¿Dónde quedan los puntos cardinales? Decir “El Norte” puede ser una falacia debido a que los nortes son muchos y Luis Mendoza Ovando nos comparte experiencias comunes que relatan esas variantes y qué les caracteriza. Las diferencias pueden ser muchas y todas pueden estar en la palma de nuestra mano.
Otros puntos cardinales
¿Dónde quedan los puntos cardinales? Decir “El Norte” puede ser una falacia debido a que los nortes son muchos y Luis Mendoza Ovando nos comparte experiencias comunes que relatan esas variantes y qué les caracteriza. Las diferencias pueden ser muchas y todas pueden estar en la palma de nuestra mano.
Texto de Luis Mendoza Ovando 10/05/21
Yo soy un fake norteño. Yo nací en una tierra de vericuetos verbales donde la relación con las demás personas está fincada en que no se le note a uno el deseo. Nací en la tierra donde las penas son los únicos frutos valiosos en el valle de lágrimas y resistir a la tragedia es algo que se recompensa en otras vidas. Y los años interpusieron distancia entre esa tierra y yo. El Occidente se me fue antojando un invento para sacar lustre a un orgullo tapatío en decaimiento y las ganas de defender esas ruinas me fueron ajenas. ¿Y el centro? Le arranqué la rosa de los vientos a la Ciudad de México y me la planté en la palma de la mano para que me sirviera de brújula. ¿Cómo mi mano —si está pegada a mí— puede ser evidencia de mi propia periferia?
Yo soy un fake norteño, pero norteño al fin. No es mi intención estar chavelavargaseando y decir que soy norteño porque se me pegó la gana. Para hacer gala de mi falta de creatividad tengo otros espacios. Lo que me pasó es que los años que viví en Monterrey me dieron sentido. El calor atroz y el frío inclemente me parecieron formas prácticas de medir el año, no hacen falta más que dos partes. Me atrapó el relieve de las voces que alzan las palabras en un agudo explosivo, como de cohete de feria que va en ascenso mortal y que no explota, frena en seco, antes que las vocales del final de las oraciones puedan extenderse. Me convencí de que el tiempo es limitado y los golpes deben ser certeros para que valga la pena darlos, pero nunca dejé de ver cierta impudicia en eso de traer el deseo tan puesto por encima ni tampoco pude entender la elusión al sacrificio que trae consigo la idea de que todo es negociable.
Por eso me cuesta admitirme norteño, porque también sé que no lo soy. No lo soy del todo, no como la gente que sí es. Pero tampoco está mi centro anclado a la geografía oficial. Otros puntos cardinales rigen la cartografía de mi vida. De modo que en esta encomienda de tratar de explicar los nortes les advierto que, si me vienen siguiendo, yo también estoy perdido y que no hay de qué preocuparse porque no hay sitio al que no se llegue preguntando.
Oeste y Este
“No sé qué es el norte. Sé lo que es la frontera. Sé lo que es el Noreste. Pensaría que el norte en sí no existe” me responde Carla Galván, maestra en Desarrollo por la Universidad de Cambridge con una especialidad en Geografías de la violencia. Carla es norteña y fronteriza, nació en Reynosa y ahora vive en Monterrey.
“Sobre todo si le preguntas a alguien de Sonora, te va a decir que el norte no es acá, sino allá. Entonces, el norte es un concepto muy amplio y es necesario regionalizarlo o al menos subdividirlo. Lo que sí que hay ciertos entendimientos y experiencias comunes, tanto culturales como de idioma. A lo mejor también de políticas públicas, pero en sí no sé si se pueda hacer un norte”, remata. El norte no existe, pero sí los muchos nortes y van de un océano al otro. ¿Cuáles son? Se podrían escribir tratados al respecto, ensayos larguísimos, pero para para dejar clara la existencia de la diversidad norteña un meme es suficiente.
Por eso no me interesa ahondar en las diferencias que configuran los nortes; me aterra la idea de terminar haciendo un texto como de revista de aeropuerto. Hacer ese recorrido del Oeste y hasta el Este puede llegar a ser una exigencia enciclopédica y prefiero entonces para ubicarme —y ubicarles— comenzar a rondar por esas “experiencias comunes” de las que habla Carla Galván. Esas experiencias que desde mi perspectiva tienen que ver con un re-entendimiento del Sur y del Norte bajo la luz de unas nuevas coordenadas y que de todos modos van a estar atravesadas por las diferencias que van de este a oeste.
Norte
En Ciudad Juárez una niña y un niño forman en fila un montón de carritos de Hot Wheels y los hacen desembocar en una caseta, hecha con botes de leche, operada por unos soldados de plástico que dan el paso o retienen a cada uno de los autos que esperan pasar. “Nuestro juego de niños fronterizos era jugar a cruzar la aduana”, me explica la artista Betty Árbol mientras me sonríe.
Al norte del Norte está la frontera y por eso Betty tiene bien grabado en su memoria que, con tan sólo cinco años, ella y su hermano trazaron el límite con los Estados Unidos en el patio de la casa. Ahí, me dice, ella ya era consciente de que había una línea divisoria y un otro lado.
“La frontera es estar como en medio de dos culturas totalmente distintas y estar afectada por ellas. Y sí, tenemos una identidad propia, algo se ha formado algo a partir de eso, pero es algo como muy mezclado”, es lo que me dice Betty Árbol sobre la alquimia de la frontera y lo menciona con conocimiento de causa. Ella vive ahora en Tijuana y con eso se ha convertido en una doble fronteriza. Me cuenta que ella ve esa mezcla en el pocheo que hace del viene-viene un parkeador y en la comida que le da al burrito la hegemonía de la comida callejera en Juárez.
Para Carla Galván, esa alquimia se percibe a través de los sentidos: “El norte está más cercano a esta cualidad de lo híbrido, de lo poroso y también lo rugoso. El norte me parece muy tangible y la frontera me gusta como una experiencia. Casi que la tocas y la respiras. Me acuerdo que decían esto de ‘Reynosa la tierrosa’, y el norte es así”.
La frontera es sensorial y por tanto tiene que oírse. Suena a cumbias y música de banda a todo volumen en el transporte público; Betty recuerda que, en Juárez, se usaban esos camiones amarillos como los de las escuelas en las películas gringas y que la gente se alegraba con la música que ponían, pero que en Tijuana no son camiones, sino camionetas en las que apenas y cabe la gente y van en silencio, y no queda más remedio que mirar de reojo y poner una cara de rutina.
¿A qué suena la frontera? Betty también me platica que hay estaciones que se escuchan de ambos lados y que los sábados ponían música en inglés, “pero chicano” —hace el matiz necesario— y que ella terminó por aprenderse canciones y querer grupos.
“Ramón Ayala es una cosa importantísima”, me responde Carla Galván cuando le pregunto a qué suena la frontera norestense. Me platica que aquel relámpago del norte es padrino de bautizo —tal cual— de cientos de niños, porque vive en McAllen y él es ya una leyenda local y de alguna manera apadrinar es un heroísmo esperado.
La frontera de Reynosa también muta de acuerdo con las actividades. “Cuando vas a las pulgas [los mercados de segunda mano en Estados Unidos], suena Selena y las cumbias norteñas. Cuando te vas a la peda con tus amigos y se quedan [hasta] la madrugada, suena la banda con trombón. Cuando es una fiesta —como una tornaboda— va el conjunto y son tres pelados —un contrabajo, un acordeón y una guitarra, usualmente— parados y cantando pésimo, porque es un tipo de canto muy agudo, ‘muy feo’”, y entonces Carla hace una pausa y avienta la mirada lejos de la cámara: “Me acuerdo y hasta sonrío”.
Pero no toda la frontera es urbana. Está también la frontera que no es frontera, sino puro cerco. Hablo de esa otra frontera con Natalia Mendoza, ella es ensayista y doctora en antropología por la universidad de Columbia. También norteña, pero de un norte inhóspito y perdido como el que contiene al pueblo de Altar, en Sonora.
“Hay una diferencia entre lo urbano y lo rural. Aquí [cerca de Altar] los lugares son muy remotos y muy despoblados, pero aún así hay como formas de socialización e incluso fiestas y rituales y cosas en las que convergen no solamente lo gringo y lo mexicano, sino lo ranchero de ambos lugares”, me explica Natalia, y luego me cuenta la historia de los pápagos, que es como le dicen en Sonora a la tribu Tohono O’odham, que vive a ambos lados de la frontera, que vota por ambos gobiernos y que hasta tiene una puerta especial por la cual pueden pasar. La gente que vive del otro lado del cerco habita una reserva natural y cruza al lado mexicano para la fiesta de la Virgen de El Carmen. Ahí conviven esos dos mundos rancheros de los que habla Natalia Mendoza, con una música que constata la porosidad inherente a la frontera.
Pero el norte tampoco es sólo geográfico. Tener un norte es tener un rumbo. ¿Cuál es el norte del Norte? Sigue siendo la frontera.
“En español no tenemos la palabra, pero en inglés frontier es también como un espacio de lo salvaje y donde se mueven las jerarquías sociales y hay oportunidad para formas de explotación basadas en las fiebres, como la del oro en Estados Unidos”, me explica Mendoza, y al escucharla se colocan en la lengua otras fiebres más contemporáneas como todos los negocios en torno a la migración o el narcotráfico, y otras más históricas como la del algodón en Tamaulipas y Nuevo León, a principios del siglo pasado.
La febril esencia del norte lo hace también un lugar de aventuras y otorga, en palabras de Natalia, una noción épica a la vida en estos lugares. “Hay una cosa como épica que se traduce en la manera de caminar, de hablar, en la música, y que te convoca a ser entrón, que quiere decir ser valiente y no ser agachado ni sumiso. Ese sentido épico lo envuelve todo y pues obviamente tiene algo que ver con con la romantización de la violencia”.
Esa épica atraviesa todos los nortes. La desgracia que se manifiesta en el clima y la aridez se vuelve parte de un relato en donde aquellos —los verdaderos norteños— que logren sobrevivir, lo habrán ganado todo. Es Sonora y Sinaloa y las Bajas, donde la gente se hace a sí misma porque llegó y triunfó; es el Monterrey pujante de esos empresarios capaces de todo, hasta de prometer modernidad. Es otra vez la narrativa épica en contraposición a un sur que encuentra en esa misma desgracia un relato espacial —“aquí nos tocó vivir”— y que se plantea que, para que haya gloria, debe haber antes una batalla. Esa idea de estar en pelea constante, que reside en el ADN de los nortes, también ha servido para germinar un regionalismo que hoy vuelve a flote cuando en Sonora, para descalificar a Alfonso Durazo, le dicen chilango o cuando Samuel García, en Nuevo León, busca votos promoviendo salir del pacto fiscal de la federación, o cuando el gobernador de Tamaulipas desestima investigaciones en su contra diciendo que es “una intromisión del centro”.
Sur
El sur es todo aquello que no es el norte y es, entonces, la mexicanidad que no encaja del todo. Son los demás. Es Natalia Mendoza diciéndome que, para los sonorenses, Sinaloa ya es el sur.
“Anáhuac tenía para su oído fino, resonancias de nación; Monterrey de patria chica. Y de una patria chica se pueden escribir poemas y pensamientos que él dedicó a su ciudad. No una visión. La idea de visión está ligada a una realidad más vasta y de notas universales”, escribió el profesor Abraham Nuncio a manera de ¿reclamo? hacia a Alfonso Reyes en su libro Visión de Monterrey[i].
Al norte de México le ronda siempre una idea de insuficiencia espiritual y hasta intelectual —“donde termina la civilización, principia la carne asada”— impuesta desde el centro del país y que tiene ecos en la conquista.
“Imagínese una persona que lleva todas las condiciones para hacerse despreciable, baja y repugnante, una persona que en todos sus actos procede ciegamente sin ningún razonamiento ni reflexión; una persona insensible a toda bondad, que nada le merece simpatía, ni le avergüenza su deshonra, ni le preocupa ser apreciado; una persona que no ama la verdad ni la fe y que nunca muestra una voluntad firme; alguien a quien no le halaga ser honrado, ni le alegra la suerte, ni le duelen las penas; finalmente una persona que vive y muere indiferentemente. Ese es el retrato de un indio de Sonora”, esto lo escribe el sacerdote jesuíta Ignaz Pfefferkorn en su libro Descripción de la provincia de Sonora,en la segunda mitad del siglo XVIII.
Si somos honestos, la visión de polos no hace justicia al conflicto de relatos entre el norte y el sur del país. No se trata de dos fuerzas equivalentes chocando, sino de la imposición del relato del centro a todo el país. Es colocarle a Tijuana un lema que pesa como estigma —el lugar donde empieza la Patria— como para que siempre recuerde su lugar en la frontera. Es en el resto de los casos el simple y llano abandono, porque en estos pueblos bárbaros no hay nada. Y por eso en el norte pienso que la desconfianza, en particular hacia la Ciudad de México y el poder que representa, se reviste, por orgullo, de desprecio.
“Aquí lo que te dicen de un chilango es que es una persona muy hábil con el lenguaje, pero hábil como mañoso: te dice todo y no te dice nada y ya te revolvió. Pero no es una cosa simplemente despectiva, sino que se reconoce que hay una habilidad en eso”, me comenta Natalia Mendoza. A mí me cuesta comprarle que no sea enteramente despectivo en el sentido de que esa habilidad se reconoce también como peligrosa y, quizá por eso, a alguien que domina muy bien el lenguaje le dicen que “es muy político” y la política tiene inmiscuido un elemento de engaño. En contraste, la norteñitud encuentra su propia relación con las palabras: hablar poco, pero con sustancia. La parquedad y el volumen se intentan proyectar como sinónimos de transparencia y de una creencia firme en el mundo sin rodeos.
Es decir, se privilegian las acciones sobre los dichos —todo en una connotación discursiva— para alimentar el relato épico que le da peso específico a ser del norte. El chilango podrá usar las palabras para ganar lugar en la fila, pero lo norteño es aguantarse porque, ni modo que la fila te pueda quebrar. Y en esta idea, la que dice que desde el centro viene una otredad gandalla, reside la creencia de que no es que la Federación —inherentemente chilanga o del centro o del sur— haya abandonado al norte, sino que el norte nunca la necesitó. Pero esa idea de autosuficiencia, al fin una caricatura, se fue al carajo con la guerra contra el narcotráfico. Una guerra iniciada por un presidente que tampoco era del norte.
De ahí no es que la violencia se haya vuelto la identidad norteña, como me insiste Carla Galván, sino que estos temas se incorporan a la identidad. Eso se potencia en las zonas urbanas, y en particular en la música a través de bandas como Cartel de Santa, Control Machete y canciones como “Reynosa la maldosa”, y más recientemente fenómenos mucho más mainstream como Natanael Cano, que ya abandona la épica del narcocorrido para empezar a hablar de consumo de drogas como parte de la normalidad que acompaña los demás temas de la vida cotidiana.
Pero ese viaje trajo consigo destrozos. Dejó heridas que parece que nadie se molesta en sanar. “Descansábamos mucho en el aparato estatal mexicano. Si no en el nacional, al menos sí en el municipal, y cuando éste dejó de ofrecer respuestas, certezas o tan sólo acompañamiento, buscamos una respuesta de lo nacional y no la hallamos”, me comenta Carla Galván en un tono que deja entrever tristeza y enojo: “Eso yo creo que sí abre brechas de rencor y de abandono y ese sentimiento se respalda con lo empírico”.
El norte del país es epicentro de complejos fenómenos económicos, de migración, de violencia, de género, de relaciones internacionales. Frente a ese enredo, ¿cuál es la respuesta que ofrece el Estado?
“Hay un franco desconocimiento del norte y una insistencia en pensar todo desde la Ciudad de México. Y no, mi identidad no se encuentra en oposición con la Ciudad de México, pero mi política sí. Necesito pensar que debe haber política más allá del centro”, concluye Carla Galván y ahí coincido: el mundo que conocemos, anclado al centro, ya no es suficiente. Ni en el norte, ni en el país que vive fuera de las dinámicas de la capital. Otros puntos cardinales ampliarán nuestros mapas y abrirán nuevos rumbos.
Le arranqué la rosa de los vientos a la Ciudad de México y me la planté en la palma de la mano para que me sirviera de brújula. EP
[i] Nuncio, A. (2016). Visión de Monterrey (2nd ed.). Universidad Autónoma de Nuevo León.
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