La década que viene: las ONG ambientales en México
¿Cómo nos alimentamos? ¿Cómo nos movemos? ¿De dónde sacamos la energía? A partir de estas tres preguntas fundamentales, Pedro Zapata sintetiza una agenda de pendientes para el movimiento ambientalista mexicano en los próximos 10 años, críticos para lograr cambios que permitan superar la alarma que no llaman actualmente.
¿Cómo nos alimentamos? ¿Cómo nos movemos? ¿De dónde sacamos la energía? A partir de estas tres preguntas fundamentales, Pedro Zapata sintetiza una agenda de pendientes para el movimiento ambientalista mexicano en los próximos 10 años, críticos para lograr cambios que permitan superar la alarma que no llaman actualmente.
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Fotografías de Patricio Robles Gil
Los parteaguas en el calendario, como este inicio de década, nos inspiran a hacer listas y recuentos en las áreas de nuestro interés. Algunos las hacen de sus libros favoritos, otros de sus películas o discos. En mi caso, las hago sobre los retos ambientales que enfrentamos. Parece un momento ideal para proponer una agenda de pendientes que el movimiento ambientalista en México tiene para los siguientes 10 años. Los apocalipsis cotidianos que inundan las primeras planas de todo el mundo hacen especialmente difícil elaborar una lista como la aquí propuesta. No hay escasez de catástrofes; casi 500 millones de animales muertos en los últimos incendios en Australia, competencias deportivas internacionales suspendidas en India por contaminación del aire, nueve millones de toneladas de plástico que terminan en el mar cada año. Podríamos seguir, pero la idea es clara. No hay que estirar mucho el brazo para encontrar la última crisis.
Sin embargo, es importante no
perderse en la coyuntura y atender causas de raíz; rascar bajo la superficie y
no caer en la tentación de pensar que el último encabezado o el tuit con más likes es el más importante. Hay que ir
—o por lo menos intentar ir— a las causas últimas, a las inmensas corrientes
profundas, no siempre visibles pero que mueven todo el sistema global. Se trata
de los engranes enormes y ocultos que mueven a los pequeños que están a la
vista. Por su naturaleza, no son preguntas fáciles de responder, pero eso no
debe ser obstáculo para formularlas. Nos va la vida de por medio o, por lo
menos, como la conocemos.
El papel de la sociedad civil es
informar, señalar y persuadir a quienes toman decisiones; hablar por los que no
pueden hacerlo, llámese naturaleza, poblaciones marginadas o generaciones
futuras. En este caso en particular, propongo que nuestro papel sea encontrar
estas corrientes profundas, estas causas últimas, estas grandes preguntas;
ofrecer una voz informada a la que la sociedad pueda voltear para encontrar
respuestas en un mundo confuso. En ese espíritu, van las que pienso que son las
tres preguntas más importantes para el movimiento ambientalista en México en la
década que comienza.
¿Cómo nos alimentamos?
En los siguientes 10 años
llegarán al planeta 1,200 millones de habitantes, de los cuales 12 millones se
sumarán a la población de México. Si las tendencias continúan, estos habitantes
serán, en promedio, más prósperos y longevos que en el pasado. ¿Cómo
alimentarlos a ellos y a quienes vivimos hoy? Es la pregunta más importante que
debe tener en la mente cualquier persona preocupada por el medio ambiente. La
forma como producimos, almacenamos, distribuimos y consumimos alimentos es uno
de los motores principales de la economía y, por consecuencia, de la
degradación ambiental, en México y en el mundo.
Ofrezco ejemplos. La
deforestación, en primer lugar, está íntimamente ligada a la producción de
alimentos, específicamente a la de carne de res. En México, se ha calculado que
la principal causa de la deforestación es la conversión de bosques y selvas a
tierras de cultivo, ni siquiera para alimentarnos, sino para alimentar a los
animales que comemos.1 Esto es agravado por el hecho de que cada vez
consumimos más animales; en los últimos 50 años el consumo per cápita de carne
a nivel mundial ha crecido casi 500%; México es hoy el vigésimo lugar mundial
en consumo de carne. La explicación es sencilla: cada vez somos más y ganamos
más dinero, en promedio. Una cosa que es cierta en todo el mundo,
independientemente de culturas, latitudes o idiomas, es que uno de los
principales hábitos que la gente cambia al aumentar su nivel de ingreso es su
consumo de carne.2
Pero la deforestación no es el
único problema ambiental ligado a nuestra relación con los alimentos: la crisis
actual y futura del agua potable también cuenta. En las ciudades estamos
acostumbrados a pensar en el agua en términos de responsabilidad personal.
Quienes crecimos en los años ochenta recordamos varias campañas encaminadas a
reducir nuestro desperdicio de agua. Según esta narrativa, basta con cerrar el
grifo para que el problema de manejo de agua en el país se resuelva. Lo que no
dicen las campañas es que las ciudades mexicanas —todas juntas— apenas
representan un 15% del uso del agua. La mayoría del agua que se consume en el
país —76%— se usa en el campo, en la agricultura.3 Para ilustrar
esto van un par de ejemplos. Durante 2016, la Ciudad de México recibió 1,089.6
hm3 de agua para uso urbano; el mismo año, el estado de Sonora recibió seis
veces más —6,136.8 hm3 — para uso agrícola. Incluso podemos ver esta
proporción en la misma entidad federativa; pensemos en el Estado de México, el
más poblado del país; en 2016 los municipios del Estado de México recibieron,
en concesión, 1,181 hm3 de agua para su uso urbano. Esto tiene
sentido, dada su gran cantidad de habitantes; lo que tiene menos sentido es
que, el mismo año, la agricultura mexiquense recibiera 1,365.8 hm3 .
¿Es indispensable usar esa
cantidad de agua para producir nuestros alimentos? No, no es necesario. Existen
formas de hacer más eficiente su uso y aumentar el número de hectáreas con
sistemas de riego eficientes. No lo hacemos porque la política del agua en
México está tomada por intereses de un sector agrícola muy poderoso, cobijado
por la indiferencia de quienes vivimos en las ciudades y estamos conformes, con
tal de tener acceso a alimentos abundantes y baratos todo el año. El uso del
agua y la deforestación son sólo dos ejemplos de los impactos ambientales
provocados por la industria de los alimentos, pero hay más: los empaques y
embalajes que necesitan, su transporte, la huella ambiental asociada con una
sociedad urbana acostumbrada a tener todos los alimentos disponibles durante
todo el año, etcétera.
Durante la década que empieza,
las organizaciones no gubernamentales (ONG) ambientales de México enfrentamos
esta discusión y abogamos por políticas públicas sensatas, que garanticen la
suficiencia alimentaria, sin aumentar la deforestación y reduciendo
significativamente nuestro uso del agua. Las soluciones están ahí, por lo menos
las que hemos enarbolado históricamente: ordenar la pesca, repensar los
subsidios del campo y fortalecer las áreas naturales protegidas. Incluso, más
allá de esos lugares comunes, en esta década tenemos que repensar algunos
dogmas a los que desde hace décadas nos hemos aferrado. Se me ocurre uno: ¿Es
posible lograr la productividad que necesitamos en el campo, a la escala que necesitamos
para no deforestar más y no gastar más agua, sin abrirnos a la posibilidad de
los cultivos transgénicos?
¿Cómo nos movemos?
Los 12 millones de mexicanos que
vienen esta próxima década vivirán mayormente en ciudades. Para ser exactos, la
mayoría vivirá en lo que el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) ha llamado
“ciudades emergentes”,4 que tienen entre 500 mil y dos millones de
habitantes, cuyo crecimiento está por encima del promedio de las megaciudades
en toda América Latina. En México podemos pensar en ciudades como Xalapa, León,
Puebla, Tijuana o Saltillo. No es difícil entender por qué crecen las ciudades:
son motores del desarrollo económico y en ellas es más fácil encontrar empleo
—así sea informal— que en el campo. Por ello es fácil adivinar que el
crecimiento urbano no se detendrá.
Estos nuevos habitantes urbanos,
más los que ya estamos aquí, necesitamos movernos de alguna forma a nuestros
hogares y lugares de trabajo, a donde compramos bienes y servicios, a donde
recibimos atención médica, etcétera. ¿Cómo hacemos estos movimientos y cuánto
tiempo nos toman? Es una pregunta que preocupará a las ONG ambientales en la
siguiente década. Hasta ahora lo hemos hecho muy mal; mientras en las ciudades
más progresistas del mundo los gobiernos estatales y federales invierten
millones en sistemas de transporte público, en las ciudades mexicanas seguimos
enamorados del automóvil privado. La única ciudad del país que tiene algo
parecido a un sistema de transporte público adecuado es la Ciudad de México e
incluso aquí estamos muy lejos de lo que deberíamos exigir.
Las inversiones en transporte
público tienen retornos extraordinarios, tanto en términos económicos como
sociales. No contamos con números específicos para México, pero la Asociación
Americana para el Transporte Público (APTA) estima, en un estudio de 2017, que
por cada dólar que es invertido en ciudades de Estados Unidos en transporte
público, se generan cuatro dólares en Producto Interno Bruto para esa ciudad.
Pero la inacción también tiene costos que deberían ser inaceptables para
nuestro país. El primero es económico: de acuerdo con una encuesta global de
tráfico,5 los habitantes de la Ciudad de México pasamos en
congestión vial 218 horas al año, equivalentes a 27 jornadas de ocho horas.
Esto es, cada habitante que trabaja en la Ciudad de México pierde anualmente
casi un mes en el tráfico. El costo para la productividad de esta ciudad y de
las demás ciudades del país —los tapatíos pasan 181 horas al año en el tráfico—
que no están tan mal, pero cada vez tienen más problemas de congestión vial, es
un lujo que no nos podemos dar.
Lo más grave es su costo en
términos de salud y de vidas humanas. La contaminación nos mata todos los días
a través de enfermedades como bronquitis, neumonía y asma. En 2016 la
contaminación ambiental le costó a México alrededor de $925 mil millones de
pesos, una cifra varias veces mayor a los $132 mil millones de pesos que el
gobierno gastó en salud ese año. Esta cifra, por cierto, no surge de una ONG alarmista
y apocalíptica, viene del INEGI. Como sucede con casi todos los males
ambientales, los impactos de la contaminación del aire no están equitativamente
distribuidos en la población. Casi siempre la parte más onerosa la llevan
quienes menos tienen. Esto lo puede demostrar el lector, si revisa las
mediciones de calidad del aire en la Ciudad de México, donde es palpable que
las peores mediciones se dan consistentemente en el norte y el oriente de la
ciudad, donde se ubican las zonas más marginadas. Esto se demostró a un nivel
minucioso, al comprobar que las peores mediciones de calidad del aire a menudo
se dan dentro del transporte público, de microbuses y camiones que circulan por
la ciudad.
Para dejar claras las cosas,
nuestro amor por el automóvil privado y reticencia a invertir en un transporte
público limpio, digno y seguro nos están costando dinero que no tenemos y nos
están matando, empezando por los más pobres. Como en el caso anterior, esta
gran pregunta ha sido ignorada por la sociedad civil mexicana. Si bien existe
un puñado de ONG interesadas en la materia, la “agenda gris urbana” aun es
mucho menos atractiva para organizaciones locales e internacionales, así como
para la comunidad de donantes. Esta agenda incluye la contaminación ambiental y
el transporte, pero también el manejo de la basura y el agua potable. En la
próxima década, en la que seguirá creciendo la concentración de la población en
centros urbanos, esto tiene que cambiar y las ONG ambientales deben voltear la
mirada hacia estos temas.
¿De dónde sacamos energía?
Los 12 millones de mexicanos que
vienen en camino necesitarán energía eléctrica en sus casas, en sus lugares de
trabajo, para comunicarse y para producir bienes y servicios. México ha dado
pasos inmensos en los últimos años en el uso de energías limpias. A fines del
sexenio pasado llegamos a ser un líder mundial, con la capacidad de generar
energía renovable —solar y eólica— a un precio récord de $17 dólares por
megawatt, lo que nos colocaba por debajo de otros países de la región e incluso
debajo de la energía generada con combustibles fósiles tradicionales, como el
carbón o el gas natural.
Esto no ocurrió por casualidad,
fue el resultado de políticas públicas puestas en marcha hace más de una década
y que han recibido continuidad. Algunos analistas argumentan que se trata del
resultado de una política de libre comercio, que le permite a los productores
de energía renovable buscar los mejores insumos a los mejores precios. Seguir
en este camino es imperativo para México, no sólo para poder cumplir con los
compromisos adquiridos a nivel internacional bajo el Acuerdo de París, sino
también para poder continuar el camino de despetrolización de la economía
nacional. Lamentablemente hay nubes en el horizonte; la presente administración
parece querer apostarle a las energías del pasado, con una refinería como uno
de sus proyectos emblemáticos de infraestructura. El sector ambiental mexicano
tiene que empujar al gobierno para enderezar el camino; México ha adquirido,
correctamente, compromisos ambiciosos y significativos en el contexto de la
lucha global contra el cambio climático. Hemos sido líderes con propuestas como
el Fondo Verde para el Clima, firmado en México en 2010.
El cambio climático existe en
medio de una paradoja complejísima: por un lado, es uno de los temas
ambientales más reconocidos en el mundo, cuya gravedad ocupa primeras planas en
Singapur y en Tepic por igual. Con contadas excepciones, el mundo cree que el
cambio climático es real y que es causado por el hombre. Incluso en Estados
Unidos —gran excepción histórica a este consenso—, cerca de 80% de la población
se dice preocupada y acepta la mano del ser humano en la crisis que vivimos.6
El consenso es casi absoluto y debería ser suficiente, ¿o no? No lo es, he ahí
la paradoja. En el conocimiento y la aceptación cuasi universal del fenómeno
también se ha colado —sin que nos diéramos cuenta— su normalización. El cambio
climático es real, para la mayoría de las personas, como concepto, pero no como
una amenaza inminente a su vida. Sus efectos son demasiado difusos, demasiado
lejanos y su solución sumamente abstracta. El incendio, el huracán o la sequía
siempre están en otra parte. Cada año el mundo lee en periódicos y ve en
noticieros la expectativa que causan las reuniones internacionales de cambio
climático. A veces el resultado es exitoso, otras —las más— decepcionante, pero
siempre es abstracto: una serie de compromisos sobre la reducción de emisiones
de gases, firmados —o no— por líderes que, en la mayoría de los casos, no seguirán
en su cargo para cuando se cumpla ese compromiso.
Esta década tiene que ser
diferente. Las ONG ambientales mexicanas nos aseguraremos de darle al cambio
climático una calidad de inmediatez que no ha tenido. Los mexicanos solos no
podemos con todo el problema, pero podemos con lo que nos toca: abandonar de
una vez por todas el camino anticuado y suicida de las energías sucias, así
como recobrar el liderazgo mundial que llegamos a tener en energía renovable.
Lo que nos toca es reconocer el papel que los ecosistemas saludables —como los
arrecifes de coral, los pastos marinos y los bosques de mangle—, que juegan en
la protección costera y así darles el valor que tienen. Lo que nos toca es
bajarnos del carro.
Estamos a tiempo
Esta década y la mitad de la siguiente son la hora cero. Tenemos 15 años para hacer cambios profundos en nuestra manera de vivir o será demasiado tarde. Lo hemos hecho antes. En la década de los setenta, en los albores del movimiento ambientalista en México y el mundo, parecía imposible resolver el acertijo de la capa de ozono. Un grupo de científicos en la Universidad de California, en Irvine, que incluía a Mario Molina, demostró que el hoyo en la capa de ozono era causado por nuestro uso compuestos llamados clorofluorocarbonos, entonces ampliamente usado en la refrigeración. El estudio de Molina y de su asesor, Sherwood Rowland, fue la chispa que detonó un movimiento mundial. Varios años, un tratado internacional y múltiples desarrollos tecnológicos después, el problema de la capa de ozono está en el pasado. El consenso científico es claro: lo que hagamos o dejemos de hacer en los siguientes 15 años le darán forma a los siguientes 200 y cada quien tiene un papel por desempeñar. El nuestro, en la sociedad civil, es sonar la señal de alarma y exigir ser escuchados. EP
1. Luis Pablo Beauregard, “México
perdió 250,000 hectáreas de bosques en 2016”, El País, 18 de noviembre de 2017, en elpais.com.
2. Hannah Ritchie, “Which
countries eat the most meat?”, BBC News,
4 de febrero de 2019, en bbc.com.
3. Conagua, “Estadísticas del
agua en México. Edición 2017”, en sina.conagua.gob.mx.
4. Foro Económico Mundial, “De
ciudades emergentes a ciudades sostenibles: la oportunidad de las ciudades
latinoamericanas”, 5 de abril de 2017, en es.weforum.org.
5. INRIX, INRIX 2018 Global Traffic Scorecard, en inrix.com/ scorecard/
6. Brady Dennis, Steven Mufson y
Scott Clement, “Americans increasingly see climate change as a crisis, poll
shows”, The Washington Post, 13 de
septiembre de 2019, en washingtonpost.com
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