De vuelta al jardín

En este ensayo, Andrea Reed-Leal aborda la íntima relación con su jardín y las bondades del autocultivo de alimentos.

Texto de 21/01/22

En este ensayo, Andrea Reed-Leal aborda la íntima relación con su jardín y las bondades del autocultivo de alimentos.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Cada planta las leyes eternas te anuncia ahora, 

cada flor conversa más y más alto contigo. 

— J.W. Goethe

Vi que no hay Naturaleza, 

que la Naturaleza no existe

— Fernando Pessoa 

Behold this compost! behold it well!

— Walt Whitman 

Encuentro  

Una flor amarilla abre esta mañana. Tiene unos pétalos gruesos, pero suaves que en conjunto forman un círculo casi perfecto. No sé su nombre. Busco en internet: comienzo con “flor de pétalos amarillos y largos”. El resultado son decenas de nombres difíciles. Me acerco a ella, me estremece. Su especie es Gerbera jamesonii. En Wikipedia leo que deben estar entre 16 y 25 grados. ¿Tendrá frío esta mañana? La veo transformarse desde hace unas semanas. Al inicio era un pequeño brote verde entre la tierra. Su tallo crecía recto y despacio, en un movimiento casi imperceptible —como todo crecimiento—. No sabía qué forma llegaría a tener; ahora parece que ha madurado y su forma es tan perfecta que, en cierto modo, esconde su infinita delicadeza. 

Había olvidado lo que era sentir y oler la tierra cada día. Después de siete años en un pequeño departamento en la Ciudad de México, dejé de percibir el mundo orgánico que me contenía y rodeaba. Cuando llegamos a nuestro nuevo hogar, lo primero que hice fue quitarme los zapatos y tocar la tierra con las plantas de los pies. Es una sensación reveladora. Sentir con la piel las cerdas vivas es como acariciar a un animal con las puntas de los dedos.

En la parte de atrás de la casa teníamos un pequeño espacio con pasto, y poco a poco, en un proceso parecido a abrir los ojos al despertar, sembramos flores, árboles, verduras y leguminosas. Trabajábamos con la tierra, llené mis manos de ella; reutilizábamos los desperdicios de la cocina y alimentábamos la tierra. Y con los días apreciábamos más nuestra composta: tan bella y asquerosa, olorosa y tan llena de vida. Esa masa grotesca llenaba de nutrientes la tierra que iría a las plantas. Cada cierto tiempo la movíamos y las lombrices rosadas se retorcían saliendo de los pedazos de comida. Se multiplicaban velozmente y pronto eran olas de lombrices hambrientas. 

“Trabajábamos con la tierra, llené mis manos de ella; reutilizábamos los desperdicios de la cocina y alimentábamos la tierra. Y con los días apreciábamos más nuestra composta: tan bella y asquerosa, olorosa y tan llena de vida”.

El jardín nos invitaba; con el pasar de los días, salíamos cada vez más a permanecer y caminar entre los arbustos. Salíamos a enseñarnos lo que nos sorprendía: “Ven a ver estas hojas del tallo tan puntiagudas”, le decía a mi pareja. “Ven a oler los pétalos de esta flor”, me insistía. El jardín era nuestro espacio de encuentro. Observábamos lo que crecía y cómo lo hacía: ramas, hojas, pétalos, cuerpos se estiraban durante la noche y en la mañana era una sorpresa. Las flores se abren y cierran, y nos preguntábamos si tenía una causa específica: ¿qué sentirán? ¿Será que era un día más frío? ¿Está apachurrada la flor y por ello se retrae? Algunos días aumentaba la intensidad de los olores: ¿hoy está contenta la flor? 

Nudo en nudo 

Esta tarde baño mis manos en las hojas de lavanda. Siempre me ha fascinado su olor y su complexión es de lo más interesante: esas flores diminutas moradas y otros pétalos más grandes que se condensan de forma circular sobre una estructura vertical. Pongo atención en las diferentes maneras en las que crece el arbusto. Observo los días en que los tallos son más tersos y desaparecen las flores. Empieza de pronto un momento muy activo: los pétalos finos se abren y su perfume en estos días es intenso. Mis dedos bailan sobre sus hojas y después me los llevo a la nariz. Me encanta el olor de la lavanda y puedo notar cómo cambia con los días. Al inicio había aquí sólo tres o cuatro ramas con pocas flores, ahora hay más de una decena; no vi si se expande desde la raíz, en el tallo o sus nudos. En verdad aquí es la vida resplandeciente. Recorto el arbusto y guardo los pétalos debajo de mi almohada o en el clóset. Mi habitación está perfumada. 

Pienso en el lenguaje que me falta para describir lo que veo. Le pregunto a la lavanda por su anatomía, como si me pudiera responder. Me siento entonces observada: ¿si yo la percibo, puede ella percibirme? Aquí, en este encuentro, me fuerza a reconocer que ver, saber y percibir –es decir, tener conciencia– no son quizás exclusivamente humanos. Y pienso que con facilidad aceptamos nociones como verdaderas y naturales —como lo que es y no el lenguaje—. Una debe abrirse los ojos para desenterrar otras nociones más antiguas, luchar contra esas imposiciones, contra el disciplinamiento de la experiencia biológica.  

Al ver a la lavanda me pregunto: ¿cómo se expresan las plantas? El silvicultor y guardabosques alemán Peter Wohlleben describe cómo los bosques alemanes se comunican entre sí y comparten agua y nutrientes a través de redes de hongos subterráneos. Los árboles de la misma especie están interconectados con sistemas de raíces y se comunican con aromas, entre otras formas. Quizás aquí también, en el jardín, hay alianzas, amistades, amores. 

Hiervo las hojas de lavanda que tanto me gustan (por un no sé qué que me producen en el cuerpo) y tomo un té. Al final del día, el lenguaje de la planta me recorre, el jardín me habita. 

Cultivar mis alimentos es anarquismo 

Frente a un jardín de pasto, me sentía desértica. Requería muchos litros de agua diarios para que mantuviera su color verde y había que regarlo dos veces al día. La idea de un jardín de pasto como espacio perfecto proviene de la cultura cinematográfica estadounidense. El jardín es un elemento más de decoración; pero en Puebla es difícil tener suficiente agua los meses de sequía y el pasto requiere de fertilizantes y químicos para crecer. El jardín cortado a ras da la impresión de un hogar limpio y ordenado. Esa noción de “orden” niega la idea de que lo múltiple en el jardín, lo que supone el desorden, es en realidad más saludable para las plantas y la tierra, y permite un uso más sustentable del agua. Con mi jardín ejerzo mi resistencia al neoliberalismo que convierte los alimentos en mercancía y ha empujado el monocultivo como práctica “eficaz” para producirlos. Un día, Pablo Barroeta, agrónomo ecologista, me habló de la siembra multicultiva como práctica autosuficiente y como resistencia al sistema en Petricor, su proyecto de huerta urbana. Sembrar distintos cultivos ayuda a que la tierra naturalmente restaure sus nutrientes y vitaminas, me explica. En el barrio de Santa Maria Xixitla, en Cholula, Pablo reforestó un terreno baldío y ahora es un pequeño jardín de multicultivos, donde gallinas y cabras andan libres y ayudan a estimular la tierra. 

En nuestro hogar sembramos lechuga, nopal, camote, cilantro, manzanilla, pepino, calabaza y maíz. Recorro los espacios donde sé que dejé semillas. Mis uñas se llenan de tierra, mis manos se resecan. Me lleno del jardín. Con el movimiento suave y lento, casi imperceptible, un día vi una pequeñita forma y un color distinto salir de la tierra. Al otro, me descubro en simbiosis con el jardín —ninguno deja de cambiar—. 

Siento un especial afecto por lo que ha crecido aquí. Preparé un elote asado con mayonesa y limón, y lo comimos saboreando conscientes el tiempo que le llevó aparecer en la tierra, crecer y madurar. Noté que la milpa en el jardín crecía ya más arriba de mi altura y pensé que estaban las mazorcas ya listas. Las abrí para encontrar un elote aún sin granos; poco a poco reconocí la paciencia en el cuidado de los alimentos. 

El maíz no es “perfecto”, uniforme. Al contrario, tiene granos de múltiples tonos de morados y tamaños. ¿Cómo perdimos la noción del proceso de cómo crecen los alimentos? Mirar ahora en los supermercados maíces amarillos y de tamaños homogéneos, con una aparente perfección, etiquetados y envueltos en plástico me parece una realidad de ciencia ficción. 

“El maíz no es “perfecto”, uniforme. Al contrario, tiene granos de múltiples tonos de morados y tamaños. ¿Cómo perdimos la noción del proceso de cómo crecen los alimentos?”

Expresión de sí misma desde todos los rincones y en todas las direcciones 

Cuando llegó la primavera fue éxtasis. Me sentía embriagada entre los colores y olores de mi jardín. Las flores explotaron una mañana y estuve aquí para acompañarlas. Con un libro en manos, Toribio y Nymeria a mis pies, estábamos rodeados de ese gran misterio —la perpetua transformación—. Las mariposas y las abejas comenzaron a llegar a principios de marzo. El sol calentaba las piedras y evaporaba el agua humedeciendo el aire. 

La Canna generalis con pétalos de color rojo, naranja y vino se arruga por las noches como si muriera, pero en las mañanas amanece abierta, exponiendo sus pistilos amarillos. Las abejas bailan aquí y cada día la flor danza su muerte.  

Nuestra relación con las plantas es mucho más intensa de lo que reconocemos. A cada respiro tomamos el oxígeno que producen y toman el dióxido de carbono que nos perjudica. Constantemente nuestros organismos responden a sus procesos químicos como si entabláramos una conversación. Sus aromas son códigos que nuestros cuerpos comprenden. 

Mi jardín de saberes inmemoriales 

Las ramas del olivo ahora tienen unas pequeñas hojas verdes. Es un árbol muy particular: se extiende y parece que gira, algunos troncos gruesos acaban enredándose como una trenza. El tiempo en el jardín es un tiempo distinto: no contrasta el pasado y el futuro, no se marca el tiempo que avanza. Así, el olivo me lleva a los campos del mediterráneo español donde un día —quizás hoy mismo, quizás hace años— caminé perdida y agotada entre cientos de olivos. El olivo de mi jardín tiene el poder de la memoria. Las flores, los árboles y los arbustos del jardín, como los alimentos, contienen saberes y los expresan. Hace alrededor de 6 mil años se cultivó el árbol de olivo por primera vez en las regiones de Siria, Palestina y Creta, y viajó con comerciantes y conquistadores hacia el sur de Europa. El aceite de oliva se consume desde entonces para cocinar, por sus propiedades medicinales y para rituales. El olivo y yo compartimos una historia trenzada de miles de años, sin duda, nuestras configuraciones genéticas lo demostrarían.  

Un colibrí en el árbol 

Volteé y vi un colibrí en el árbol. Era pequeñito y de color azul intenso. Creo que tiene su nido en el jardín y duerme allí por las noches, porque cada mañana reaparece cerca del mismo arbusto. Duerme y despierta junto a nosotrxs. Cuando merodea en el jardín se mueve de un lado a otro velozmente, se acerca con su pico y succiona los néctares de las flores. El colibrí es un ave de más de 300 especies, ¿cuál de todas será este? Tan pequeñito que cabría en mi mano y de colores brillantes es un animal muy bello. No me sorprende que sea objeto de creencias que lo asocian a seres sobrenaturales, como las hadas y los dioses. En algunos lugares de Oaxaca y Puebla se cree que el colibrí tiene poderes mágicos y es buen augurio encontrarlos. Estos saberes son heredados desde la antigua Mesoamérica: el dios guerrero y creador Huitzilopochtli renace en un colibrí y de ahí que tengan poderes especiales. Sin saber cuándo llegó el colibrí, estuvo aquí varias semanas. Salía por las mañanas y se escondía al anochecer. Disfrutaba de las flores rebosantes con las lluvias del verano. Hay algo especial y mágico cuando te visita un colibrí en el jardín. 

La despedida 

Me despedí del jardín. A mediados de agosto de 2021, nos mudamos a más de 3 mil kilómetros del jardín donde crecían maíz, lavandas, rosas, pepino y papa. Donde habitaban abejas, ardillas, colibríes, gusanos y ratones. Ahora la tierra es de un color distinto, la hoja de pasto es más gruesa, los olores son otros. Me partió el corazón. Durante dos años nos cuidamos (y comunicamos) todos los días. Recordé lo que era habitar el perpetuo cambio, lo que está vivo y comunica. Aún recuerdo con nostalgia el jardín y pregunto por él: ¿lo estarán cuidando? 

Este pedazo de tierra es pasto, me acerco a él despacio, lo recorro, veo los arbustos casi secos. Compro semillas orgánicas, pero la temperatura y la altura aquí son radicalmente distintas. Aprendo lo que es nativo, cómo es la tierra, sobre las lluvias y el clima. Pronto se caerán las hojas de los árboles y entrará este pequeño ecosistema en modo hibernación. 

El verano está en sus últimas semanas, ahora sé que para que las cosas crezcan debo esperar [la espera como práctica de resistencia frente al tiempo acelerado de producción]. Lo que aquí habita se esconderá un tiempo debajo de la tierra. Todo comienza a morir: veo que las hojas caen de las ramas con los soplidos más delicados. El morir es más un dormir. 
Un día el jardín es una amplia sábana blanca y acolchonada y durante meses no veo más la tierra. El cielo es tan azul estos días. EP

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