La visión sexista sobre el trabajo de cuidados se perpetua en la pandemia. En este lúcido ensayo, Rebecca Solnit demuestra que las mujeres siguen asumiendo la mayor parte de las responsabilidades domésticas, como la crianza de los hijos y el trabajo de cuidados, debido al machismo enraizado de los varones.
La masculinidad como egoísmo radical: la carga del cuidado recae más que nunca en las mujeres
La visión sexista sobre el trabajo de cuidados se perpetua en la pandemia. En este lúcido ensayo, Rebecca Solnit demuestra que las mujeres siguen asumiendo la mayor parte de las responsabilidades domésticas, como la crianza de los hijos y el trabajo de cuidados, debido al machismo enraizado de los varones.
Texto de Rebecca Solnit & Javier Raya 01/09/20
Crecí con el viejo axioma de que “mi derecho de extender el brazo termina donde comienza tu nariz”, que trata sobre equilibrar la libertad personal con el derecho de los demás, así como de la propia obligación de velar por esos derechos. La retórica maliciosa y sexista de la Asociación Nacional del Rifle (ANR), las subculturas de incels y artistas del ligue, el Trumpismo, y muchos otros han propuesto, en años recientes, que básicamente su derecho a extender los brazos no termina en mi nariz y que tu nariz no es problema suyo, o que está justo en su camino y tienes que moverla. Ahora bien, parece ser que utilizar cubrebocas no es algo varonil, en tanto la definición de varonil es que te importen un carajo todos los demás.
Resulta que existen muchas otras cosas que no son varoniles, incluyendo preocuparse por el cambio climático y los problemas del medio ambiente, e incluso según algunos estudios, el reciclaje (y según otros, lavarse las manos). Cuidar de algo no es varonil. Cuatro de los países más duramente afectados por esta pandemia también padecen jefes de estado preocupados en adherirse a los términos y condiciones del machismo —Bolsonaro, Putin, Boris J., Trump— de formas que entran en conflicto con el reconocimiento de la gravedad de la crisis del Covid-19 y de una adecuada respuesta a esta.
Esta es una definición de la masculinidad como egoísmo radical, y así como ha cobrado una enorme cuota de vidas estadounidenses al demandar y utilizar la desregulación del acceso a armas semiautomáticas y otros implementos de muerte masiva, también ha cobrado una cuota más al insistir en que nosotros no debemos responder a la pandemia, porque el “nosotros” que no responde se imagina a sí mismo invulnerable y con el derecho de extender brazos a diestra y siniestra. Tal como la filosofía conservadora que intenta reducir los impuestos (límites a mi derecho a extender mi brazo) y los servicios sociales y las regulaciones de seguridad (tu nariz) le ha estado permitiendo durante décadas.
En los Estados Unidos, el ilimitado extender de brazos alcanza su culminación en la intersección entre blanquitud y masculinidad, a la par de muchas mujeres blancas que parecen creer que el trabajo propio de una señora blanca es salvaguardar el extender de brazos de los hombres blancos (a menudo con abnegado menosprecio por sus propias narices). El punto álgido llegó con los hombres blancos armados que se apostaron en la legislatura de Michigan hace algunas semanas: allí, las armas, la falta de mascarillas y la beligerancia contra las disposiciones de importancia médica, todas las formas de golpear narices se reunieron finalmente.
E incluso tal vez otra cima de la blanquitud, si bien no de la masculinidad, llegó a principios de esta semana con la ejecutiva blanca aparentemente rebasada por el enojo de que un ornitólogo de color le pidiera ponerle la correa a su cocker spaniel al pasear en la Ramble, una zona de Central Park legendaria por sus aves, donde los perros están obligados a ir amarrados (porque, como reportó el ornitólogo, su perro estaba destruyendo la maleza que forma parte del hábitat de las aves; por otra parte, el incidente me hizo darme cuenta de que mis propios encuentros miserables y aterradores con perros agresivos sin correa durante décadas han tenido como protagonistas a dueños blancos). Ella llamó al 911 pretendiendo que su rabia era miedo, transformando su agresión con el perro en una supuesta escalada de agresión a través de la policía al pretender que la contraparte, el hombre negro, era el agresor. Que él era el brazo y ella la nariz. “Aleja tu cuello cortado de mi cuchillo”, como dijo alguna vez Diane DiPrima.
Así pues, tenemos que las partes insisten en que sus derechos son ilimitados, que es de lo que se ha tratado la Administración Trump, con ejemplos notorios como la reescritura que hizo Betsy DeVos del Título IX [de la Enmienda de Educación de 1972, que garantiza la no discriminación con razón de género]* para impulsar los derechos y libertades de los violadores, y acotar los de las víctimas. La lógica detrás de todo esto es que el individuo aislado —idealmente blanco, idealmente masculino; ellos son puños; el resto son narices incómodas— debe ser el sumo soberano. (De ahí la perfección, al menos como espécimen, del hombre de Nashville que le gritó “marica liberal” [“liberal pussy”] a la hija de la cantante Roseanne Cash por usar un cubrebocas). Por supuesto, nadie se encuentra aislado, que es justamente lo que tratan de decirnos las pandemias, el cambio climático y todas las demás evidencias del desequilibrio de los sistemas naturales.
Como Martin Luther King Jr. dijo una vez: “En sentido real, toda la vida está interrelacionada. Estamos atrapados en una red ineludible de mutualidad, atados en una única prenda del destino. Lo que afecta a uno directamente, afecta a todos indirectamente.” Que es exactamente lo que los conservadores “libertarios” y los hipermasculinos niegan para justificar, en su lugar, un ethos de cada-hombre-por-sí-mismo. Pero resulta que la autosuficiencia radical termina donde la distancia social realmente comienza a ser una forma de cuidado hacia los demás durante esta pandemia. Así pues, los hombres blancos que han estado diciéndonos todo este tiempo que son prácticamente comandos de autosuficiencia, que podrían vivir a solas en los agrestes bosques post-apocalípticos de lo que pudieran cazar con sus propias manos, de pronto tienen una urgente necesidad de ir a la barbería.
Del otro lado del espectro están las mujeres que fabrican cubrebocas para que las poblaciones vulnerables y los trabajadores de primera línea tengan mejores oportunidades de sobrevivir a esto. El trabajo de cuidados ha sido etiquetado de manera sexista como femenino, al igual que la costura y confección, y a pesar de que he visto a hombres hacer cubrebocas, he visto muchas más mujeres haciéndolos; me he mantenido al tanto de muchas de ellas, y las he visto coser a mano día tras día cientos de cubrebocas. El grupo Auntie Sewing Squad, conformado sobre todo por mujeres de color (del cual, por cierto, formo parte, aunque no coso) fabricó 5,000 cubrebocas para las poblaciones nativo-americanas en una semana, a principios de este mes. Esta es la antítesis extrema del síndrome de ser demasiado macho para usar un cubrebocas. No se trata sólo de un trabajo de cuidados que consiste en el improbable esfuerzo de ponerse un cubrebocas; se trata de cuidar de otros a tal punto de realizar el enorme trabajo de ver que todos tengan un cubrebocas, de modo que en todas partes de Estados Unidos hay (sobre todo) mujeres —por sí mismas, en grupos de tejido reconvertidos, tanto como en organizaciones de reciente formación— cosiendo para desconocidos.
Es trabajo de cuidados y tarea de protección. A la megamasculinidad solamente le gusta la idea de proteger si se trata de entrar en modo Charles Bronson o Clint Eastwood para proteger algo haciendo explotar algo más en el camino. Es de notar que, en la zona del mundo en donde el uso de cubrebocas es rutinario (Asia), no se utiliza solamente para cuidarse a uno mismo, sino a los demás, por mera cortesía hacia sus respectivas narices. Hablando de Asia, un estudio de 2013 encontró que los niños en Estados Unidos son socializados de manera distinta que las niñas, y que cualquier argumento sobre cómo las diferencias entre ellos son innatas se desvanece cuando prestas atención a las infancias asiáticas: “En los Estados Unidos, las niñas tienen niveles más elevados de autocontrol que los niños. El autocontrol se define como la capacidad que tienen los niños para controlar sus comportamientos e impulsos, de seguir instrucciones y persistir en una tarea. Se le ha asociado con el desempeño académico y la finalización de la formación universitaria en estudios anteriores por parte de investigadores de la Universidad del Estado de Oregon. No se encontró la brecha de género existente en los Estados Unidos cuando los investigadores se refirieron expresamente a la autorregulación en niños de entre tres y seis años en tres países asiáticos.” En otras palabras, en Estados Unidos los padres y la cultura otorgan con una mano la laxitud para extender los brazos todo lo que se desee sin importar las narices de los demás, mientras con la otra mano lo prohíben.
Pero no se trata de idealizar al continente más grande de todos, ni a su gente, pues como anota un artículo publicado sobre la pandemia en la India: “Más personas en casa significa más comida qué preparar, más ropa qué lavar y más tareas domésticas qué realizar. Se espera (…) que las mujeres realicen todo esto a pesar de la presencia de los hombres, quienes tienen la misma responsabilidad de participar.” De modo similar, se nos dice que las indicaciones de permanecer en casa en los Estados Unidos significan —para ese arreglo particularmente popular de familias con dos padres heterosexuales— que las mujeres están realizando la mayor parte del trabajo.
El New York Times publicó un artículo que sugiere que los hombres ni siquiera reconocen esta disparidad: “Cerca de la Mitad de los Hombres Dicen Hacer la Mayor Parte de la Educación a Distancia. 3 por Ciento de las Mujeres Está de Acuerdo”, es el titular que lo dice todo. Diversos medios académicos anotan que la productividad académica de las mujeres, que se mide a través de los materiales enviados a revistas especializadas, se ha desplomado durante la pandemia, mientras que la de los hombres se ha mantenido sin cambios, o incluso ha aumentado. Esto se debe a que, según palabras de la revista Nature, “es más probable que las mujeres académicas enfrenten una intensificación de las responsabilidades domésticas durante el confinamiento en casa, y como consecuencia, una reducción en su producción académica.”
Se podría reescribir esa frase como “es más probable que los académicos hombres asuman menos responsabilidades en casa, y como consecuencia, enfrenten un menor impacto profesional” a partir del cierre de escuelas y el confinamiento. Pero siempre contamos estas historias como si se trataran de las mujeres, como cosas que por alguna razón les pasan a las mujeres y que las mujeres tienen que resolver. Una forma en la que esto ocurre es mediante la segregación de artículos sobre tales temas a la sección de mujeres de las publicaciones. Las secciones de mujeres en periódicos y revistas siempre me han molestado porque con demasiada frecuencia señalan problemas de incumbencia general como si fueran problemas solamente de las mujeres, y que las mujeres deben arreglar.
The Washington Post tiene una sección llamada The Lily [“el lirio”] —un nombre claramente diseñado para atraer a las mujeres y filtrar a los hombres— que recientemente publicó un artículo que provocó numerosas y fuertes respuestas. El artículo se titulaba “‘Tuve que elegir ser madre’: Sin guarderías ni campamentos de verano, las mujeres están siendo eliminadas del campo laboral”. Subtítulo: “Cuando los padres no pueden hacerlo todo, el trabajo remunerado de las mujeres suele ser el primero en irse”. Su ubicación dentro de la publicación está diciendo: “esto les pasa a las mujeres; es un problema de mujeres”.
Nos han contado la historia de esta forma sobre muchas cosas. Sobre cómo las acciones de los hombres, en otras palabras, son más trabajo para las mujeres, y qué deberían hacer las mujeres para no ser violadas, golpeadas, asesinadas. He escrito aquí antes sobre el uso del lenguaje pasivo y evasivo para borrar a los perpetradores. Los cambios en la gramática cambian la persona sobre la que recae la responsabilidad de hacer o dejar de hacer algo, y cambian también quién es el sujeto del relato.
Busqué el artículo de Lily y quise cambiarle el título y colocarlo donde los hombres pudieran verla, o ver que alguien escribiera un artículo para ellos, sobre ellos, con entrevistas sobre las decisiones que tomaron y cómo se beneficiaron de ellas. Con titulares como “Elegí No Co-criar en Igualdad y Contribuí a Sacar a Mi Esposa del Campo Laboral” o “Cómo Arruinar Involuntariamente un Matrimonio y una Carrera a la Vez Siendo un Cretino Egoísta”. Incluso, en el espíritu de las vivarachas secciones femeninas, un artículo de la sección de hombres titulado “El Olvido Estratégico Es Como Perpetúo el Patriarcado, ¡y Apuesto a que Tú También!” Tal vez lo tuvimos en el New York Times: “Cerca de la Mitad de los Hombres Dicen Hacer la Mayor Parte de la Educación a Distancia. 3 por Ciento de las Mujeres Está de Acuerdo”.
El artículo del Lily enmarca el cuidado de las infancias como algo que necesitan las mujeres, asumiendo que es una responsabilidad propia de las mujeres y tal vez algo que los hombres dan a las mujeres, en lugar de un deber que tiene cada uno de los padres sobre el cuidado de su descendencia. Se centra en una mujer con una carrera exigente y un marido que se queda en casa y que tuvo que dejar su trabajo porque, básicamente, no quería hacer nada, afirmando después —con lo que a menudo se denomina “impotencia adquirida”, pero que bien podría llamarse impotencia estratégica— que no podía. “¿Cómo podría pedirle ella a su marido que se encargara de turnos de 12 horas al cuidado de los niños, sin ayuda, sin descansos y sin un punto final concreto? No estaba segura de que su familia pudiera sobrevivir a eso. No estaba segura de que él lo hiciera, aunque se lo pidiera.” ¿Por qué una madre (que trabaja) tiene que pedirle al otro (que no trabaja) que paterne? ¿Por qué hacer lo que hacen literalmente miles de millones de mujeres día a día se enmarca como una terrible prueba de fuego? ¿Dónde está el titular “Hombre Local No Puede Criar a su Hijo”?
La Comisión Estatal de la Condición Jurídica y Social de la Mujer de Hawaiʻi acaba de publicar “Un Plan de Recuperación Económica Feminista para COVID-19” que dice algo sobre esto maravillosamente: “El cuidado, que se asocia y se espera de las mujeres, es necesario para que la producción económica tenga lugar y, sin embargo, se separa de la producción económica, subordinando así estructuralmente a las mujeres de la sociedad. Es por ello que incluso dentro de su propia raza, estatus indígena y grupo económico, las mujeres son las más marginadas. Un ejemplo de ello: Las mujeres nativas hawaianas son más vulnerables económicamente que los hombres nativos hawaianos, ya que ganan 70 centavos por cada dólar que gana un hombre, y 79 centavos por cada dólar que gana un hombre nativo hawaiano. Las mujeres nunca podrán participar en pie de igualdad en la economía de Hawaiʻi sin una infraestructura de atención social y si no se apoya e incentiva a los hombres para que compartan las actividades de cuidado”.
Todo esto para decir que estamos en medio de una pandemia que se ha experimentado de manera desigual según la raza y la clase social, y que también se ve atravesada con lo que quizás deberíamos llamar la pandemia del patriarcado, la cual la ha empeorado gravemente por la acción y la inacción que ha amplificado la propagación y el impacto de la enfermedad y ha castigado a las mujeres de la manera en que siempre lo hace, mediante la violencia y el traslado de la responsabilidad del cuidado hacia ellas.Lo anterior se ve atravesado con la malignidad de la blanquitud, cuando son los blancos los que amenazan con exigir libertades ilimitadas en una pandemia que, aquí en los Estados Unidos, mata de forma desproporcionada a personas negras y morenas. La buena noticia es que, a diferencia del Covid-19, sabemos cuál es la cura para la parte del género. La versión corta es: el feminismo. Ahora en talla extragrande para hombres. Y para el resto: el feminismo es sólo un subconjunto de los derechos humanos, y los derechos humanos universales y la igualdad absoluta responderían a todas esas preguntas sobre qué hacer con el coronavirus y con casi todo lo demás. EP
Este País agradece la generosidad de la autora, cuyo ensayo original se puede leer en Literary Hub.
*Nota del traductor.
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