El vacío de algo innombrable

El crítico literario Gabriel Wolfson reseña “Isla partida” de Daniela Tarazona, libro ganador del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2022.

Texto de 21/03/23

El crítico literario Gabriel Wolfson reseña “Isla partida” de Daniela Tarazona, libro ganador del Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2022.

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Daniela Tarazona: Isla partida

Almadía / Universidad Autónoma de Aguascalientes,

2021, 131 pp.

Entre Enrique González Martínez y Daniela Tarazona no hay, me parece, ninguna relación. Afortunadamente. ¿Entonces para qué traer a cuento al famoso hombre del búho? Para demarcar, por contraste, la zona en que trabaja Isla partida. El poeta y memorialista de Guadalajara es para mí el mejor ejemplo en nuestras letras de aquella enunciación que borra su asunto al decirlo: anuncia enfático un espectáculo que nace clausurado. Hagamos a un lado su trillada invitación al cygnuscidio, torsión de pescuezo mediante, y veamos estos dos alejandrinos: “Busca en todas las cosas el oculto sentido”, “¡Haz que la vida alcance la excelsitud del sueño!” En ellos resalta un verdadero tic de González Martínez, como en mis propias frases previas: el imperativo. Sus poemas nos hablan, sí, a quienes leemos, dicción que aprendió de Nervo y de Darío, y nos dicen qué hacer: tuerce, vuelca, ama, busca, no desdeñes. Sobre todo, nos prometen una sabiduría trascendental, un reino ideal, a los que, uno supone, el autor desde hace mucho tiene acceso, y sin embargo cada poema suyo se empeña en convencernos de su vacío: una postulación de la poesía como método de conocimiento, pero unos poemas que apenas acumulan retórica sapiencial. Pocas cosas más lejanas del indagar que presumirse profundo. 

“Por otra parte, llevamos años leyendo confesiones, exhibiciones del yo, y decidiendo si soportamos una más, si podremos contrarrestar la culpa por renunciar a ellas”.

Ahora bien, no se trata sólo de la clásica oposición de taller literario entre decir y mostrar. Es cierto que aún se encuentran candorosos ejemplos de horror dicho, de angustia vociferada, pero, así como en casi cualquier producción de Hollywood hallaremos magníficos efectos especiales –por lo cual sobra encomiar una película por sus arabescos tecnológicos–, la mayoría de escritores profesionales saben o logran, mal que bien, sugerir sus terrores y ansiedades, e incluso, los mejores, logran hacerlos ver (aunque las solapas se prodiguen en énfasis didácticos, tomándonos a los lectores por criaturitas incapaces de inferir): los anaqueles, pues, se llenan de eficacia. Por otra parte, llevamos años leyendo confesiones, exhibiciones del yo, y decidiendo si soportamos una más, si podremos contrarrestar la culpa por renunciar a ellas. El mercado actual ha sofisticado su segmentación por edades y temas, y entre estos despuntan la violencia, el dolor, la injusticia, la intersección de humillaciones y arrojo, de descaro y adversidad, mejor garantizados cuando los respalda la vivencia, el conocimiento frontal, y de mejor digestión cuando tales vivencias no son sólo un material de trabajo, como otros posibles, sino el objetivo de una escritura entendida como confesión y transmisión. 

“¿Qué leer ahí? La resistencia del paranoico, claro, su entrega macabra y gozosa a apuntalar el realismo de su manto ominoso…”.

En el libro, Tarazona nos habla de los problemas neurológicos que la conducen a una situación desesperada y a un desdoblamiento –de ahí las dos personas gramaticales que alternan el relato–. Es más, nos presenta imágenes de los electroencefalogramas que se practicó en mayo de 2014. Aparecen, pues, consultas con psiquiatras, estudios médicos, tratamientos (la “sustancia”), delirios, crisis; también, la locura de la abuela Olga y la muerte de la madre, un discurrir matrilineal como posible tentativa de explicación. En páginas sobresalientes se deja ver un rapto, o más bien una meseta paranoica donde un mendigo callejero anticipa la caída de una bomba, se hace ejercicio para no matar, un espejo gigante captura y modifica nuestra imagen, una rata camina por el brazo y el lenguaje es como esa rata o es esa rata. Isla partida, no obstante, está muy lejos de agotar su búsqueda y su resonancia en el contrato de lo veraz (esto que leemos sí ocurrió), en el del testimonio (le ocurrió a Tarazona, y eso basta para apetecer el texto) ni, menos, en el de la pedagogía (es importante interrogar nuestra relación con las neurodivergencias, por ejemplo). Es más, en ese perfecto e insoportable tropo a que la paranoia constriñe el mundo, Tarazona desliza una perla envenenada: “Esto es verídico”. ¿Qué leer ahí? La resistencia del paranoico, claro, su entrega macabra y gozosa a apuntalar el realismo de su manto ominoso, pero también, me parece, un guiño, elegante y perverso: más allá de los electroencefalogramas, de unas cuantas fechas, ciudades o personajes históricos (como Lee Harvey Oswald), el momento donde el libro afirma explícitamente su veracidad es justo el menos confiable, como si con ese tipo de pequeñas señales el relato nos advirtiera: caminante, has llegado a una región sin transparencias ni mapas, deja a un lado tus certezas de adherente, de indignado o de fan. 

“¿Qué es una voz literaria? Tal vez aquella que, capaz de tocar y ser tocada a capricho por ciertas voces muertas, incide en el estado verbal de su época, se mide con él”.

En una reseña, Christopher Domínguez escribió que la voz de Tarazona, “desde el principio, ha sido culta, sentenciosa, literaria”. No me es posible entender por completo a qué se refiere Domínguez, pero estoy de acuerdo. ¿Qué es una voz literaria? Aquella que, diría yo, logre encarnar en su propio tiempo la famosa, enorme, réplica de Mallarmé a Degas: los poemas no se escriben con ideas sino con palabras. Los poemas, las novelas, los libros, podríamos agregar ahora, no se escriben con escaletas, con reivindicaciones ni con sueños, sino con lenguaje. ¿Qué es una voz literaria? Tal vez aquella que, capaz de tocar y ser tocada a capricho por ciertas voces muertas, incide en el estado verbal de su época, se mide con él. Más que cualquier estilo, la voz literaria es entonces una disposición, un ánimo que acepta su materia esencial –palabras, aliento, espacio, puntos, cesuras– y acepta, igual, su dedicación a ella, su entrega. Quizá Tarazona ha percibido oleadas dominantes en este tiempo nuestro, no sólo las obvias del lenguaje mediático y tecnológico o las del discurso gerencial que atraviesa fábricas, ayuntamientos y escuelas, sino las específicas de la prosa denunciante, de la experimentación como asignatura del espectáculo, del verso nuevo pero perpetuamente sentimental. Quizá frente a un dibujo parecido del estado verbal es que el lenguaje de Isla partida evita contar la historia de la locura (mucho menos, de mi locura), e incluso se aparta de la seducción de hacerla hablar: no hay balbuceo, no hay léxico estrafalario ni atípico, no hay descoyuntamiento sintáctico. Ni siquiera hay ese término, locura. No hay eso y, sin embargo, asistimos a un lenguaje insensato, no previsto: con su léxico limitado y casero, con sus frases pequeñitas, en el paso de una palabra a otra, de una pequeña imagen a la que le sigue, se abre un abismo, o bien, como dice Michel de Certeau sobre el lenguaje místico, se “abre el vacío de algo innombrable, [se] apunta a una ausencia de correspondencia entre las cosas y las palabras”. En Isla partida la locura ni se dice ni se narra ni se sugiere: la locura cobra forma. 

Se transmiten, sí, vidas significativas, se confiesan odios y pozos de dolor, se despliega pirotecnia regional, pero alguien tiene que intentar escribir los textos que en el futuro hayan de descifrarse. EP

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