El horizonte nublado de la salud mental

La llegada de la pandemia ha sido como abrir una caja de Pandora: han surgido de ella muchos malestares sociales. Uno de los más importantes es el de la salud mental. En México, nos dice el neuropsiquiatra Jesús Ramírez Bermúdez, en la salud mental también se ve la desigualdad y un caos administrativo y de planeación que hace difícil la salud integral de la población.

Texto de 02/02/21

La llegada de la pandemia ha sido como abrir una caja de Pandora: han surgido de ella muchos malestares sociales. Uno de los más importantes es el de la salud mental. En México, nos dice el neuropsiquiatra Jesús Ramírez Bermúdez, en la salud mental también se ve la desigualdad y un caos administrativo y de planeación que hace difícil la salud integral de la población.

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La pandemia por coronavirus-19 (COVID-19) ha traído consigo una preocupación por la salud mental. Esto se debe a los efectos del virus sobre el sistema nervioso, a las experiencias colectivas de incertidumbre y aislamiento, y a las pérdidas materiales, afectivas, y de agencia. Los problemas psiquiátricos y neurológicos proliferan entre las personas infectadas; y en las colectividades surgen estados de ansiedad, depresión, trastornos del sueño, fatiga pandémica. En los trabajadores de la salud se acumula el desgaste físico y emocional. Una mirada optimista ve en esta coyuntura una oportunidad para renovar la teoría y la práctica de la salud mental. Pero un plan coherente requiere el análisis del sistema actual y sus deficiencias.

Quiero poner un ejemplo para empezar la discusión. Un paciente desarrolla un estado de psicosis: sufre delirios y alucinaciones y una pérdida en la capacidad para discernir la realidad; al realizar una tomografía de tórax, se descubre una neumonía. El estudio molecular confirma la presencia del coronavirus-19. Los hospitales generales no lo atienden por su condición psiquiátrica, y los hospitales psiquiátricos no lo reciben por el problema infeccioso. Aunque esto parece una versión trágica del teatro del absurdo, es una realidad que viven muchas personas.

Aunque la filosofía de la medicina indica que debemos atender en forma integral la dimensión cognoscitiva, afectiva y conductual del enfermo, junto a sus problemas somáticos, esa integración es inusual en la práctica clínica. Las ramas de la medicina dedicadas a atender los problemas orgánicos de la corporalidad suelen ignorar las lecciones básicas de la salud mental, y los especialistas en la salud mental disponen de recursos teóricos y tecnológicos insuficientes para atender la dimensión física del organismo humano. La separación cartesiana del cuerpo y la mente en los servicios de salud llega incluso al nivel de su organización arquitectónica y administrativa.

“Las ramas de la medicina dedicadas a atender los problemas orgánicos de la corporalidad suelen ignorar las lecciones básicas de la salud mental”

Hace unos años leí un artículo publicado en la revista The Lancet: No Health without Mental Health (No hay salud sin salud mental). Este ensayo científico plantea que los trastornos mentales y del comportamiento representan un porcentaje muy elevado de la carga mundial de la enfermedad. Según la Organización Mundial de la Salud, las condiciones neuropsiquiátricas constituyen el 14 % de la carga global de discapacidad debida a cualquier enfermedad.1 Entre las condiciones neurológicas y psiquiátricas que generan más discapacidad —en términos poblacionales— se encuentran la depresión mayor, las adicciones, la esquizofrenia, el trastorno bipolar, la epilepsia, la enfermedad vascular cerebral, la enfermedad de Alzheimer, y la enfermedad de Parkinson. Estas condiciones también contribuyen a la mortalidad en forma directa, como sucede en el caso de la enfermedad vascular cerebral, la epilepsia y las enfermedades neurodegenerativas; o lo hacen a través del suicidio, la repercusión física de las adicciones, y mediante la comorbilidad de los padecimientos afectivos (depresión y ansiedad) con enfermedades médicas como el cáncer, las infecciones crónicas y las enfermedades del corazón.

El concepto de la comorbilidad tiene varias implicaciones: en primer lugar, las personas con diagnósticos psiquiátricos tienen una probabilidad mayor de desarrollar problemas de salud físicos. Por otra parte, los pacientes con problemas físicos tienen una mayor probabilidad de desarrollar complicaciones psiquiátricas. Además, hay implicaciones para el pronóstico: por ejemplo, la presencia de depresión mayor en personas con cáncer, diabetes mellitus o infarto al miocardio, empeora la calidad de vida y aumenta la probabilidad de un mal desenlace (incluyendo una menor sobrevida).1–3 Los recursos documentales de la medicina y la psicología nos dan acceso a las historias clínicas que enlazan a la antigüedad con el presente, a las sociedades occidentales con las orientales, y nos muestran que los problemas clínicos del cerebro y la mente, si se me permite el término, no son un asunto exclusivo del mundo occidental, contemporáneo, como lo sugiere a veces nuestro prejuicio.

La experiencia subjetiva de un padecimiento neuropsiquiátrico no está separada de su dimensión corporal. El dualismo ontológico del cuerpo y el alma —a lo Descartes— ha quedado obsoleto. La observación sistemática de las neurociencias clínicas y la psicofisiología nos enseñan que los eventos de cuerpo —por ejemplo, las lesiones cerebrales— tienen repercusiones directas y medibles en la experiencia subjetiva y en el comportamiento. Pero estos aprendizajes no deberían llevarnos a una medicalización que ignore las contribuciones específicas de la cultura y de las estructuras sociales a nuestra noción de la salud mental. En ese horizonte, la narrativa literaria contribuye a la conceptualización con recursos propios, mediante los testimonios y las ficciones escritas por un abanico muy amplio de autores, de Gerard de Nerval y Chéjov a Virginia Woolf, William Styron, Sylvia Plath, Yukio Mishima, Susannah Cahalan y Siri Hustvedt. Estos y otros autores nos dan acceso a las vivencias dolorosas de la vida emocional y al desconcierto frente a la emergencia de lo patológico. En la perspectiva literaria, el padecer no está desligado de la historia colectiva, la cultura, y de nuestro sistema de relaciones: la vivencia subjetiva y la corporalidad aparecen ancladas a los conflictos y las inequidades que surgen en torno a la clase social, el género, los prejuicios raciales, la vida económica, la orientación sexual, las diferencias étnicas y lingüísticas. Este tema se recupera y analiza en las humanidades y en las ciencias sociales.

“Pero estos aprendizajes no deberían llevarnos a una medicalización que ignore las contribuciones específicas de la cultura y de las estructuras sociales a nuestra noción de la salud mental.”

A pesar de la extensa documentación provista por la epidemiología, las ciencias clínicas y la literatura, acerca de la salud mental y su importancia, la atención clínica en este campo sufre una tensión marginal permanente. El antiguo mito social de la locura se expresa aún mediante actitudes de miedo y agresión hacia las personas con trastornos mentales y del comportamiento. El estigma está enraizado en las familias, las instituciones, los códigos legales, y también en la medicina. En la práctica médica se observan actitudes de desdén, aproximaciones simplonas o incluso hostilidades hacia personas calificadas como “histéricas” o “psiquiátricas”. También hay despliegues autoritarios entre algunos miembros del personal médico y de enfermería. Pero el estigma y la discriminación rebasan el nivel de las actitudes clínicas, y se implantan en la política y la estructura institucional. La salud mental recibe en México un presupuesto desproporcionadamente bajo en comparación con el porcentaje que representa en términos de discapacidad y mortalidad. Sin presupuesto, las buenas intenciones enunciadas por los gobiernos se convierten en una retórica caduca.

Los hospitales psiquiátricos son insuficientes y están centralizados en las grandes ciudades (hay tres grandes hospitales psiquiátricos en la delegación de Tlalpan, en la Ciudad de México, mientras que hay estados de la República Mexicana sin servicios de hospitalización psiquiátrica), lo cual genera un acceso desigual. Más aún, estas instituciones carecen de equipamiento tecnológico (por ejemplo, dispositivos para obtener imágenes del cerebro o laboratorios clínicos que llevarían los avances científicos a la práctica diaria). Los hospitales psiquiátricos suelen estar aislados de los hospitales generales. La separación impide que la comorbilidad entre padecimientos mentales y enfermedades físicas sea atendida de forma integral: por eso no hay lugares suficientes para atender personas con un trastorno mental y al mismo tiempo con infección por COVID-19. Los expertos mundiales en salud pública 4  han dicho que, en lugar de grandes hospitales psiquiátricos aislados del resto de la medicina, se requiere incorporar la atención psiquiátrica al interior de los hospitales generales, con capacidades para la hospitalización. Así, la atención a la salud mental podría realizarse por equipos interdisciplinarios con personal médico, de enfermería, psicología y trabajo social, capaces de cuidar la salud física y mental del enfermo, sin descuidar las relaciones sociales del individuo con la familia y la comunidad. Pero pasan las décadas y se construyen nuevos hospitales generales que sistemáticamente negligen las necesidades de la salud mental. Algo similar ocurre en los servicios de salud comunitarios, urbanos y rurales: no se incorporan equipos de salud mental suficientes en esos espacios.

“Los expertos mundiales en salud pública han dicho que, en lugar de grandes hospitales psiquiátricos aislados del resto de la medicina, se requiere incorporar la atención psiquiátrica al interior de los hospitales generales, con capacidades para la hospitalización.”

La organización arquitectónica y administrativa de los servicios psiquiátricos es un problema, pero no es el único. El financiamiento de la salud mental es ignorado o descartado por los seguros privados de gastos médicos en países como México, aunque estos gastos se cubren en otros países. Quienes trabajamos en hospitales públicos somos testigos del desabasto histórico de medicamentos. Se habla mucho en los círculos médicos críticos sobre la medicalización excesiva, que puede ser un problema en muchas ciudades de Estados Unidos, pero en México predomina la falta de acceso a los fármacos con valor terapéutico, según la evidencia científica. En el medio privado, el costo de los medicamentos impide su uso en amplios sectores de la población. Pero ocurre algo similar con la psicoterapia. El número de psicoterapeutas en los servicios públicos es insuficiente. Esto lleva a una situación indeseable y paradójica: la psicoterapia se convierte en un privilegio de clase, porque se ejerce con altos costos en el medio privado, y esto es incongruente con la realidad epidemiológica, que indica el rol de la pobreza como un factor de riesgo para desarrollar problemas de salud mental.

En este contexto aparece el oleaje pandémico de los malestares emocionales y los padecimientos neuropsiquiátricos: la estructura para atender la emergencia llega al presente con deficiencias históricas. La resolución del problema requiere apoyo político, financiero y académico. Pero hay otra cuestión: los trabajadores de la salud mental se encuentran con graves divisiones ideológicas y profesionales, que les impiden gestionar una mejor organización de la atención clínica sobre bases comunes. Hay pugnas permanentes entre grupos de psicoanalistas, psicólogos conductistas, partidarios de la neurociencia, además de que hay pleitos territoriales entre gremios e instituciones. Esto lleva a modos muy distintos de abordar un mismo problema, a pesar de que la información científica disponible podría garantizar un mayor acuerdo y estándares mínimos en la atención. La falta de regulación profesional y los mínimos estándares académicos requeridos para ejercer la psicoterapia permite que algunos profesionales —o personas sin la formación necesaria— realicen prácticas pseudocientíficas con un abanico exuberante de posibilidades, que incluyen la dianética, la programación neurolingüística, el coaching, las constelaciones familiares y otras pseudoterapias (reiki, terapia de ángeles) en las que el fraude y avaricia se disfrazan de espiritualidad. Todo esto conduce a una Torre de Babel precaria y mal preparada para afrontar los problemas emergentes; en este contexto, el debate académico y la investigación son indispensables para desatar los nudos ideológicos. Creo que la oportunidad de renovarse existe y es urgente, pero se requiere un diálogo interdisciplinario riguroso, con ese ingrediente tan escaso en nuestros planes públicos: el sentido de la (auto)crítica.

1. Prince M, Patel V, Saxena S, et al. No health without mental health. Lancet. 2007;370(9590):859877. doi:10.1016/S0140-6736(07)61238-0

2. Hemingway H, Marmot M. Psychosocial factors in the aetiology and prognosis of coronary heart disease: Systematic review of prospective cohort studies. Br Med J. 1999;318(7196):1460-1467.

3. Katon WJ, Rutter C, Simon G, et al. The association of comorbid depression with mortality in patients with type 2 diabetes. Diabetes Care. 2005;28(11):2668-2672. doi:10.2337/diacare.28.11.2668

4. World Health Organization. The World Health Report 2001. Mental Health: New Understanding, New Hope. France; 2001.

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