1 de mayo en cuarentena: cuidar a quienes nos cuidan

Festejar el 1 de mayo debe pasar por recordar y revalorar las luchas que han conferido a los trabajadores un espacio de mayor dignidad. César Morales Oyarvide presenta un ensayo que sirve para entender mejor esta fecha.

Texto de 01/05/20

Festejar el 1 de mayo debe pasar por recordar y revalorar las luchas que han conferido a los trabajadores un espacio de mayor dignidad. César Morales Oyarvide presenta un ensayo que sirve para entender mejor esta fecha.

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1En una crisis de la magnitud de la que vivimos, el mundo del trabajo se transforma radicalmente. Unos pocos empleos resultan —dentro y fuera de los hospitales— indispensables para la sociedad, mientras el resto parece haberse convertido de pronto en irrelevante. Tarde o temprano, esto nos mueve a preguntarnos: ¿será correcta la forma en que jerarquizamos las profesiones? ¿Es justa la manera en que los distintos trabajos son retribuidos en status y salario? Y si no es así, ¿qué podemos hacer? Como conmemoración de este primero de mayo, Día Internacional de lo Trabajadores, comparto una breve reflexión al respecto desde la cuarentena.

La literatura y el cine apocalíptico han sido un compañero fiel de muchos en estos días de cuarentena. En una de las novelas más populares del género, “Guerra Mundial Z”, la lucha de la humanidad contra una pandemia de zombies —descubierta también en China— trae consigo un problema adicional: lo inadecuada que resultaba el grueso de la fuerza laboral —llena de “ejecutivos”, “analistas” y “consultores”— para contribuir a la gesta por la supervivencia. El relato cuenta cómo, a través de un ambicioso programa de reeducación, el gobierno estadounidense trata de enseñar a su población las habilidades necesarias no sólo para sobrevivir a la guerra sino para ejercer oficios útiles el día después de la victoria. En el proceso surgen dificultades, como el caso de una ex directora de casting que no soporta ver que su antigua empleada doméstica sea ahora su profesora, pero también momentos de alegría, como la historia de un antiguo abogado corporativo convertido en deshollinador que se llena de orgullo al “ayudar a sus vecinos a estar calientitos”.  

Salvando las distancias, hoy la epidemia de COVID-19 podría generar transformaciones igual de importantes en el mundo del trabajo que las que imagina Max Brooks. Alrededor del mundo, las medidas para disminuir la propagación del virus han requerido detener todas las actividades económicas consideradas “no esenciales” o, en los casos en que sea posible, realizarlas de forma remota. Para millones de trabajadores, este cambio ha significado un golpe económico y psicológico. Por un lado, especialmente en contextos en los que los sistemas de protección pública son insuficientes, como México, el desempleo vuelve a ser una fuente de angustia para quienes tienen que encontrar una nueva forma de buscarse la vida en el nuevo mundo “post-coronial” (usando la expresión de la politóloga Saara Särmä). Por el otro, la súbita toma de conciencia sobre el carácter prescindible del trabajo que realizan muchos empleados enviados a sus hogares es una llamada de atención sobre la expansión de un fenómeno que el antropólogo David Graeber bautizó como “bullshit jobs”. Por “bullshit jobs” se entiende el tipo de trabajo de índole administrativa, a veces absurdo y cada vez más difícil de justificar incluso por quienes lo desempeñan, que hoy constituye el grueso de las economías modernas y que en no pocas ocasiones tiene un mayor prestigio —y una mejor remuneración— que empleos socialmente más útiles. De acuerdo con Graeber, más allá de lo económico el problema con estos trabajos “de mentira” es la violencia psicológica que generan en quienes los realizan, conscientes del engaño en el que participan. Algo con lo que hoy millones de oficinistas en sus casas seguramente coincidirán.

Con todo, no es de estos trabajadores de quienes quisiera hablar sino de un grupo de mujeres y hombres que vive una contradicción indignante que hoy cobra especial relevancia: aquellos que se ven obligados a trabajar en medio de la crisis pues sus empleos tomaron súbitamente el carácter de imprescindible, esencial.  Me refiero no sólo a los médicos y enfermeras —héroes y protagonistas indiscutibles de esta “Guerra Mundial C”— sino a quienes, desempeñando trabajos considerados de segunda o de tercera, precarizados y prácticamente invisibles para el mundo hasta hace cosa de un mes, son parte fundamental del esfuerzo que sostiene a este nuevo mundo en confinamiento. Se trata de trabajadoras y trabajadores que se arriesgan tanto como el personal sanitario, pero con peores salarios y un reconocimiento social muchísimo menor: los empleados de limpia, quienes recogen nuestra basura, los choferes y transportistas, los vigilantes y policías, quienes ejercen labores de cuidados (remuneradas o no, dentro de la familia o fuera de ella), las trabajadoras domésticas1, las cajeras de los supermercados, los trabajadores de mantenimiento que siguen arreglando nuestras calles, los carteros, agricultores, campesinos y ganaderos, los empleados de agencias funerarias y la legión de “personas-caja” que se desplazan con la etiqueta —y poco más— de empresas como Uber, Rappi o Cornershop.2

La paradójica situación de estos trabajadores ha generado situaciones como que en Estados Unidos los jornaleros migrantes hayan recibido un documento del gobierno de Donald Trump que los reconoce como “trabajadores esenciales” al tiempo que continúan viviendo con el miedo de una posible deportación, o que el Reino Unido del Brexit se vea obligado a “volar” a trabajadores de Europa del Este a sus campos para recolectar cosechas que de lo contrario se pudrirán.

Sin la intención de quitarles capacidad de agencia a estos colectivos, la pandemia obliga a quienes tenemos el extraño privilegio de trabajar desde casa a reconocer este absurdo y hacer algo al respecto. Hoy, 1 de mayo, una fecha emblemática para la lucha de los trabajadores, es preciso darle su lugar a todas esas personas que han hecho posible que nuestro mundo no colapse. 

Como escribe el filósofo Franco Berardi, la crisis producto del nuevo coronavirus marca el retorno y la primacía del “valor de uso” sobre el “valor de cambio”. No es el dinero sino el uso, lo útil, luego de ser olvidado y negado por tanto tiempo por la economía, lo que resulta indispensable para el presente y futuro de nuestras sociedades. ¿Y qué es lo útil? En primer lugar, los trabajos que se encargan de lo que desde el feminismo se ha llamado la “reproducción social”: los trabajos requeridos para mantener la vida en el más amplio sentido de la palabra: la limpieza, la alimentación, los cuidados, la enseñanza. Son, curiosamente, los trabajos más feminizados, y a pesar de su importancia, como explica la historiadora Thiti Bhattacharya, son empleos cuyos trabajadores (más bien, trabajadoras) “son las peor pagadas, las primeras en ser despedidas, quienes enfrentan acoso sexual constante y a menudo violencia directa”.

En esta cuarentena nadie ha dicho: “¡Necesitamos a un corredor de bolsa!”. Salvo quizá Bill Gates, nadie ha exclamado que necesita un abogado de patentes.  Lo que se requiere son más enfermeras, más agricultores, más cuidadoras. Estos son en realidad los trabajos esenciales de la sociedad, aunque llevemos años (¡siglos!) devaluándolos. Lo que hoy nos toca es pensar un futuro de manera que se les brinde a estas ocupaciones el digno lugar que siempre han merecido pero que hoy parece revelársenos al fin. 

Para hacerlo necesitamos poner en marcha un proyecto de redistribución tanto en términos económicos como simbólicos. Es decir, un reconocimiento que no puede quedarse solo en el aplauso o en un sentimiento de deuda hacia estos trabajadores que se limite al ámbito de lo privado (por más que esto sea justo y necesario), sino que ha de transformarse en una serie de medidas políticas y económicas que permitan darles una mayor protección social, mejores salarios y las condiciones necesarias para el goce efectivo de sus derechos.

No será fácil, pero ojalá el próximo primero de mayo podamos celebrar de nuevo en las calles, con menos actos heroicos y más trabajos decentes para quienes hoy se ponen en riesgo para protegernos; con menos aplausos pero mayor seguridad y estabilidad para quienes hoy no pueden quedarse en casa. Un Día de los Trabajadores en el que podamos decir que, como sociedad, cuidamos a quienes nos cuidan. EP

1  Un ensayo de Patricia Guzmán y Antonio Villalpando sobre la situación de estas trabajadoras en la pandemia puede consultarse aquí.

2 Un reporte realizado desde la Conferencia Interamericana de Seguridad Social por Leyla Acedo y Roberto Castillo sobre los repartidores de plataformas digitales ante el COVID-19 está disponible aquí.

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