Un silencio activo

En este texto personalísimo, Lucía María comparte cómo comenzó en el mundo editorial y cómo concibe su labor de editora.

Texto de 03/01/22

En este texto personalísimo, Lucía María comparte cómo comenzó en el mundo editorial y cómo concibe su labor de editora.

Tiempo de lectura: 16 minutos

Pero ¿cómo se puede estar seguro de no desilusionar? 

Es prácticamente imposible, 

si uno se ve enfrentado a una masa de desconocidos, 

por demás dispares, 

como son todos aquellos que 

pueden tomar un libro entre sus manos.

—Roberto Calasso

Llevo dos años trabajando en una editorial que me acepta como soy, en la cual he aprendido a editar, a escribir de otra manera, a relacionarme con los escritores y las escritoras que viven de escribir. Dejé de jugar a ser la poeta maldita e improvisé un papel de editora, un guion que escribía sobre la marcha, para entonces darme cuenta de lo que significaba editar. Editar es escuchar. También leer es escuchar, pero mi carácter y mis ganas de crear traspapelaban mi lectura, por lo que hubo un tiempo en el cual leer era reescribir en mi cabeza eso que leía, y sólo con algunos textos me callaba desde el inicio hasta el final. Por ejemplo, con todos esos libros que me parecen creaciones inalcanzables como The Heart is a Lonely Hunter, The Grapes of Wrath, Temporada de huracanes, Nancy, Pedro Páramo, Of Human Bondage, Rojo y negro. Intentar hacer la lista se volvería una tarea para toda la vida.

No soñaba con ser editora, soñaba con ser escritora, que así me llamaran, que al responder a qué me dedico pudiera afirmar no sólo que escribo, sino que soy escritora. Pero acepté ser editora, antes de convertirme en editora y poco antes de publicar mi primer libro. Y aunque por fin publiqué un libro y sigo escribiendo, no me es natural enunciarme como escritora. Digo que soy editora porque me avala mi trabajo, tengo un sueldo y le dedico gran parte de mi tiempo, pero en pocas ocasiones y de acuerdo con mi ánimo, enuncio que también escribo y rara vez me nombro escritora.

Editar es el Yin, escribir es el Yang. Hay tres tipos de energías que se reconocen dentro del taoísmo: Yin, Yang y la energía espiral. Yang es “aquello que digiere”, Yin es “aquello que da cohesión”, mientras que la energía espiral es “aquello que mueve”. ¿Será que la escritura, antes de que sea escritura —al ser imaginación, pensamientos, sentimientos e ideas— sucede como energía espiral? Y al aterrizarla, al tener la pluma sobre el papel, se vuelve Yang. Y, de nuevo, al leer para corregir y editar se convierte en Yin. Con esto, más que proponer niveles energéticos en un proceso de escritura y edición, quiero resaltar que me convertí en editora sin ser consciente de querer serlo. Pero no me escapo de la que soy, de la persona en la cual me sigo convirtiendo. Hoy reconozco que buscaba la experiencia, que quería quitarle peso al acto de escribir, encontrar la forma de sentir mejor las palabras y su fuerza, es hasta haber comenzado a editar, y al seguir editando, que puedo aceptar del gran aprendizaje que viene con ello. 

Luego pienso que ingresé a Dharma Books —después de haber acordado la publicación de mi primer libro con esta misma editorial— para, como guardia de seguridad, escoltar mi libro hasta su publicación. Antes de esto y de convertirme en editora en Dharma, fue otra editorial independiente la que aceptó por primera vez la publicación de un manuscrito que tenía (previo al libro que terminé publicando) y luego me hicieron saber que siempre no, que no les terminaba de convencer mi texto. Por lo que, presiento que acepté un trabajo como editora también como un mecanismo de defensa, no lo hice de manera consciente. Al contrario, para entonces pensé que sería contraproducente, ya que cuando finalmente llegaba el momento de la publicación de mi libro, iba a confesar que trabajo en la misma editorial que lo publicó, y que esto desmantelaría el cometido.

No soy una mujer segura, no me siento segura nunca, tengo en mi pasado un largo historial de desplantes emocionales con los cuales creaba una lucha incongruente con todo mi alrededor. Quería la atención y el reconocimiento a costa de berrinches existenciales. Buscaba lo que creía “mi libertad” a la menor provocación y me sentía “invencible” cuando lograba deshacerme de un trabajo, de una relación o de una ciudad. Hasta que me di cuenta de que no tenía ni un trabajo, ni una relación, ni un espacio donde vivir. Así estuve por años, creyendo que esa era mi condena, que yo era una de esas poetas malditas y hasta honraba dicha postura. En el trayecto fui acumulando más elementos trágicos que combinaban con esa versión de mí, creyendo que, en el fondo, “nadie reconocía mi talento”, que eran las y los otros quienes no se daban cuenta de ello. Después del “siempre no” a la publicación del manuscrito —una experiencia que devino en un gran cuestionamiento existencial— di con un proceso de terapia que me hizo ver y sentir esta completa tergiversación en la cual me encontraba viviendo; no fue nada cómodo aceptarlo, pero solo así podía hacer un cambio e iniciar un proceso de transformación.

“Quería la atención y el reconocimiento a costa de berrinches existenciales. Buscaba lo que creía “mi libertad” a la menor provocación y me sentía “invencible” cuando lograba deshacerme de un trabajo, de una relación o de una ciudad. Hasta que me di cuenta de que no tenía ni un trabajo, ni una relación, ni un espacio donde vivir. Así estuve por años, creyendo que esa era mi condena, que yo era una de esas poetas malditas y hasta honraba dicha postura”.

Ahora que lo recuerdo —porque lo había olvidado— alguna vez tuve la ilusión de un puesto de editora. Fue hace unos seis años, dentro de una de las marcas de un gran grupo editorial. En aquel entonces, yo era cercana a un escritor muy bien relacionado, varios editores y editoras deseaban un libro suyo como parte de su  catálogo editorial. El escritor me conectó con la editora responsable de esta rama editorial, me dijo que ella le habló de un sueldo de 20 mil pesos para la oportunidad que me ofrecían. Una cantidad que me parecía demasiado buena para ser verdad. ¿Se podía ganar este sueldo haciendo algo que me disfrutaba? Me parecía inverosímil. Al llegar a la entrevista, la editora me hizo esperar y cuando salió a recibirme lo hizo riendo con una carcajada que compartía con uno de los jefes y sin hacer contacto con la mirada. Aunque no supe el chiste, la carcajada me pareció aparatosa, cuando aterrizó los ojos en mí me hizo pasar a su oficina. Al ingresar al cuarto, a ella le cambió el semblante, se volvió rígida y me observó con detenimiento. En la entrevista me preguntó sobre lo que estaba escribiendo, y antes de desarrollar lo que había comenzado a platicarle, ella interrumpió y narró aquellos tiempos en los que ella escribía, cuando se había ganado una beca, cuando recién había llegado a la capital, algo que había sucedido muchos años atrás y que ahora recordaba con añoranza. Me preguntó si conocía las marcas para editar, respondí que no, e hizo una expresión como si fuese una necesidad fundamental para darme el puesto. Después supe que no y que, realmente, puedes aprender estos signos de edición en una semana, o menos, al estarlos utilizando. Al final, me ofreció 8 mil pesos y me hizo saber que tenía que ser la aprendiz de la aprendiz. Hubo un silencio y contesté que no podía aceptar un tiempo completo con esa cantidad de dinero, le agradecí el que me hubiese recibido y nos despedimos. A la salida del edificio caminé algunos metros, me senté en los primeros escalones de concreto que vi y me solté llorando, estaba frustrada, encabronada y resignada. Este tipo de escenarios se me habían planteado de diversas formas: o se trataba de un trabajo de marketing que pagaba bien o era un trabajo como maestra de literatura que pagaba mal. Siempre tenía que escoger entre el dinero o algo que disfrutara hacer como camino profesional. Estuve brincando de un lado a otro, a veces me iba por el dinero, otras por el trabajo que me gustaba. Era mi forma de aceptar, hasta cierto punto, que yo no sabía nada, que no podía exigir nada, que tenía que seguir explorando.

En el comienzo de mis días como editora, cuando la oficina era el cuarto de un departamento compartido con un par de pequeños despachos de arquitectura, éramos tres los que estábamos ahí —los socios Raúl y Nicolás, y yo—; cuatro con Valeria, que se dedica a relacionarse con la prensa, pero ella no iba a la oficina. Me presentaba con mi cara de póquer editora, con esa seguridad total de la que sabe lo que está haciendo, mi actitud personificaba un “conocimiento innato”, el de la edición, que curiosamente no había sido utilizado hasta entonces, hasta ese 1 de agosto del 2019. 

Ahora tengo una manera de editar, apenas me es clara, pero existe. Edito de acuerdo con el libro, el género, el autor o la autora, y concretamente de acuerdo con el texto. Me dejo llevar por mi cuerpo, ya que si leo, leo, leo y no puedo parar de leer y no toco el texto, así lo voy dejando hasta la segunda lectura. Pero si tengo el impulso de levantarme a cada frase, cada tres minutos, buscando un café, un chocolate, un vaso con agua, o termino en las redes sociales —reconozco que hay algo que no me permite leer lo que intento leer— entonces sugiero cambios, un desarrollo de ideas o de la historia, un cierto ritmo. También realizo anotaciones, describo en un enunciado cada capítulo, pregunto si un personaje que apareció con el distintivo de un bigote en el tercer capítulo se trata del mismo barbón en el décimo capítulo, esto sólo para dar un ejemplo reciente y establecer que no todo ha sido tan intuitivo en mi proceso. Pero sí pienso que así como ha sucedido el catálogo y las portadas de la editorial, con esa variedad, mi desarrollo en la edición, de manera distinta para cada caso. Comparo la invención de “mi método” con las limpias que he aprendido a hacer —son limpias energéticas que me enseñó un chamán, en las que utilizo un huevo de gallina o fuego—, donde para comenzar debo sentir la energía del cuerpo que voy a limpiar (sentir el texto que voy a editar), las sensaciones latentes en la otra persona (la voz que narra, describe y dialoga), y desde ahí aplicar esa conciencia a la técnica, no solamente pasar el huevo por la persona para limpiar su energía sucia, sino hacerle ese jalón con conciencia: aquí estoy raspando este tapón (de energía) o aquí estoy reparando una fuga (de energía). Al editar un texto, busco sentir mi propio cuerpo, la manera en la cual responde a esas imágenes, a esa voz y a esa historia, y debo de irme lento pues existe una noción de responsabilidad —es aquí donde reside la diferencia con respecto a las lecturas que hago por placer—; a veces siento que mi cuerpo se expande volviéndose muchos cuerpos.

Me costaba trabajo encontrar la honestidad con la cual reaccionaba al texto. Mi cabeza solía generar conclusiones desde el razonamiento, mientras que mi cuerpo, muchas veces, contradecía a mi cabeza. Esto en ambas cosas, tanto en las limpias energéticas como en la edición. Pero en la experiencia voy sintiendo cada vez más seguridad con lo que hago y ya no dudo tanto.

En Desertar, de Ariana Harwicz y Mikaël Gómez Guthart, un libro que discurre sobre la experiencia de la traducción, Harwicz estipula que no es traductora porque no pudiera sumirse al texto de otra persona, esa mínima cuota de sumisión que se necesita para ello. Al leer esta declaración pensé que lo mismo me había pasado la primera vez que tuve que editar un texto: no quería hacerlo. Yo quería escribir, seguir escribiendo y al editar debía sumirme al texto de otra persona, de eso se trataba el trabajo. En ese momento me di cuenta de mi resistencia, de mis ganas de rechazarlo: esto no es para mí. Por lo mismo me cuestioné, me obligué a hacerlo y me sumí al texto. Enojada, reconociendo mi soberbia y sin mencionarlo a nadie, lo hice. Me di cuenta de que me sentí corriendo una carrera de obstáculos que, una vez derribados, me permitía reconocer el bello paisaje y camino de ese otro texto. El primer libro que edité fue Quisiera quedarme quieta de Lilián López Camberos.

Dos años después sigo en el reconocimiento de lo que cada libro me provoca, con cada texto que voy a editar, también con esos que creo que “no son parte de mi búsqueda”. Busco dar con el sí cuando en el fondo continúa esa resistencia, pues siento que viene a enseñarme, a cuestionarme y a compartirme algo. Sé que cada texto llega a abrirme el cuerpo hacia nuevas experiencias. Y, ahora, cuando he tenido que delegar esos libros que ¡Yo quería editar! Los suelto, pues soy parte de una editorial y de un equipo, y las oportunidades deben ser compartidas y repartidas en la medida de lo posible. 

Es cierto que la edición pudiera ser un trámite para que el libro salga impreso, un acto de pretender, donde pudiera realizarse una corrección de estilo y dejarlo pasar. Pero para algunas escritoras y algunos escritores el momento de la edición significa profundizar más en el trabajo que hizo; eso es lo que espera: ser reconocido desde otros ojos, desde una lectura detenida, sobre todo con los primeros libros de los y las escritoras. ¿Es el editor y la editora, el negativo de una imagen de la escritora y del escritor? Al ser la primera luz del texto, es parte de lo que lleva al texto a salir a la luz. Editar es un silencio activo, un silencio que actúa, donde el trabajo saldrá a relucir sin ser notado y tampoco llevará un nombre. 

La resistencia me es más evidente con los servicios editoriales que hemos tenido que atender, donde responder significa una rendición total: corregir el maldito texto creado para vender, en lugar de ahogarme en la profundidad de mi abulia, para que de todos modos tenga que hacerlo. Hay servicios editoriales que me han llevado a versos en mis poemas, incluso a títulos, no los he vuelto a leer, y posiblemente sean los versos más tristes y deprimentes de alguna mañana, pues no escribo en las noches; pero intento darle la vuelta a esa sensación de carga, reírme de mí misma y del absurdo de las cuotas de realismo para atender un trabajo romántico. Sobre todo porque necesito aceptar lo que es, que los servicios editoriales han sido el Sugar Daddy o la Sugar Momma de esta editorial, y mientras no encontremos otra forma de sostener las publicaciones y de crecer, es lo que tenemos que hacer. Ahora somos nueve en la editorial.

De todo el trabajo que hacemos, lo que más me ha costado pulir es la claridad de cómo llevar una propuesta de libro, sobre todo cuando se acercan directamente a mí. Como escritora llegué a presentarle a diversas editoriales alrededor de cinco textos, antes del libro que publiqué. Pasé por diferentes momentos, desde alucinar un sí seguro con algunos de ellos, hasta el sosiego de seguir haciéndolo: escribir y buscar la publicación, sin que me importara la respuesta. Este proceso duró alrededor de seis años. Ahora, al estar del otro lado, siento una carga de culpa de antemano, si normalmente la mayoría de los textos son rechazados, mi forma de “hacer justicia” tenía que ser la de aceptar los manuscritos que llegaran. Esto era lo que pensaba, hasta que leía los libros y no me sentía animada para proponerlos para el catálogo, y esto me pasaba en la mayoría de los casos. Con lo cual tuve que fijarme un objetivo más aterrizado y leerlos, pensando que si voy a tener que responder que no, porque eso siento, esa será la respuesta. A lo que me he comprometido es a la experiencia de la lectura. ¿Cómo sé que mi negativa llevará a la persona a escribir un mejor texto? ¿Cómo saber si mi sí ha determinado un estancamiento para el proceso de escritura de la persona? ¿Y si mi no le quita todo el ánimo de escribir a la persona? ¿Y si se trata del inicio de una gran escritora que en su tercera novela nos deslumbrará? 

Yo sólo quería publicar un libro, y quería hacerlo para sentirme con la seguridad y el derecho de seguir escribiendo. La escritura había terminado por ser esa materialización de mis ganas de vivir. Y de ser. Pero ahora sé, además, que tengo que seguir trabajando en todo lo que no es escribir para seguir escribiendo. Mi primera publicación disolvió el espejismo de mis fantasías de escritora. Además de que vi que se trata de una seguridad que pierdo cada vez que termino con un texto, cada vez tengo que volver a empezar de cero. Hoy decido esa publicación para otras personas, pero no me parece sencillo.

Hace poco se publicó la reseña de una novela del catálogo que la describía como “poco trabajada en su cuidado editorial”. Una responsabilidad que yo tomé, ya que después de haberle planteado a la autora varias posibilidades de edición que había hecho una compañera, la autora no aceptó ninguna. En lugar de insistir más del par de veces que insistimos, aceptamos que no podíamos tomarnos más tiempo y energía en intentar una negociación, dejamos el libro como ella quiso, sabiendo que no era lo mejor. Hoy lo pienso, ¿fue haberle permitido a la autora hacer un punto? Es verdad que la escritura bien portada, ocupando su tiempo y espacio, las frases correctillas pueden perder parte de su vitalidad, eso sin duda. ¿Debí explicarle nuestra honesta intención de hacer relucir su novela?, ¿citarla en un café para hablar de frente? Si mi nombre hubiese sido Virginia Woolf tal vez la autora hubiese dicho que sí, y sin dudar, a alguna de nuestras propuestas. Pero es parte de ser una editorial que alcanza cierto punto de reconocimiento. Si menciono Sexto Piso, si digo Almadía, si hablo de Elefanta, Antílope o Paraíso Perdido, si balbuceo Random House… va cobrando la acumulación de un significado de lo que la marca significa. Años, experiencia, cantidad de libros, países, sueldos, personas, autores y autoras, diseño, socios, mecenas. 

Creo que ya ha quedado claro que en una editorial independiente todas las personas terminamos haciendo de todo, recuerdo que alguna vez tuve que lanzarme, de un día para otro, a la Feria del Libro de Monterrey, para que llegaran los ejemplares a una presentación. Antes de volar con la caja de libros, la llevé a la Central de Autobuses para intentar mandarlos en camión. No me di cuenta de que tomé una caja con el doble de número de ejemplares, la cargué por las diferentes líneas de autobuses de la Central —pedí un diablito prestado, pero me lo negaron— hasta que supe, por las horas de llegada que me anunciaron, que no era la vía adecuada de enviarlos. Al regresar a la oficina vi que habían sido casi 100 libros, en lugar de 50, me sorprendió que soporté el peso de la caja, pero creo que necesitaba comprobarme a mí misma el compromiso, tanto con la autora como con la editorial, pues fue durante los primeros meses de mi ingreso a Dharma. En la edición de un libro, con unos 500 ejemplares ya impresos, le escribí un correo a Nicolás y a Raúl pidiéndoles disculpas por mis errores, me había dado cuenta tarde: faltaba una zeta, una mayúscula, un acento; detalles de este tipo, pequeñas bombas que evidenciaban mi falta de cuidado, de rigor, mi torpeza como editora.

También, la resistencia hacia entregarme a todo lo que implicaba la chamba, por ejemplo mi presencia en las ferias, me llevaban a utilizar dispositivos que me aliviaran la rigidez y disciplina con la cual me estaba manejando, como tomar mucho alcohol hasta llevarme casi a no pensar, con tal de no cuestionarme, de no rechazar esta entrega que se me está pidiendo.

En la Feria del Libro de Oaxaca hubo una tarde en cual llegué con el cuerpo en pedacitos, pues un día antes me había emborrachado por mi cumpleaños, y para cumplir sólo reaccioné: me vestí con una rara combinación de prendas, un vestido que acaba de comprar junto con unos pantalones holgados y corrí hacia el stand, comí pan con vinagre y casi cualquier cosa que vendían en los puestos de la feria para sobrevivir la jornada de pie, con el alma fuera de mí, todo me atravesaba. En la FIL de Guadalajara de 2019, en uno de los turnos que me tocaba llegué todavía borracha al stand, mi cuerpo seguía en el cuarto donde había estado la noche anterior sin haber conciliado el sueño… Y como en las películas: corte al final de la feria, donde me tiré sobre la alfombra del Centro de Convenciones, acolchada de polvo acumulado, para abrazar esa sensación de ser piso, que era como me sentía.

Durante los primeros meses de trabajo, peleé con un fuerte insomnio, además de estar desintoxicando mi cuerpo de somníferos, mi cabeza intentaba integrar la nueva jornada laboral; si pasaba la noche en vela significaba tener un porcentaje mínimo de energía para cumplir con mis obligaciones. Hubo días que edité desde la cama. Y no era porque anduviera de fiesta, al contrario, estaba más encerrada que nunca (fue antes de la pandemia), debía administrar mi tiempo y energía entre el libro que escribía para publicarse en la editorial, mis compromisos de trabajo, y además estaba dando una clase en la Universidad. Entre muchas otras experiencias que viví, que sigo viviendo, buscando hacer bien mi trabajo, o lo que creo que significa hacer bien trabajo, además de continuar estimulada a hacerlo, sin terminar convirtiéndome en un estante más de un librero, donde ya ni siento lo que siento con tal de funcionar.

Todo es subjetivo en el mundo editorial. El libro que sí se publica, el precio al que se vende, las copias que se imprimen, lo que dice la autora o el autor de su trabajo, lo que los lectores y las lectoras leen, si compran o les regalan el libro. Si lo compran y ni lo leen. Si el libro llega a una librería comercial o a una independiente, o alcanza ambas posibilidades. Al final, el libro vuelve a pasar por una dictaminación ad infinitum, donde el plano más objetivo que logra en la rampante época ultracapitalista, es la venta que genera. 

“Apostar por una búsqueda más romántica es jugar a la ruleta rusa. Esperar a que en la posteridad se reconozca la publicación de ese libro. Que alguna crítica lo rescate, aunque sea años después, porque resulta que conecta con eso que está sucediendo socialmente, que se redescubra aquello que en su momento no pudo verse, etcétera; me parece que las editoriales más grandes ya no se arriesgan a ello”.

Apostar por una búsqueda más romántica es jugar a la ruleta rusa. Esperar a que en la posteridad se reconozca la publicación de ese libro. Que alguna crítica lo rescate, aunque sea años después, porque resulta que conecta con eso que está sucediendo socialmente, que se redescubra aquello que en su momento no pudo verse, etcétera; me parece que las editoriales más grandes ya no se arriesgan a ello. Pero hay editoriales que viven en ese borde, que viven de la literatura como tal, que se nutren de esa pulsión, sueño e ilusión. Editoriales malditas. Así es también como desaparecen y de pronto vuelven. Publican cometas. Se trata del trabajo que lleva una sola persona o dos. Se sacrifican. Y el sacrificio vale la pena cuando lo arriesgan todo, cuando el libro sale y en su lectura ¡vuela! Luego viene esa temporada en el desierto, bajo la desolación y en medio el vacío, pues al haber soltado lo único que tenían deben volver a empezar casi desde cero.

Antes escribía por todo, todo lo que experimentaba lo volvía palabras, después dejé de escribir, o dejé de escribir queriendo publicar. Me di cuenta de que escribir había funcionado, en gran parte, como una huida, y que nadie quiere leer a quien está usando las palabras para evitar su realidad, para alejarse, para salir corriendo, en lugar de adentrarse a la guerra de la ignorancia y luchar de frente.

Cuando apareció Delta de sol, mi primer libro, y supe que no había lanzado un libro que me liberaba de mí misma, vi que no se vendía tanto, que no todas mis amistades o conocidos estaban interesados en leerlo aunque se los regalara, que incluso hasta alejé a algunas personas, me detuve a escuchar mi necesidad de escribir. Decidí aprender otras formas de experimentar la realidad, tomé un diplomado de chamanismo, empecé a practicar la meditación budista, me clavé en terapia hasta tomar talleres de autoterapia, empecé a leer el Tarot y a leer lo que no es literatura, recurrí a un oasis antiliterario donde —es obvio, todo es literatura—, poco a poco empecé a escribir nuevos poemas con la idea de un libro. Al leerme me doy cuenta de que sigo, de alguna forma, renunciando a escribir y a sentir, renuncio a vivir en la hoja como en el cuerpo. Busco jugar y revolcarme con las palabras, pero no estoy segura de que quiera expresar algo de valor. Quiero estar sin darme cuenta que estoy, tengo miedo de enunciar algo que me condene a ser alguien. También lo hago en las redes sociales que uso y en las relaciones personales que entablo. Imagino una serie de fantasías, esquivo, como si realizara un performance de renuncia, las sensaciones que me toman y que expando buscando el escape, huyendo, pero sin moverme ni un solo grado. Me burlo de mí misma, me siento orgullosa de mi soledad hasta que reviento y lloro, y no puedo parar de llorar. Me consuelo con irme a la cama y soñar, pues veo que ahí vivo más de lo que realmente estoy viviendo. 

Hace unos días recibí el cuento que saldrá como parte de una compilación de textos de varias personas, lo escribí a mediados de 2019. Al ver que el libro ya estaba diseñado no pude pedir grandes cambios, pues sé lo que eso significa, pero me avergonzó la forma en la cual usé los tiempos verbales, aunque la historia me sigue gustando. Yo creía que iba a lograr escribir escribiendo, y volví a sentir eso, eso de lo que estaba segura que iba a lograr: yo creía que iba a lograr vivir viviendo. Y ahora sólo siento que estoy intentando editar y corregir lo que hasta ahora he vivido. Lo que hice, para generar la ilusión de una estúpida paz mental, fue editar el cuento aunque saldrá publicado tal cual como está.

Desde que edito comencé a meditar, editar también es meditar, lo vi como una frase en las redes sociales, y sí lo creo: editar es quitarle la eme, el mí, el mío, la idea del yo a la experiencia. Editar la existencia que por muy solitaria que vaya sucediendo, nunca se trata de una soledad total. Incluso cuando la hoja del día esté repleta de tachones, de palabras que generan más confusión que certeza, de discursos que nos obligan a deshacernos de nuestros más legítimos impulsos de vida, de esos de los que hablaba Henry Miller. Tenemos la oportunidad de sentir cada expresión en el pecho, en la panza, en todo el cuerpo. De palpitar con cada respiración, mirada y silencio.

Ahora intento escribir como un silencio activo, dejando libres las palabras, para que pasten de la realidad de la hoja —a pesar de la resistencia, del miedo, del cansancio y del dolor— que no haya control, que sea un silencio activo el que logre decirme a mí quién soy y qué siento. Que permita la transformación en la experiencia de cada día, como una voz que dicta eso que ya está sucediendo y puede continuar con todo su esplendor. Vivir con esa presencia, como un silencio activo. El cuerpo como una pluma escribiendo sobre la tierra, sobre el camino, que se detiene a pensar (dos puntos), a sentir (coma), a escuchar (puntos suspensivos), que deja márgenes, paréntesis y hojas enteras en blanco. Reconocer la escritura invisible de un cuerpo que se mueve, ese aire que permite el surgimiento del alrededor desde adentro, con todo aquello que está vivo. Una pluma, el cuerpo, que se deja invadir de una tinta viva, que la propaga con las palabras escritas o con los espacios en blanco, que incita al florecimiento, a experimentar todas las posibilidades del silencio y finalmente lo transforma. EP

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