Exclusivo en línea Érase una vez en Hollywood: una revisión mínima de Quentin Tarantino

Luis Reséndiz hace una crítica a la película más reciente de Quentin Tarantino y, a la vez, elabora una revisión de su trabajo cinematográfico.

Texto de 09/09/19

Luis Reséndiz hace una crítica a la película más reciente de Quentin Tarantino y, a la vez, elabora una revisión de su trabajo cinematográfico.

Tiempo de lectura: 15 minutos

Cuidado: habrá spoilers.

No hay ninguna razón para que esta película exista

funnyjunk.com

Desde que puedo recordar, las películas de Quentin Tarantino —y Quentin Tarantino en sí mismo, como suele pasar en estos casos donde la obra y el autor se funden en una sola cosa— han sido cuestionadas y criticadas por motivos muy similares. Yo conocí a Tarantino a finales de los noventa, cuando era un chamaco imberbe (Tarantino, no yo; yo sólo era un chavito smarty-pants fácilmente impresionable), en la época en que Jackie Brown se estrenó en cines y Pulp Fiction por fin pudo transmitirse en la televisión abierta y, por entonces, los señalamientos en contra de Tarantino se encarnaban en dos reclamos principales: la hiperestilización de la violencia y el postureo chic, ultrareferencial y posmoderno, de tramas aparentemente vacuas o, válgame dios, sin nada que decir[1]. Esta pieza de la World Socialist Web Site, publicada en 1995, es una joya al respecto —y contiene algunas afinidades nada casuales con algunos discursos contemporáneos—:

En general, Tarantino tiene, uno diría, una concienzuda y acaso irremediable ignorancia acerca de dónde están sus fortalezas o de lo que él mismo podría ser capaz de decir si mirara un poco más de cerca la realidad enfrente de su nariz. Algunos de esos mismos problemas permanecerán entre nosotros mientras los cineastas norteamericanos elijan retacar la pantalla de caos y violencia de forma esencialmente irreflexiva en vez de considerar la combinación de circunstancias sociales y psicológicas que producen esa violencia.

“Pulp Fiction: ¿Algo o nada?”, Daniel Walsh

Mucha de la resistencia noventera y dosmilera al cine de Tarantino también provenía de la derecha que, a su vez, lo rechazaba desde la moralina. Allá en los albores de los dosmiles, mi madre, por ejemplo, me ordenó no ver Kill Bill en el cine, no porque la hubiera visto, sino porque había escuchado en las noticias que era “muy violenta”. Le desobedecí, y también lo hizo el chavillo que me vendió el boleto en la taquilla, apenas unos años mayor que yo, que realizó toda la operación sin alzar una sola vez la mirada.

Sin importar el lugar del espectro ideológico desde donde son emitidos los cuestionamientos, lo que resulta notable es que las películas de Tarantino siempre han sido objeto de severas críticas con argumentos que, aunque con sus matices, comparten numerosas afinidades. Hoy en día, los señalamientos en torno al director y a su más reciente película se han centrado en la violencia contra las mujeres en su obra y, en un sentido más amplio, en la construcción de sus personajes femeninos —un notable ejercicio de crítica al respecto es el realizado por Alison Willmore en Buzzfeed.

Tarantino da para tanto que su nueva película ha tenido espacio también para provocar una discusión sobre Bruce Lee, otra sobre Roman Polanski, otra sobre Sharon Tate y, por supuesto, una sobre la violencia, cuyos argumentos a veces parecen descender directamente de aquella crítica de World Socialist Web Site, como consigna este párrafo de Caspar Salmon aparecido en un texto publicado en The Guardian:

Las películas de Tarantino no están preocupadas con ningún tipo de etiología de la violencia. De hecho, sus pueriles escenarios de ojo por ojo, diente por diente dificultan la clasificación responsable de órdenes de violencia que es necesaria cuando se revisitan eventos históricos traumáticos. Resulta moralmente repelente retratar a unos acólitos drogados y fanatizados siendo asesinados por un personaje que, según nos dicen casi de pasada, asesinó a su esposa, y es despreciable montar esos asesinatos como entretenimiento. El mejor curso de acción para Tarantino, si las cosas van a quedarse como están, sería de plano filmar una buena, honesta y plenamente descerebrada película de balazos sin ninguna pretensión de tener algo que decir.

La cantidad de ángulos alrededor de Once Upon A Time In Hollywood y del cine de Tarantinoes abrumadora; no sería raro que un espectador agobiado simplemente perdiera de vista la película al fondo de las discusiones. No ayuda, naturalmente, que la vida personal y profesional de Tarantino también esté salpicada por la misoginia: están ahí su declaración sobre Harvey Weinstein (“Sabía lo suficiente como para hacer más de lo que hice”); su trato a Uma Thurman y a Diane Kruger; su respuesta hace dieciséis años respecto al grotesco abuso sexual perpetrado por Roman Polanski. Tarantino ha pedido disculpas o buscado cierta enmienda en estos casos, entregándole a Uma Thurman el video de un incidente en el set que la ayudó a exhibir el abuso de poder de Harvey Weinstein, por ejemplo, o retractándose de su declaración sobre Polanski (“Fui ignorante, insensible pero sobre todo, incorrecto”). No obstante, la sombra de la sospecha y el reclamo de los espectadores probablemente ya nunca desaparezcan del cine y la persona de Tarantino.

Y no lo harán en buena parte porque Tarantino es ya un clásico. No lo digo siguiera como un asunto de calidad: la calidad es una cosa subjetiva que importa más bien poco o nada a la hora de pensar un clásico. El clásico, escribió Borges, “es aquel libro que una nación, o un grupo de naciones, o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. En ese sentido, creo, son exactamente los llamados a “cancelar a Tarantino” y la pluralidad de interpretaciones y lecturas y opiniones —y la urgencia y la exaltación y la tajancia con la que a menudo son emitidas— los que refrendan, acaso inadvertidamente, la condición de clásico vivo del cine de Quentin Tarantino. El llamado a la cancelación del cineasta —resultado no sólo de la experiencia cinematográfica personalizada de estos tiempos sino también de una justificada rabia que se canaliza hacia lo que está más a la mano, que no son las políticas estatales sino los productos culturales— no es más que una confirmación de su estatura: queremos cancelar y opinar sobre Tarantino y no, digamos, sobre El libro vaquero porque Tarantino importa.

La capacidad de los productos culturales para inspirar violencia ha sido estudiada en varios niveles y en incontables ocasiones, pero una constante es la noción de que la violencia ficticia inspira violencia real cuando aparece por tiempos prolongados de exposición mediante distintos programas. Es decir: una película o un cómic, sin importar de quien sean, y siempre y cuando no sean instrumentos deliberados de propaganda, no suelen incitar directamente un acto de violencia. La violencia emerge en función de una oferta cultural generalizadamente violenta, no en función del trabajo de algún creador en específico. En ese sentido, considero, sería más productivo —aunque tampoco creo que mucho toda vez que la correlación entre violencia ficticia y violencia real no es de ninguna forma estrecha— concentrar los esfuerzos activistas en identificar y contabilizar el discurso del grueso de los productos culturales violentos. Naturalmente, esto implica demasiado trabajo y demasiado ver películas y series y leer cómics y novelas de bajísima estofa, como El libro vaquero; naturalmente, también, esto no genera muchos clics ni muchos retuits ni tampoco es una labor entretenida de realizar, como sí lo es ver una película de Quentin Tarantino y después trashearla en Twitter. Queremos cancelar a Tarantino porque Tarantino es un clásico, y Tarantino es ya imposible de cancelar precisamente porque es un clásico.

Esta historia de amor es una historia de fantasmas

Once Upon a Time in Hollywood

Mucha gente que conozco en Los Angeles piensa que los sesenta terminaron abruptamente el nueve de agosto de 1969; que terminaron en el momento exacto cuando la noticia de los asesinatos en Cielo Drive se esparció como un incendio a través de la comunidad, y en cierta forma, así fue. La tensión estalló aquel día. La paranoia se volvió realidad.

Joan Didion, El álbum blanco

Once Upon A Time In Hollywood es una de las películas de Quentin Tarantino con menos trama. Tarantino, un director que se halla feliz entre los subgéneros y la serie B[2], suele escribir guiones que se apoyan en una anécdota clara y delineada, una trama concisa que implica resolver un problema y encontrar que ese problema en realidad entraña una multitud de problemas más que también habrá que resolver. Es un modelo típico para las películas de acción, de thriller, de noir, de horror o de robos, géneros todos en los que Tarantino ha incursionado.

Once Upon a Time in Hollywood

Once Upon A Time In Hollywood carece de esta típica anécdota robusta y me parece que, en esa carencia, el director ha encontrado un nuevo camino de posibilidades. No creo que sea casual, por ejemplo, que el tratamiento que Tarantino le da a sus personajes principales sea notoriamente distinto del que le ha dado al resto de sus protagonistas. Rick Dalton, interpretado por Leonardo DiCaprio, es un actor en relativa decadencia; su arco dramático no implica ni requiere planear ningún robo ni ninguna ejecución —cuando llega, la violencia es imprevista y rompe su tranquila cotidianidad de millonario.

No por ello Tarantino abandona su tono típico: la secuencia en la que Rick —del que el director y el actor han afirmado sufre de trastorno bipolar no diagnosticado— vuelve de su camerino tras haber sufrido una crisis nerviosa —y tras haber sido regañado y aleccionado por Trudi Fraser, una niña actriz genio encarnada con no menos genialidad por Julia Butters— está filmada como un western en toda regla: Rick atraviesa el set, poblado de grúas y crew de filmación, y, al siguiente corte, las cámaras han desaparecido, los jalacables no están más ahí, y la película dentro de la película se ha vuelto, bueno, la película ante nuestros ojos. La complejidad no sólo es técnica sino dramática: en la escena, Rick Dalton, que está caracterizado para no parecer él mismo y que se encuentra interpretando por enésima ocasión a un villano de televisión, “The Heavy”, puesto y escrito para ser derrotado por el héroe, libra una batalla contra sí mismo, contra sus propias limitaciones y su propio talento, no contra algún mafioso o algún nazi. DiCaprio interpreta a Rick, que a su vez interpreta a Caleb DeCoteau, que ve interrumpido su performance gracias a los olvidos de Rick, y los niveles de actuación fluyen mientras uno se vuelve el otro y viceversa frente a una cámara que no corta y que cambia de la realidad de la película a la ficción de la película dentro de la película con un movimiento y una orden audible de un director invisible. El resultado es una secuencia brutal, sin duda uno de los mejores momentos de la carrera de DiCaprio y Tarantino, que culmina cuando Trudi Fraser, la jovencísima actriz del método de ocho años, se inclina ante el cuarentón Dalton y reconoce su esfuerzo: “Esta es la mejor actuación que he visto en toda mi vida”. El reconocimiento de Trudi —a quien Tarantino sitúa en un lugar moral y técnico y profesional más elevado que Rick, como una visión del potencial desmedido de las nuevas generaciones— es también dirigido al espectador: en esa línea encuentro un eco de aquella frase final de Inglourious Basterds: “¿Sabes algo, Urivich? Creo que esta podría ser mi obra maestra”. Sabedor de sus alcances, el director pone en boca de sus personajes una frase que trasciende la ficción y se interna en el mundo real.

Este juego entre los niveles de realidad de la película, si bien no del todo inédito en Tarantino, es de una particular intensidad en Once Upon A Time In Hollywood, y pienso que el director ha logrado con él una especie de culminación o refinamiento de un discurso cinematográfico que ha ido construyendo desde que John Travolta se paseó por el Jack Rabbit Slim’s saludando a los imitadores de las estrellas cincuenteras de Hollywood: uno donde el cine es más real que la realidad, donde lo único que importa es perderse en la pantalla. Once Upon A Time In Hollywood es una película con la mirada perdida en las películas.

Crédito: The New York Times

No por ello, sin embargo, Tarantino omite lo político. Antes bien, creo que Once Upon A Time In Hollywood presenta uno de los personajes más incisiva y espinosamente políticos de toda su obra: Cliff Booth, el doble de Rick Dalton interpretado por Brad Pitt. Cliff me parece el personaje más problemático de toda la filmografía de Tarantino, y no creo que esto sea casual. Escrito como un tipo encantador lleno de tics y detallitos que sólo lo hacen más entrañable, Cliff es un amigo fiel, un sujeto desparpajado que explota en exabruptos de rabia fría que mueven más a la risa que al horror, que tiene entrenada a su entrañable perra a un nivel obsesivo de obediencia y que maneja a altas velocidades con precisión de reloj nuclear. Al mismo tiempo, algunos de esos detalles son esencialmente las mismas cosas que lo llevan a hacer acciones horribles o al menos reprobables.

Durante la cinta, Cliff menciona que le ha partido la mandíbula a un policía y que la cárcel lo ha perseguido durante toda la vida, una seña más de su desparpajo y su frialdad ante la violencia; suelta una frase como “No llores enfrente de los mexicanos”, que suena a un indicio de racismo —y con la que nadie no se ríe en las salas mexicanas cuando la escucha—; ordena a su perra atacar a los miembros de La Familia de Charles Manson en la única secuencia violenta de la cinta; mata él mismo con lujo de violencia a los chicos de Manson —que, a su vez, para añadirle a la textura de grisura moral, acudieron a ese lugar a asesinar a una mujer embarazada—. Sin embargo, y pese a todo eso, Cliff también parece ser capaz de la ética —rehusándose a tener sexo con una menor de edad que intenta seducirlo—, de apreciar y atesorar el valor de una genuina amistad y también de preocuparse por los demás. Booth está edificado a base de pequeñas contradicciones, de recuerdos probablemente falseados —como su pelea con Bruce Lee, donde el Bruce Lee de su recuerdo se comporta y ve radicalmente distinto al Bruce Lee que entrena a Sharon Tate y a Jay Sebring algunas escenas después— y de la ominosa sombra del asesinato de su esposa, a quien sólo vemos en una escena que resulta un tanto perturbadora, sin que jamás nos den suficiente información para saber si Cliff lo hizo o no. Booth es un personaje que parece interrogarnos respecto a los límites morales que le ponemos a las creaciones que nos fascinan –o a los amigos que queremos—. ¿Qué tanto se vale reírse con un acto de violencia y reclamar por otro? ¿Qué tanta violencia es demasiada violencia contra las personas que no tienen límites para la violencia? Once Upon A Time In Hollywood no parece estar interesada en dar las respuestas a estas preguntas: su objetivo parece, más bien, el de ponerlas sobre la mesa y dejar que sean discutidas.

El último eje alrededor del cual gira Once Upon A Time in Hollywood es Sharon Tate, interpretada por Margot Robbie. El papel de Robbie causó ámpula desde muy temprano, cuando una pregunta puntillosa de una reportera respecto a la cantidad de parlamentos del personaje causó una respuesta malhumorada y cerrada al diálogo por parte de Quentin Tarantino. Una vez vista la película, sin embargo, queda la amarga sensación de que ambas partes tenían un poquito de razón: por un lado, el personaje de Sharon Tate en efecto tiene pocas líneas, y en efecto podría sentirse que esto le hace un flaco favor a Margot Robbie. Por el otro, sin embargo, es clarísimo que la escritura del papel de Sharon Tate en la película nunca estuvo pensada como la de una protagonista clásica, sino más como una presencia, un homenaje a una mujer que murió brutalmente asesinada, y también es claro que una actriz de la talla de Robbie aceptó participar en la película con pleno conocimiento de causa.

Así, la Sharon Tate de Tarantino y Robbie es como un rayo de sol californiano que cruza la película, un “espíritu de una época” más que una protagonista. Los momentos en los que la Sharon Tate de Once Upon A Time In Hollywood se interna en el cine y escucha las reacciones de su propia audiencia —que suelta las carcajadas ante la presencia en pantalla de la Sharon Tate verdadera— se cuentan entre los instantes más sentidos de la carrera de Quentin Tarantino, acaso los más tiernos desde la inclusión de Pam Grier en Jackie Brown; la mismísima hermana de Tate ha declarado que el retrato de su hermana, para el que ella colaboró y asesoró a Margot Robbie, la hizo romper en llanto. El arrobo de Tate ante la pantalla es el mismo arrobo de Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo o el de Buster Keaton en Sherlock Jr.; un arrobo y una fascinación que sólo puede despertar el cine y que sirve para entablar un puente de reconocimiento con el espectador, que se encuentra en esas imágenes y en esa fascinación. Tengo para mí que ningún retrato de Tate —ni siquiera o incluso especialmente uno como protagonista o heroína— podría haber marcado todas las casillas de las exigencias del público, sencillamente porque no hay forma humana de satisfacer esas demandas sin, al mismo tiempo, herir susceptibilidades. Once Upon A Time In Hollywood, sin embargo, entrega un retrato cariñoso, un tanto taxidérmico y un tanto hagiográfico tal vez, pero evidentemente concentrado en retratar a Sharon Tate como alguien distinto a una víctima trágica: Tarantino está tan encariñado con el fantasma de Sharon Tate que ha construido una película entera para resucitarla y declararle ese cariño en forma de un destino distinto. En tiempos del auge del true crime, donde crímenes y personajes como los asesinatos de Tate-LaBianca y Charles Manson son utilizados para construir una narrativa de mistificación del asesino serial en series como Mindhunter (sin despertar siquiera la mitad de quejas que inspira la versión de Tarantino), lo de Tarantino y Tate y Manson se antoja como una reimaginación casi radical de las historias “basadas en hechos reales”.

Once Upon A Time In Hollywood, así, es una película un tanto diferente en la filmografía de Tarantino. Y resulta sumamente espinosa. Pienso en este cartón, uno que le reclama —falseando adecuadamente los hechos de la película, vieja técnica infalible— al director el maltrato sufrido por los villanos de la película y las mujeres de La Familia de Manson, olvidando, justamente, ¡que son integrantes de La Familia de Charles Manson!

La cosa no es sencilla, y eso me parece deliberado: la película y su violencia nos ponen en un dilema moral respecto a ciertos hechos en pantalla, dilema donde una respuesta dicotómica es, casi sin remedio, una respuesta equivocada. Aunque la violencia en pantalla pueda resultar indigesta para algunos —la escena del teléfono me hizo doblarme en mi asiento, si les soy sincero—, la lectura maniquea juega en detrimento del espectador y su comprensión cabal de la película. Tarantino, probablemente, esté consciente del asunto: en la secuencia previa a la matanza de La Familia, una de las asesinas —Susan “Sexy Sadie” Atkins, interpretada por Mikey Madison— afirma, tras discutir con Rick Dalton en la entrada de Cielo Drive, en donde se encontraban para matar a Sharon Tate y sus amigos, que en Hollywood viven todas las estrellas de televisión que matan en pantalla y que, en consecuencia, le enseñaron a toda su generación a matar. “¿Qué tal si matamos a quienes nos enseñaron a matar?”, dice refiriéndose a Dalton, que interpretaba a un cazarrecompensas en su show ficticio, Bounty Law. El desplante de Sadie —una extensa diatriba maníaca que afirma, justo como algunas críticas dirigidas contra Tarantino afirman, que la violencia ficticia inspira violencia real, a fin de justificar los asesinatos que están a punto de cometer— inspira a Patricia Krenwinkel y Charles “Tex” Watson a seguir adelante con los asesinatos, pero termina de convencer al personaje de Maya Hawke —una versión alternativa de Linda Kasabian, la integrante de La Familia que testificó para la fiscalía californiana durante el juicio a Manson y sus acólitos— a largarse de ahí y abandonar la misión. Casi en contraposición al discurso de Sadie —y en consecuencia, a algunas de las críticas que han apuntado al director—, Once Upon A Time In Hollywood presenta un mundo donde la moral es materia de una gama de colores más que de blancos y de negros, y creo que esa renuncia a la complacencia y a la lectura simplona es una de sus mayores virtudes.

Scandale! Fasciste!

Como Rick Dalton, Tarantino es un hijo de otra época atrapado en una transición hacia una nueva era, una donde sus valores no son ya los dominantes y donde su cosmovisión puede ser retada por millones de personas. Tarantino es hijo de una época donde los directores construían sus universos con una oposición y un escrutinio muy distintos a los que experimentan ahora. En esos tiempos no resultaba extraño que un director fuera grosero o desdeñoso o, en sus películas, francamente apologético de discursos reprobables; sí resultaba extraño, sin embargo, que esa grosería o ese desdén encendieran un reguero de pólvora que derivara en llamados a un boicot. Tarantino, además, ha dado múltiples muestras de que estos cuestionamientos a su autoría le molestan personal y profundamente; ha gritado, manoteado, contestado feo y, en general, despreciado muchos de esos señalamientos. Su condición de douchebag es difícilmente refutable, pero también es difícil aceptarla como un defecto que imposibilite apreciar las películas.

Por supuesto, nada de esto es ideal. Pero tampoco es como que el cine de Tarantino por sí mismo le haga mucho daño al mundo, que definitivamente no se encuentra en un lugar ideal y en el que definitivamente una de sus cintas, por muy taquillera que resulte, rara vez tendrá una repercusión material, en parte porque esas mismas películas resultan concienzudamente ambiguas: a diferencia de lo que los llamados a la cancelación parecen postular, es auténticamente difícil leer la carrera de Tarantino como un bloque uniforme, unificado por un mismo discurso político.

Crédito: Hollywood Reporter

Tarantino no es Donald Trump: sus películas no inspiran tiroteos ni manifiestos racistas por la sencilla razón de que sus películas no son panfletos ni propaganda, sino obras compuestas de distintas capas de significado que, en la rara ocasión que terminan posicionándose, terminan haciéndolo —no sin sus asegunes, no sin sus rugosidades— contra el fascismo, como en Inglourious Basterds, el racismo, como en Django Unchained, o contra la misoginia, como en Death Proof.


Producto de una época donde los destinos de los personajes se escribían pensando no tanto y no siempre en discursos premeditados sino en las necesidades de la obra, Tarantino lo mismo atiende un rally de Black Lives Matter —difícilmente un fascista, como ya le gritaban al cineasta cuando recogió la Palma de Oro de Cannes por Pulp Fiction en 1994— que incluye epítetos raciales en sus guiones sencillamente porque lo considera necesario; lo mismo construye y escribe personajes femeninos ricos y llenos de textura, como Jackie Brown o Shoshanna Dreyfus o Trudi Fraser, que deja de lado esa misma complejidad a la hora de escribir a una Sharon Tate porque la película, considera él, así lo requiere.

Y uno puede estar o no de acuerdo con sus decisiones —dios sabe que Django Unchained está muy cerca de inspirarme repulsión, y que el choque de Death Proof, filmado con maestría como está, me parece una prescindible licencia ética y estética—, pero eso no implica que sea necesario cancelar su cine. Como yo lo entiendo, el cine no existe sólo para mi propia complacencia. Yo no veo películas para adquirir certezas sobre el mundo que, sin duda, podría obtener con mayor claridad en un libro de texto o, ya encarrerados, en un panfleto.  Independientemente de si estoy de acuerdo con los cineastas o no —y con las excepciones de directores o productores como Roman Polanski, Harvey Weinstein o Kevin Spacey, casos en los que lo urgente y lo importante son los crímenes y no la obra—, cuando voy al cine le confiero a todo director un derecho que me parece inalienable: las reglas de ese universo las pone la película, no mi moral subjetiva. De la misma forma, la larga e intensa conversación que vendrá después —en el caso de este director, una discusión de ya casi treinta años de edad— me parece no solo necesaria, sino parte inherente e indispensable del gusto que me inspira el cine de Quentin Tarantino. EP


[1] “There is no reason for the existence of this movie other than as a primer in pop culture cool”, publicó el crítico del Denver Post Dave Wadsworth en 1994 en una reseña de Pulp Fiction.

[2] En su caso, una serie b de couture, de diseñador. Podría decirse que Quentin Tarantino gentrificó el cine de bajo presupuesto.

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