Una oficina sin ventanas

Las oficinas bajo la mirada crítica de Anuar Jalife Jacobo revelan un laberinto de transparencia forzada y secretos ocultos, desafiando la percepción superficial de modernidad y eficiencia.

Texto de 24/06/24

Las oficinas bajo la mirada crítica de Anuar Jalife Jacobo revelan un laberinto de transparencia forzada y secretos ocultos, desafiando la percepción superficial de modernidad y eficiencia.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Dejad, los que aquí entráis, toda esperanza.

Dante Alighieri, La comedia 

I

Al imaginar una oficina es fácil pensar en la palabra lúgubre; sin embargo, basta meditarlo un poco para descubrir que el adjetivo es injusto, pues lejos de ser oscuras, las oficinas suelen estar implacablemente iluminadas. El equívoco, creo, se produce por el ambiente más bien claustrofóbico que predomina en casi todas ellas. Las ventanas son un privilegio de pocos; por ello la jornada burocrática promedio transcurre en un encierro sin vistas al exterior, bajo la higiénica irradiación de lámparas de luz fría que demarcan los confines de un tiempo específico para el trabajo; un tiempo uniforme que se consume al ritmo de las manecillas del reloj, pero que hora tras hora parece idéntico a sí mismo; un tiempo albo que no distingue entre los azules de la aurora, la calidez del mediodía o el abatimiento de la antigua hora vesperal. La oficina es siempre un adentro níveo e inmutable; un espacio que se opone al afuera; un coto vedado a los externos, cuya presencia puede llegar a sentirse como una afrenta. De El proceso, de Kafka, a El ministro y yo, por Cantinflas; de la conmovedora Ikiru, de Kurosawa, a la hilarante La muerte de un burócrata, de Gutiérrez Alea, los relatos donde un grupo personajes suplicantes peregrinan de un despacho a otro, recorriendo pasillos y escaleras retratan la fuerte aversión que las oficinas profesan a los extraños. Como se advierte en la entrada del burocrático infierno dantesco, quien se interna en una oficina debe hacerlo a sabiendas de que ahí dentro no se realizará ninguno de sus deseos.

II

El sueño de la razón administrativa ha perfeccionado a tal grado el carácter claustral del edificio de oficinas, que hoy en día es casi imposible ser recibido en uno sin antes hacer una cita por internet. Los penitentes ya no somos dignos ni siquiera de deambular por los andadores del poder, sino que debemos hallar consuelo frente a una pantalla que arroja un aviso de error o que nos hipnotiza con un sempiterno mensaje de loading… En la actualidad no es poco frecuente que para realizar un trámite en una oficina sea necesario antes hacer otro en línea, para el cual es menester acudir previamente a una oficina, para lo que es requerido realizar con anterioridad un trámite virtual… Las defensas del funcionarismo son cada vez más sofisticadas. No es un lagarto el que cuida el foso del castillo burocrático, sino un intangible uroboros.

III

Estos nuevos métodos conviven con otros tan antiguos que hunden sus raíces en la mitología. Tal es el sentido, imagino, de que innumerables edificios de oficinas posean fachadas recubiertas de espejos. Asociados a la luna y a su capacidad para atraer y repeler fuerzas malignas, los espejos han sido utilizados tradicionalmente como protección contra el mal. Las construcciones de la administración moderna se cubren de espejos, al igual que los toreros se visten de luces, para enfrentar el peligro; mientras que los intrusos, como Medusa ante su propia imagen, quedamos petrificados en una larga fila o en una atestada sala de espera. Se comprende así que la fealdad de estos engendros cristalinos de la arquitectura moderna no responde tanto a un gusto deformado, sino a una función exorcizante, a una conjura de ese mal que representamos todas y todos.

IV

Hace muchos años, cuando tenía aspiraciones de escritor, decidí enviar una colaboración a una revista del Estado. Sorpresivamente, la publicación no solo aceptaba mi texto, sino que además me ofrecía un pago. Para cobrarlo debía llevar a sus oficinas una serie de documentos, firmar un contrato y recoger ahí mismo un cheque. Un poco por el dinero y otro tanto por el sueño de cobrar regalías, decidí viajar de Guanajuato a la sede del Conaculta para hacer el trámite. Recuerdo haber visto con incredulidad aquel ortoedro forrado de espejos, ubicado en pleno Paseo de la Reforma, que yo imaginaba más modesto y menos feo. En el vestíbulo, un guardia me pidió una identificación y a cambio de ella me entregó un gafete de visitante. Subí en un viejo elevador al tercer piso, donde se hallaban las oficinas del programa. No sé qué esperaba encontrar, pero ciertamente no lo que vi. Al abrirse las puertas del ascensor, se me reveló una amplia galería sin ventanas, iluminada por focos claudicantes. Su luz trémula caía sobre decenas de escritorios colmados de papeles y dispuestos con impúdica cercanía. Con provinciano candor, pregunté por la encargada del trámite, para descubrir que era una perfecta anónima entre las numerosas personas que trabajaban en aquel piso. Tras una larga pesquisa me topé con uno de los jóvenes editores de la revista, quien, en su papel de Virgilio, me condujo hasta el lugar de la susodicha, quien se hallaba perfectamente oculta detrás de unos alteros de papel amarrados con rafia. Entregué mis documentos y salí del edificio con una lista de nuevos documentos para entregar, sin contrato firmado, sin cheque y sin ilusiones.

“Entregué mis documentos y salí del edificio con una lista de nuevos documentos para entregar, sin contrato firmado, sin cheque y sin ilusiones”.

V

En años recientes, los elementos opacos o especulares de las oficinas han ido retrocediendo ante el avance de la transparencia, palabra mágica que en el imaginario moderno es una de las nuevas virtudes teologales. Entre la burocracia tradicional, esto causa desconfianza y malestar, pues se siente que uno de los pilares del oficio, el secreto burocrático, es traicionado. ¿Qué secreto es ese? Nadie lo sabe, por eso es secreto. Se trata de una de esas cosas difíciles de definir pero que seguramente hemos experimentado. Cualquiera que haya intentado cancelar una tarjeta de crédito, hacer una aclaración ante el SAT o dar de baja su cuenta de Facebook ha tenido la sensación de abismarse en lo desconocido. Siempre hay algo, al momento de hacer un trámite, que no termina por revelársenos. No importa cuánta confianza o astucia poseamos, cuánta inteligencia o experiencia, en el bosque administrativo siempre caminamos con pasos inseguros. Nuestra única fe yace en una carpeta de cartulina ahuesada, que apretamos con manos sudorosas, donde creemos llevar todo lo necesario para nuestra hazaña. No obstante, al llegar a la oficina, esa pequeña certeza se desbarata e invariablemente la situación cobra un giro trágico: los documentos están incompletos o equivocados. ¿Cómo es posible? ¡Si cotejamos tres veces los requerimientos en la página de internet! La persona a cargo nos dice, como quien enuncia una perogrullada, que la página no está actualizada desde hace años o nos amonesta porque la dirección de tal documento debe coincidir con la del INE o, sin mirarnos a los ojos, nos señala una hoja rosa fosforescente, pegada en la puerta, que reza con tipografía Comic Sans: “Además de los documentos señalados en la página web, presentar acta de defunción de su ancestro más antiguo”.

“No importa cuánta confianza o astucia poseamos, cuánta inteligencia o experiencia, en el bosque administrativo siempre caminamos con pasos inseguros”.

Este ambiente de misterio es el que empodera a las y los burócratas y les da absoluta potestad sobre la voluntad y el tiempo de quienes han osado plantarse ante ellos. Sin embargo, debo decir que esta incertidumbre no es exclusiva de ciudadanos, usuarios o clientes; los mismos administradores conocen solo una pequeña fracción de su propio mundo, el cual representa para ellos, en su mayor parte, una terra ignota. En esas zonas oscuras que se abren entre cubículo y cubículo, departamento y departamento, dirección y dirección, es donde vive, agazapado, el secreto burocrático. Este es la argamasa que mantiene unida y en pie a toda la estructura administrativa, pues una tramitología despojada de su carácter oculto, o sea, una tramitología coherente, diáfana, expedita, contradiría de modo tan profundo su esencia que sencillamente dejaría de existir. 

El nazismo, cuyo régimen de terror fue directamente proporcional a su perfección burocrática, nos ofrece un ejemplo radical de esto. Hacia 1941 —explica Hannah Arendt—, el plan de exterminio de los judíos se guardaba como un “alto secreto” en las cúpulas del Partido Nazi. Para referirse a cualquier asunto relacionado con la llamada “solución final” se creó un “lenguaje en clave” —solución final es justo un ejemplo de este lenguaje—, y aquellos que recibían cualquier información al respecto, dejaban de ser simples “receptores de órdenes” y adquirían la “suprema importancia” de convertirse en “receptores de secretos”, para lo cual incluso tenían que prestar un juramento especial. ¿Qué otra cosa es ascender en el escalafón burocrático sino tener acceso a nuevos secretos institucionales? El secreto hace al burócrata.

VI

De este celo por lo oculto surgen muchos de los hábitos y costumbres de las oficinas. Recuerdo que cuando estaba por egresar de la licenciatura, mi universidad estrenaba una nueva sede integrada por un grupo de edificios circulares, pintados de colores deprimentes, dispuestos alrededor de una enorme plancha de concreto, con una fuente ubicada en su centro, que funcionó solo el día en que fue inaugurada. El interior de uno de esos edificios albergaba el Departamento de Control Escolar. De forma temeraria, en aquel espacio, se habían sustituido las tradicionales divisiones de tablaroca por muros de cristal y a las y los trabajadores los habían colocado en “islas”, compuestas por un conjunto escritorios organizados en círculos, expuestos a la vista del público a lo largo de un amplio y extenso corredor. Ahí tramité mi título de licenciatura, no sin cierta incredulidad sobre la existencia de un lugar como ese en una universidad pública. Una década más tarde, el hado burocrático me llevó a trabajar en aquellas oficinas. Para mi alegría, las personas habían tomado aquel espacio tan falsamente apolíneo para convertirlo en un auténtico gallinero. Las paredes de cristal se cubrieron con carteles viejos, avisos caducos impresos en hojas de colores y cartulinas con mensajes que pretendían infundir optimismo o dar lecciones de sabiduría. Las islas se desintegraron, los escritorios se alinearon contra las paredes y se construyeron barricadas con cajas, archiveros, máquinas fotocopiadoras y, en general, con cualquier cacharro que sirviera para dar algo de privacidad al espacio de trabajo personal.

VII

Cosas así se pueden hacer en una institución pública, pero no en organizaciones con administraciones más duras, como las de un banco, donde, a través de algo como un panóptico de cristal, observamos y somos observados, en un ambiente de perverso ascetismo. Son lugares en los que desde un manual de imagen corporativa se establece qué cosas deben estar sobre la mesa de un escritorio y en qué preciso lugar: dónde el teléfono, dónde el calendario, dónde la computadora y sus accesorios, dónde el afiche publicitario del mes, etc. Es un orden externo que se realiza a costa de sacrificar el interior de las personas. Por eso prefiero las viejas oficinas llenas de cachivaches, objetos personales y mobiliario de distintas décadas; su barroquismo, tan cercano al de nuestras casas, da cuenta de que alguien las habita. Por el contrario, provocan mi absoluta desconfianza las oficinas de Silicon Valley con sus toboganes, hamacas, juice bars y coloridos puffs. Si la oficina tradicional esconde sus secretos en el fondo de un opaco cajón metálico, tras el rostro impenetrable de una funcionaria o en las oscuras entrañas de una caja sepultada debajo de otras diez, se puede tener la tranquilidad de que todos estos guardianes conservan una medida humana; pero una oficina que semeja la habitación de un niño oligofrénico ha de despertar todas nuestras sospechas, pues lo que oculta no se puede revelar a simple vista. Si las modernas oficinas presumen de ser transparentes es porque en ellas no queda mucho por esconder; los secretos se resguardan en las catacumbas de la virtualidad: entrometidas cookies, ilegibles contratos de términos de condiciones y uso, y modernos troyanos ocultan la verdad de sus amos, mientras descubren y comparten nuestros secretos. 

“Si las modernas oficinas presumen de ser transparentes es porque en ellas no queda mucho por esconder”.

VIII

Una última objeción debo hacer a estas oficinas impregnadas de falsa bonhomía, y es que descomponen el frágil equilibrio de la vida burocrática. Alrededor de cualquier edificio de oficinas se crea un delicado ecosistema cuyo centro son las y los trabajadores deseosos de romper su encierro. Un ansia de vida se gesta en los necrófilos interiores de las oficinas, un ansia que no puede ser colmada por máquinas expendedoras o juegos online, ni siquiera por resbaladillas y consolas de videojuegos; nada dentro de una oficina puede satisfacer ese deseo porque lo que se anhela realmente es salir. Por eso en las oficinas se recibe siempre con bonhomía a las nenis que arriban con catálogos de edredones, jabones, perfumes, cremas como la promesa de una vida más allá del cubículo. Mientras que afuera, como explosión de una vitalidad largamente contenida, florecen en torno a los complejos administrativos lo más exquisito de la gastronomía popular. Es bien sabido que los mejores lugares para comer y beber se encuentran lejos de los sitios turísticos y cerca de las oficinas. De 7 a 8, de 12 a 1 y de 4 a 6 se ven las caras más felices que uno puede encontrar en el trajín cotidiano, son los rostros soleados y libres de los condenados a habitar una oficina sin ventanas. EP

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