Nosotros, los afros

Esta crónica de Ollin Islas Romo aborda, desde una perspectiva personal, la discriminación, el racismo y la xenofobio que se enfrenta la comunidad afromexicana.

Texto de 01/09/21

Esta crónica de Ollin Islas Romo aborda, desde una perspectiva personal, la discriminación, el racismo y la xenofobio que se enfrenta la comunidad afromexicana.

Tiempo de lectura: 7 minutos

“Si es cierta la reencarnación, quiero ser lo que soy ahora, volver las veces que sean necesarias como la primera vez: fuerte, guerrera, amorosa, cimarrona, palenquera, volver como si no me hubiera ido, siendo lo que soy: negra, pobre y mujer y retomar mi puesto en nuestra lucha, porque esta lucha, la nuestra, no va a acabarse en largo tiempo”.

Georgina Herrera, poeta afrocubana

Tuve un sueño recurrente de niña. Apareció cuando tenía ocho años y regresaba cada cierto tiempo. En él caminaba hacia la zona de juegos de la unidad habitacional en la que vivía y notaba que todos alrededor me miraban diferente. La gente parecía tener una mejor actitud hacia mí. Las niñas populares del condominio, que siempre me rechazaban, ahora me aceptaban. El mundo parecía un lugar mejor, más amable, menos hostil. Esto ocurría así, sin explicación. Cuando llegaba a casa, aún sin entender a qué se debía mi suerte, me miraba al espejo y entendía todo: ese día, por la gracia de algún compasivo dios, mi tez había dejado de ser morena. Ahora era blanca y tenía el cabello lacio, largo y brilloso. 

Ser blanca y tener el pelo liso se sentía increíble, aunque fuera sólo en sueños. Quizá por eso mi mente me llevaba ahí una y otra vez. Era el deseo más profundo de mi infancia: ojalá pudiera volver al útero de mi madre y nacer blanca y lacia. Ojalá existiera un genio de la lámpara que me concediera ese único deseo. Dejar de ser afro y rizada, en mis sueños, me llenaba de una euforia total. Era como soltar un enorme bulto, como liberarme de una especie de condena. 

Y es que no es fácil que te agredan una y otra vez por ser lo que eres. Y es aún peor cuando ocurre durante los primeros años de tu vida. Pareciera que el sistema, la estructura, los otros, intentaran a conciencia despojarte de tu derecho a ser alguien. Algunos entendimos muy rápido que ese no era un privilegio que nos correspondía a los niños prietos, mulatos, negros. Entendimos que había que anularnos diariamente para no incomodar a los demás.

Cuando comprendí que mi color y mi pelo eran motivo de rechazo, mi yo niña se llenó de vergüenza. Mi yo niña cambió muy rápido el juego y la socialización por la soledad y el aislamiento. Tener voz por el silencio. Estar presente por la invisibilidad. Las relaciones por las libretas y los diarios. El arrojo por el miedo, la ausencia, la nada.

El desprecio de algunos hacia mi color de piel tenía un poder de destrucción supremo. Venía de afuera, pero se inoculaba profundo para devorarme. Ese desprecio se convirtió en autodesprecio. Y luego en desprecio al origen, la raíz, la sangre, los genes.¿Por qué mi mamá me escogió un padre que me dio este color de piel y este pelo enredado e insoportable? ¿Nunca pensó en los apodos que me pondrían? ¿A nadie se le ocurrió que las “güeritas” del salón me harían canciones racistas? ¿Jamás les pasó por la mente que dirían que mi nombre aludía a mi piel sucia, como el hollín de las chimeneas? ¿Por qué diablos me complicaron tanto la vida?

El poder del odio es tan grande que además de adueñarse de tu ser y provocarte vergüenza y desprecio por ti misma, pronto se materializa en autoagresiones que pretenden borrar lo que eres. Esta autoagresión encuentra eco fácilmente en un mundo que te ofrece un inmenso abanico de oportunidades para anularte. El capitalismo incluso las aprovecha para hacer un negocio súper redituable: la plancha non plus ultra para aplastarte el pelo, tintes rubios, decoloraciones, una crema aclaradora de piel, pupilentes verdes, azules, aceitunados… Ropa y labiales de colores específicos para las prietas, porque las prietas debemos disimular la negritud o, al menos, hacer todo lo posible por no vernos aún más prietas. Debemos usar maquillajes que oculten nuestro color. Debemos, también, ser bien delgadas para no vernos tan toscas, porque ya de por sí, esos ojos penetrantes, la nariz ancha, los labios gruesos, el pelo duro. 

“El poder del odio es tan grande que además de adueñarse de tu ser y provocarte vergüenza y desprecio por ti misma, pronto se materializa en autoagresiones que pretenden borrar lo que eres.”

Hay que buscar todos los modos posibles de blanquearse, pues sólo así se puede tener un lugar digno en este mundo. Hay que borrar la negritud en tu vida, hay que eliminarla en México. ¿Cómo no sentir, desde que eres niña, que estás condenada a la invisibilidad y la vergüenza? En nuestro país, apenas en 2019 se reformó la Constitución para reconocer los derechos de los afromexicanos. Aquí hay que ganarse, a punta de planchazos y cremas Clarant, el derecho a existir. 

Y un día, después del pelo quemado, las burlas y el odio, después del sentimiento perpetuo de no pertenencia, después de cargar con el peso de ese mundo que cree que iniciaste con varios puntos menos tu apariencia, un día toda esa vergüenza se convierte en rabia. Un día, entiendes, como dice la activista y poeta Sonya Renee Taylor, que no, que tu cuerpo no es una disculpa. Ser mujer no es una disculpa. Nuestra piel oscura no es una disculpa. Tener labios gruesos y pelo duro no es una disculpa. Ser lo que somos no es una disculpa.

La rabia es un motor, un posibilitador. En mi caso fue un detonador que me fue llevando de la mano por un nuevo camino que me hacía sentir liberada, digna. La rabia me quitó la vergüenza y me volvió una cínica. En un tiempo en el que el mundo que no era nada woke, burlarte de tus agresores, decirte orgullosa de tu negrura o de tu libertad, era una enorme transgresión. Y esa transgresión regresó el poder a mis manos. 

Yo encontré en el cinismo una reivindicación. Primero me volví cínica por decir que ya no me odiaba. Después el cinismo me hizo sentir especial (para bien), hermosa, fuerte, ancestralmente invencible, por ser afro. Luego mi cinismo me llevó a amar a otro ser oscuro, no sólo negro, además migrante. Él, de nariz bien chata, fosas nasales anchísimas. Labios súper gruesos y el pelo, la pasa, dura, dura. Ojos pequeños y rasgados, producto de esa rara mezcla asiática y africana que se dio en algún momento en La Habana.

Ser afromexicano te sitúa en un lugar extraño. Muchos creen que eres extranjero. Muchos te conciben como mexicano y, por lo tanto, piensan que no eres negro porque tu piel no es tan oscura, porque tus padres no vienen de otro país. Pero aunque para la gran mayoría “no pareces” de acá, sí eres indiscutiblemente de acá. Sin embargo, ser afro no mexicano es totalmente diferente. Sobre el afrodescendiente extranjero, especialmente si su nacionalidad es cubana, pesa no sólo el racismo, sino también una lista de prejuicios xenófobos que se extiende hasta el infinito.

“¿Te lo trajiste de Cuba o lo conociste aquí? Oye, ¿y sí tiene papeles? ¿No te estará usando para obtenerlos? ¡Abusada! ¡Te van a aplicar al cubanazo! ¿Negro y cubano? ¿Estás loca? ¡Te juntaste con un gusano! Seguro es un mantenido. Te va a terminar padroteando. El tipo es un chacal, nomás ve la pinta que tiene. ¡Mija, se trataba de mejorar la raza, no de atrasarla!”.

La discriminación no viene sólo de la gente de a pie, de personas que has amado o que respetabas, también puebla en las instituciones del Estado, incluso en aquellas creadas para atender y proteger inmigrantes. El Instituto Nacional de Migración es un ejemplo de ello. Este lugar se convirtió en nuestra peor pesadilla: es un enorme nido de sanguijuelas en el que funcionarios, coyotes y abogados se alimentan, a través de multas, amenazas y mordidas, de todos los que buscan un nuevo inicio. 

“Sobre el afrodescendiente extranjero, especialmente si su nacionalidad es cubana, pesa no sólo el racismo, sino también una lista de prejuicios xenófobos que se extiende hasta el infinito.”

México, un país que mantiene un discurso siempre de apertura a los migrantes, es una nación que hasta hace no mucho prohibía desde sus instituciones la llegada de extranjeros negros. La Ley de Población de 1926 señalaba que era necesario seleccionar a los migrantes “para evitar el peligro de la degeneración física de nuestra raza”. Circulares en materia migratoria de los años 1933 y 1934 prohibían explícitamente el ingreso de personas negras a México porque no se les consideraba racialmente asimilables en México. La Ley General de Población de 1936 aseguraba que estaba al servicio “del mejoramiento de la especie mexicana”, lo cual implicaba la restricción racial de afrodescendientes, entre otros.

El rechazo histórico también se refleja en el día a día. El conflicto en el súper, en una oficina de tránsito, que termina con el clásico “pinche negro, regrésate a tu país”. Las “revisiones de rutina” de policías que nos han detenido nada más porque sí. Las risitas en el metro. La gente que se secretea a nuestro paso. Los Ubers, Didis y taxis que nos han negado un servicio previamente aceptado hasta que ven quiénes son los pasajeros.

Ante el rechazo del mundo, mi cinismo transgresor me hizo amar a otro ser oscuro y ésta ha sido una de las experiencias más intensas de mi vida: una llena pasión, de autoafirmación, de crecimiento, de vencimiento de dificultades. Una complicidad profunda. Un pelear espalda con espalda contra los demás. Mar y monte. Miedo y coraje. Rabia y ternura. 

Ahora tenemos dos hijos cubanomexicanos, afromexicanos y también afrocubanos. Dos pequeños que, como todas las personas, nacieron sin vergüenza de sus cuerpos ni de su color ni de su pelo enredado. Ahí está la piel oscura, los labios anchos, el cabello crespo. La fuerza ancestral. Si hubieran nacido en los tiempos de la esclavitud, los arrancarían de mis brazos para venderlos sólo por su apariencia. Sólo por su apariencia probablemente tendrán una vida más difícil que otros. Su papá y yo lo hablamos frecuentemente. ¿Qué haremos cuando llegue el día en el que el mundo les pida a gritos que se desprecien a sí mismos por ser afrodescendientes? ¿Qué les diremos cuando empiecen los rechazos, las burlas y la repugnancia? ¿Cómo enseñarles a amarse, no a pesar de lo que son, sino precisamente por lo que son?

Sonya Renee Taylor dice que la única manera de burlar a un sistema construido para que te desprecies a ti mismo es el autoamor radical. Un autoamor que no permita que ese odio se cuele por ningún intersticio. Nosotros encontramos ese autoamor radical a ciegas, empíricamente, sin guía. Hoy lo alentamos a conciencia en nuestros hijos. El rastro de un sistema que históricamente ha ejecutado las peores atrocidades contra la afrodescendencia aún tardará mucho en desaparecer. Frente a ese gigantesco y cruel mayoral, aún vigilante del barracón, nos queda la lucha en comunidad, una que nos reivindica y que gana derechos para todos. Para defender a nuestro corazón y nuestro cuerpo de ese mayoral nos queda el autoamor radical. El autoamor es la fuerza cimarrona que nos libera del odio. El autoamor es el monte en el que nos abrimos paso a la libertad, es nuestro territorio. EP

Fuentes:

Diego Morales, Jimena Rodríguez, Eugenia Iturriaga y Olivia Gall. (2020). ¿Qué es y cómo se manifiesta la xenofobia? México: Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación.

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