hasta el entronque de Tlalpan y Taxqueña donde hubiéramos podido reconocer también el desorden, tan guerra florida y piedra de sacrificios. Y el alma se nos fue acomodando en el cuerpo y, si hubo palabras que nos dijimos, no las recuerdo. Sólo el momento de llegar a mi casa en Coyoacán, donde la tranquilidad de la mañana desmentía la pesadilla. (La llamo mi casa aunque era la de mis padres y mis hermanos hasta que un día le pusieron el letrero de “Se vende”.) El vigilante, que compartían los vecinos y mis padres, nos preguntó perplejo de dónde veníamos. Cuando nos bajamos del auto advertimos lo que él, estaba cubierto de tierra. La tierra del desplome del edificio contiguo que unas horas más tarde sepultaría al resto de los coches en la parte baja de Versalles 112. Por eso cuando tocamos ansiosos la aldaba del portón y mi hermano abrió la puerta de casa, con aquel jorongo sobre el camisón, descalza y desecha, me abracé a él y lloré.

“Siempre me ha parecido un sino perturbador, la coincidencia de los nueves en esa fecha infausta. Porque no sólo era el mes noveno en un diecinueve a las siete diecinueve, sino que yo cumplía los nueve meses de embarazo y habíamos vivido en Versalles 112, departamento 303, un año y nueve meses.”

Siempre me ha parecido un sino perturbador, la coincidencia de los nueves en esa fecha infausta. Porque no sólo era el mes noveno en un diecinueve a las siete diecinueve, sino que yo cumplía los nueve meses de embarazo y habíamos vivido en Versalles 112, departamento 303, un año y nueve meses. Números que nos hacen sentir que hay un plan maestro, coincidencias que nos dejan perplejos como atados a la sombra de un alineamiento astral. Nosotros escépticos andamos buscando luz en lo imposible, intuyendo razones para un deslizamiento de capas tectónicas en proximidades de nacimientos. El de mi hija. Ahora que escribo me siguen esas coordenadas o ese afán de tejer tiempos y espacios. Estuve en Yaddo, en el borde norte del estado de Nueva York, más cerca del ártico que del trópico, lo más lejos posible de los epicentros en mi país. Y escribí parte de esta historia desde una buhardilla, sabiendo que allí estuvieron los escritores Flannery O’Connor o John Cheever y Patricia Highsmith, y que miraron los mismos árboles y tuvieron dudas y encontraron palabras y se emborracharon por las noches o se encerraron en sus cuartos. Allí en esa buhardilla tuve un pequeño cuadro a mis espaldas, en realidad era una foto en blanco y negro. Eran borregos cimarrones, no ovejas lanudas como las que pintamos antes de cerrar el cuarto del futuro bebé y ya no lo volvimos a ver. Cuando Emilio fue a recoger lo inmediato por si nacía Emilia que no era Emilia, le pedí que tomara una foto de la recámara que habíamos alistado. Es una foto a color, el vestigio de nuestra alegría y expectación antes de que supiéramos que esa recámara no podría ser ocupada. Y cómo lo íbamos a adivinar. El cuadro de los cimarrones en la buhardilla desde donde escribí, varias décadas después, tiene la misma composición. Hay varios borregos en lo alto de una loma apiñados, y los que bajan se distinguen por su tamaño y porque aparecen separados del hato. Los he contado. Son más de catorce. Qué podía esperar después de tantos años: que se reprodujeran. Y hasta que se volvieran especie en peligro de extinción. (Nosotros fuimos ese día una especie condenada.)

No sé por qué nos habíamos tardado tanto en alistar el cuarto del futuro bebé: la cómoda que había sido de mis hermanos y mía cuando niños y que mamá había forrado de mascota azul y blanco para que la ropa del bebé fuera colocada con delicadeza; las camisetas en los cajones más pequeños, igual que los calcetines que quién sabe cuándo usaría; los muchos mamelucos de tamaños diversos que evitaban el rosa por si era niño, los suéteres que habían tejido las tías, y Catalina, y los que habían sido de mi hermano Pedro, lo más próximo a un recién nacido en la familia, aunque entonces ya tuviera 21 años; y estaban las cobijitas pequeñas y esponjadas, las sabanitas con sus vieses coloridos, o sus bordes de suave encaje. Y las toallas con capucha para secar a la criatura. Todo doblado mil veces para que yo abriera el cajón y me sorprendiera con ese ajuar que esperaba una vida para arroparla. Y desde luego el moisés que mandamos a hacer con las españolas en la calle Santander en Mixcoac estaba listo. Me encantaba que fuera de fondo azul marino con lunares blancos. Y estaba un corazón con música que colgaba del soporte del velo para atajar moscos en el moisés. Todo parecía muy antiguo, como si los cuidados de un recién nacido trajeran estampas de libros victorianos. 

Cómo se nos ocurrió lo de pintar el cuarto, no lo sé. Pero el 18 de septiembre, mamá y Almudena llegaron con su equipo de artistas: pinceles, pinturas, carbones, camisas sueltas. Hicieron los muebles a un lado y escogieron el centro del muro. Mamá debe haber dibujado a los borregos, y luego las dos se dieron a la brocha. El cielo azul, el prado verde y los borregos con caras muy alegres, a imagen y semejanza de uno de peluche que ya esperaba la compañía de la criatura. Todos con cencerro y listones de mascotita atados al cuello. Borregos sanos, una recepción animal y cálida. A la hora de la comida suspendieron su trabajo y nos fuimos los cuatro al Círculo del Sureste, en la calle Lucerna. Lo conocíamos desde niñas pero nos parecía lejos de casa. Ahora lo teníamos a distancia caminable. Tacos de cochinita, panuchos, papadzules, unas cervezas y volver a casa. Qué luminosa la ciudad aquella tarde. ¿Acaso llovió? Antes la temporada cerraba sus aguas en fiestas patrias y el cielo se volvía otoñal y maravilloso en los días y meses que seguían, si acaso roto por el cordonazo de San Francisco que nos pegaba al comienzo de octubre. Teníamos las fechas bajo control y el cuarto del bebé decorado con un amoroso tributo de abuela y tía pintoras.

Cuando lo terminaron por la tarde, y Emilio nos preparó café y lo llevó a la habitación, contamos los borregos. Mamá, que nos ha enseñado a no dejar sombreros en las camas, bolsas en el suelo, ni pasarnos la sal en mano, contó. Eran trece, no podía ser. Y pintó un último borrego, más pequeño y hasta delante. Deshizo el malfario con el número catorce. (Aunque en el mundo nahua son trece los cielos apilados.) Eso pensamos cuando inocentemente cerramos la habitación y colocamos las tazas en el fregadero. Las mismas que acabaron cubiertas de ladrillos, aún con las huellas del bilé de mamá; la ceniza acumulada en el cenicero, indistinguible del resto de la tierra que los cubrió. Eso ya no lo vi, me lo contó Emilio cuando fue a empacar el departamento. 

Las despedimos en la puerta y hubo besos y certezas de que no faltaba mucho para el alumbramiento y mamá dijo que me cuidara y que estaría pendiente, y dio repetidas instrucciones a mi marido de que le avisara cuando nos tuviéramos que ir al hospital. Así era todo, una espera que llegaba a su recta final, a los últimos decisivos días en que la vida cambia para siempre cuando se añade un hijo y aún el asombro no conoce esa dimensión del amor incondicional.  

Estábamos cansados y nos dormimos pronto. Recuerdo que ya en la cama escuchamos como siempre las voces del edificio contiguo. Había una ventana que miraba hacia allá que habíamos cubierto con una pesada tela para resguardar la intimidad. Pero el sonido la traspasaba. Escuchábamos lavar trastes, como si lo hicieran desde una terraza o en un fregadero al exterior.  Distinguíamos el chorro del agua y el chocar de la loza. Hasta la manera en que el grifo chirriaba cuando lo cerraban. Las palabras no eran tan claras como el acto de lavar trastes, eran voces sofocadas, sin caras. Nunca los vimos, no dijimos buenos días. Después, cuando lo pensé, era demasiado tarde. EP

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