El complicado camino de la justicia en México

La impunidad en México puede esconderse en la falta de claridad sobre las facultades de las instituciones que forman parte del sistema de procuración y administración de justicia, entre los poderes ejecutivo y judicial. aunque nuestros juzgados y tribunales resultan ineficaces, en este artículo surya palacios detalla cómo gran parte de la responsabilidad no está en los poderes judiciales, sino en los ejecutivos.

Texto de 20/04/20

La impunidad en México puede esconderse en la falta de claridad sobre las facultades de las instituciones que forman parte del sistema de procuración y administración de justicia, entre los poderes ejecutivo y judicial. aunque nuestros juzgados y tribunales resultan ineficaces, en este artículo surya palacios detalla cómo gran parte de la responsabilidad no está en los poderes judiciales, sino en los ejecutivos.

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Karla acudió desesperada a la agencia del ministerio público de la alcaldía de Tláhuac, en la Ciudad de México, buscando reportar la desaparición de su sobrina. Creyó que ese martes 11 de febrero recibiría ayuda de inmediato,que se activaría la llamada Alerta Amber para que la policía de la capital mexicana, que depende del Poder Ejecutivo local,la buscara. No ocurrió así. 

En vez de recibir apoyo, Karla fue testigo de lo que cientos de mexicanos escuchan todos los días por parte del personal de las fiscalías: “Aquí no puede denunciar”, “No nos toca en esta oficina”,“Tiene que ir a otro lugar”. La Denuncia por la desaparición de la sobrina de Karla fue finalmente recibida la noche del día siguiente. El ministerio público de la alcaldía Azcapotzalco,a 44 kilómetros del lugar donde la niña fue vista por última vez, se haría cargo de buscarla. La pesquisa dio comienzo 24 horas después de la recepción del reporte, ya era tarde. El cuerpo sin vida de Fátima fue encontrado por ciudadanos en un lote baldío; tenía siete años.

Este caso denota una serie de negligencias por parte de la autoridad y debería ser excepcional, pero no es así. Es una constante en todas las agencias del ministerio público del país, donde se alienta al personal a rechazar las denuncias con el único fin de mostrar avances de manera cuantitativa: si se reciben menos denuncias se infiere que bajan los delitos y —en la lógica de la burocracia mexicana— se es más eficiente. Muy lejos de este escenario, aunque no se reporten, la incidencia delictiva sigue aumentando,en especial la violencia feminicida como en los casos de Fátima, Nazaret (15 años), Valeria (11 años) o Itzel Nohemi (siete años); feminicidios ocurridos en la capital mexicana, Sonora y Estado de México, que forman parte de una macabra estadística a la que ya nos hemos acostumbrado. 

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (Envipe), elaborada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en México se registraron en 2018 poco más de 33 millones de delitos y 93.2% de ellos no se denunciaron. Del 6.8% que sí fueron reportados, sólo en 82% de los casos el ministerio público decidió iniciar una investigación; de esa proporción, los hechos delictivos lograron resolverse sólo en 19% de los casos. Esto significa que de cada 100 delitos cometidos en nuestro país, es probable que sólo sean efectivamente castigados 1.05, a pesar de que tres de cada 10 hogares en México tienen al menos una víctima de algún delito. 

¿Quiénes son los responsables? 

El rostro de la impunidad en nuestro país suele desdibujarse entre las estadísticas y el desconocimiento que, en general, existe sobre las facultades de cada una de las instituciones que forman parte del sistema de procuración y administración de justicia. A esto se añade la intencionalidad política que pretende responsabilizar sólo a los jueces de la falta de castigo. Si bien los juzgados y tribunales mexicanos son en extremo lentos y formalistas, lo que sin duda limita el acceso a la justicia —el cuello de botella— no está en los poderes judiciales, sino en el ámbito de los poderes ejecutivos. La responsabilidad de contar con ministerios públicos que efectivamente investiguen todos los delitos es de los gobernadores, de quienes dependen las fiscalías o procuradurías de justicia que existen en cada una de las 32 entidades del país. En el ámbito federal esta responsabilidad recae en el presidente y en la Fiscalía General de la República. 

En esta cadena de mando hay que añadir a los presidentes municipales, cuyas policías preventivas no investigan delitos, sino que actúan tratando de evitarlos, o notifican a las fiscalías cuando estos ya ocurrieron. En pocas palabras, antes de que un juez analice un expediente para luego dictar sentencia, son miles los funcionarios que en México deberían desarrollar de manera adecuada su trabajo, a fin de que los hechos delictivos sean sancionados.

¿Cómo distinguir los distintos ámbitos? 

La procuración y administración de justicia son dos esferas que pertenecen a distintos poderes. La primera es responsabilidad de los poderes ejecutivos del país —los gobernadores— y la segunda de los poderes judiciales del fuero común en las entidades o en el ámbito federal. El primer eslabón de lo que popularmente se conoce como justicia empieza con las policías municipales y con las corporaciones preventivas de los estados. Sus responsabilidades son de vigilancia y disuasión, para evitar la comisión de delitos, o de primeros respondientes, en el caso de las llamadas de auxilio de los ciudadanos. Las policías municipales y las policías preventivas de los estados, como encargadas de las medidas disuasorias que se aplican en las calles para garantizar la seguridad pública, pueden hacer detenciones de personas que acaban de cometer un delito —en flagrancia— o buscar a un delincuente inmediatamente después de que éste ejecutó el hecho antijurídico. A su vez, las policías investigadoras —antes conocidas como policías judiciales y también dependientes de los poderes ejecutivos— son las encargadas de reunir las pruebas para que los ministerios públicos consignen ante los jueces a los presuntos delincuentes. 

Pongamos como ejemplo el delito de robo, que de hecho ocupa poco más de 50% de los ilícitos que afectan a los mexicanos. Si alguien se apropia de lo ajeno en un negocio y es descubierto, la policía municipal o la policía estatal pueden llevar a cabo la detención. Tras ello, los agentes deben enviar al detenido ante el ministerio público; éste a su vez debe integrar una carpeta de investigación que reúna el informe de los policías, la denuncia del afectado y los elementos de prueba para poder acusar al responsable. Con todo esto la carpeta se turna al Poder Judicial, donde primero un juez del fuero común debe validar la detención para posteriormente iniciar el proceso penal correspondiente, que debería terminar en una sentencia. Aquí es en donde empiezan los problemas; si el ministerio público remite al detenido ante el juez con una carpeta de investigación deficiente o incompleta, el togado no puede llevar a cabo su trabajo y el detenido seguramente será puesto en libertad, pues los juzgadores, legalmente, no pueden actuar de otra forma. 

A diferencia de lo que ocurre con los ciudadanos, que podemos realizar cualquier actividad mientras no esté prohibida, las autoridades sólo pueden llevar a cabo lo que expresamente señalan las leyes; a esto se le conoce como principio de legalidad. Es por eso que los jueces no pueden enviar a prisión a nadie si previamente no cuentan con las pruebas que muestren su responsabilidad. El respeto al principio de legalidad es fundamental en cualquier Estado de Derecho; ningún juez puede vincular a proceso y mantener en prisión a los presuntos delincuentes si no cuenta con elementos que prueben el delito, no estamos hablando de formalismos sin importancia, sino del derecho humano que impide que cualquier persona sea encarcelada de manera arbitraria. En ese tenor, debemos recordar que las suposiciones no son pruebas, ni las percepciones o señalamientos sin fundamentos fácticos. 

Siguiendo con el ejemplo anterior, cuando ocurre un robo y las policías preventivas no detienen al responsable inmediatamente después de ocurridos los hechos, el afectado debe acudir a la fiscalía de su entidad a levantar una denuncia y el encargado de recibirla es el ministerio público. Aquí se ubica el corazón de la impunidad que padecemos en México: no sólo el afectado por un robo debe enfrentar la negativa de los fiscales, a las víctimas de cualquier otro delito cotidianamente se les insta a no denunciar. Pretextando falta de tiempo, exceso de trabajo o carencia facultades —el clásico “aquí no corresponde”—, los ministerios públicos se niegan a recibir las denuncias. De cada 100 delitos que afectan a los mexicanos, en sólo cinco casos el ministerio público decide abrir una carpeta de investigación y, de estos últimos, en un solo caso el responsable será sancionado posteriormente por un juez, según los resultados de la Envipe. 

Además de rechazar a la mayoría de los denunciantes, los ministerios públicos no están capacitados de manera adecuada; por eso, cuando logran dar con el responsable de un delito, éste tiene amplias posibilidades de no ser sentenciado. En esta etapa los errores de las fiscalías también son numerosos: si una persona logra denunciar un delito y corre con suerte para que la fiscalía —efectivamente— lo investigue, debe cruzar los dedos para que el juez emita una orden de aprehensión. Si la carpeta de investigación está bien integrada se otorga esa orden; si no, el delito seguramente quedará en la impunidad, pues los ministerios públicos no vuelven a investigar ni tratan de mejorar la carpeta respectiva, cierran el caso argumentando que no hubo elementos para resolver el delito, a partir de que el juez les negó la orden de aprehensión. Suponiendo que la investigación preliminar esté bien hecha y el juez otorgue la orden para la detención del responsable del delito, éste no necesariamente recibirá su castigo; para que el juez sentencie el ministerio público debe probar fehacientemente que el detenido es el autor del ilícito y las pruebas que aporte durante el proceso penal deben ser válidas, objetivas e idóneas. 

¿Por qué fallan los fiscales? 

En el ámbito federal se repiten los mismos errores: quienes trafican con estupefacientes, por ejemplo, pueden ser detenidos en flagrancia por la Guardia Nacional, corporación creada en 2019 en sustitución de la Policía Federal. Pero si la detención no se lleva a cabo de esta forma, el ministerio público federal debe solicitar, previa investigación, una orden de aprehensión en contra del presunto responsable. Si la carpeta no está bien integrada, los jueces de distrito federales no pueden ordenar la aprehensión, ni mantener privados de su libertad a los delincuentes. No importa que se trate del peor malhechor de nuestra historia: sin las pruebas que deben proporcionar los ministerios públicos federales, los jueces están atados de manos. Esto último incluye a los tribunales colegiados y unitarios de circuito, instancias que a nivel federal revisan el trabajo de los jueces de distrito en los casos de quejas, apelaciones o solicitudes de amparo. El Poder Judicial de la Federación, que culmina en la Suprema Corte de Justicia, no puede actuar de manera espontánea en el ámbito penal; necesariamente tiene que activarse a través del trabajo que lleva a cabo el ministerio público, tal y como ocurre entre las fiscalías de las entidades y sus respectivos poderes judiciales. Por eso no sólo se necesitan las penas de prisión que se encuentran en los códigos penales, de manera enunciativa. De nada sirve que en el texto un delito se castigue con 70, 90 o hasta 100 años de cárcel, si las posibilidades de que se aplique dicha sanción son sólo de 1.05%. En México el incentivo es claro: 99 de cada 100 delincuentes nunca serán sancionados y en la mayoría de los casos la autoridad ni siquiera se molestará en abrir una investigación. Si la amenaza intrínseca de la ley no se materializa en la realidad, es obvio que las normas jurídicas, por muy duras y estrictas que parezcan, serán inoperantes. ¿La responsabilidad es de los jueces? Además de las deficiencias que son responsabilidad de los fiscales y ministerios públicos, es cierto que también hay fallas que deben corregirse en el ámbito jurisdiccional. Los mayores problemas se presentan en los poderes judiciales de las entidades federativas, donde la administración de justicia es lenta y onerosa, sometida a intereses políticos y clientelares. Todavía es muy común que el personal de los juzgados en materia penal de las entidades federativas reciba sobornos para “agilizar” o retrasar un asunto. Para nadie es un secreto que los abogados postulantes no pueden consultar ningún expediente sin antes “reportarse” con el encargado de su custodia. Sin dinero a cambio, los volúmenes que integran el proceso se pierden, traspapelan o —en el mejor de los casos— “están en acuerdo” con el titular del juzgado. Todos son sólo pretextos para obligar al embute. Luego vienen las deficiencias en la capacitación de los juzgadores locales, que se conjuntan con los errores, por acción u omisión de los ministerios públicos, para preparar un cóctel perverso que da como resultado la impunidad para los delincuentes y para aquellos que, como autoridades de los poderes Ejecutivo o Judicial, deberían ser castigados por su actuar negligente. Se trata de un sistema viciado de origen, que no responde a las necesidades de la población y trabaja a partir de concepciones equivocadas, producto de una tradición jurídica que no respeta los derechos humanos de las víctimas, pues la denegación de justicia es en sí misma una revictimización que el Estado inflige a todos aquellos que en realidad debería proteger. EP

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