Última Narvarte

La ensayista Azucena Garza escribe sobre su hogar en la colonia Narvarte para no olvidar aquella última vez que la visitó.

Texto de 13/03/23

La ensayista Azucena Garza escribe sobre su hogar en la colonia Narvarte para no olvidar aquella última vez que la visitó.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Premisa 

Aunque migrar deja pequeñas virtudes, como la capacidad de aguzar el oído, la vista y el gusto en cada retorno, mirar con distancia también nutre la extrañeza ante la ciudad natal. El síntoma más evidente es la pérdida del acento (que, sin embargo, cosquillea en la garganta cuando una está rodeada de locales para saberse todavía parte de la comunidad); sobre todo la confusión por realidades que familia y amigos aceptan sin chistar. Después de vivir ocho años en la Ciudad de México, me desconcierta que un profesor que estudia la crisis hídrica en Monterrey se refiera a ella como “mi ciudad”.  

“Ida Vitale escribió que las ciudades no perdonan que las abandonemos. Expresan su rencor negándonos el acceso a la visión automática de su población”.

Ida Vitale escribió que las ciudades no perdonan que las abandonemos. Expresan su rencor negándonos el acceso a la visión automática de su población. Hay remedios útiles para retrasar el desencanto: el contacto frecuente con el lugar de origen, las vacaciones largas o las vueltas fugaces, pero sinceras. Ninguno basta. Con ese temor nervioso escribí un diario sobre mi última casa en la capital, la colonia Narvarte, el verano pasado. Para apresarla, aunque sea en líneas. 

Julio de 2022

Ya no corren microbuses verdes. Las nuevas unidades son grandes y moradas, pero sus pasajeros también van con la cabeza apoyada en el vidrio, también besándose. Sólo se mudaron de pecera. Se extinguieron los carteles con mayúsculas estridentes; ahora tiras de letras luminosas y programables informan destinos como películas en cartelera. El gobierno local anunció la muerte programada de los micros con una pegatina cruel sobre su coraza, 

(ESTA UNIDAD SERÁ CHATARRIZADA PRÓXIMAMENTE

Y SUSTITUIDA POR UN AUTOBÚS MODERNO)

así que tuve semanas para devorarlos con los ojos. Así como los usuarios somnolientos descansaban la mirada en los pedestres, los árboles o los autos, allí estaba yo en el balcón, dedicándoles entero mi pestañeo. 

El mundo trepa más a un piso dos que a un piso siete. Antes la combustión de coches lamió la ventana de mi cuarto en la Del Valle y con los días el estruendo se convirtió en un rumor manso. En este departamento es distinto. Por la madrugada los motociclistas son ráfagas tremendas que me tienen tensa al borde de la cama; aceleran y el bramido del vehículo no concluye en un impacto mortal, sino desvaneciéndose al final de la calle. (En un cuento de Sergio Galindo leí sobre una anciana que tiene esa corazonada de fatalidad: los autos bajo su ventana le ponen los pelos de punta hasta que la costumbre la relaja, luego ella misma muere en el accidente que presentía. Es una coincidencia maligna que redondea bien la historia, por eso me provocó una culpable satisfacción). 

Así irrumpe un choque en mi relato: una tarde salí por leche y vi seis repartidores de UberEats tirados en las jardineras, todavía con las mochilas amarradas al cuerpo. Fue como observar un grupo de tortugas con el caparazón volteado. Al tiempo que los escuchaba balbucear agitadamente, me di cuenta de que las bolsas de comida habían quedado regadas en la avenida y que algunos indecentes las recogían con disimulo. Parpadeé para asimilar la escena irrisoria y el corrillo de vecinos se materializó alrededor de los heridos en un abrir y cerrar de ojos. Una señora de rostro familiar —el rostro que aparece en todo lugar donde ha ocurrido una tragedia— los consoló: “Ya viene la ambulancia, espérense, no se vayan a levantar”. Logró que no se incorporaran. La ambulancia llegó, estuvo estacionada cuatro horas y cuando por fin se fue con las luces apagadas, ella contó aliviada el desenlace: “No se murió ninguno”. 

Recuerdo ese día y me sorprende que no escuché el impacto ni los gritos, y lo que pienso sobre la cercanía de la calle según la altura de los departamentos me resulta a todas luces estúpido. 

El verano en la habitación de la Narvarte es una naranja dulce. Los rayos tuestan las cortinas del balcón y calientan las sábanas sin prisas, casi con malicia, para hornearnos lentamente en un abrazo sudoroso y darnos sed. 

“Con los meses el edificio creció hasta convertirse en un robusto niño de ocho pisos (ya educado, Torres coma Lozano se sostiene solo y sabe decir SE RENTA)”.

El mes de julio dora el cuarto desde las ocho, una hora después de que los albañiles reanudan su faena en la construcción de enfrente. Con los meses el edificio creció hasta convertirse en un robusto niño de ocho pisos (ya educado, Torres coma Lozano se sostiene solo y sabe decir SE RENTA). Es difícil precisar si es la maquinaria de una docena de trabajadores o el familiar pregón ronco ¡gaaaaaas! lo que anuncia el nuevo día. 

Los aviones descienden al aeropuerto con la misma frecuencia que durante la madrugada. Después de vivir tres meses en la Narvarte mientras rotaba en un hospital capitalino, Daniela dice que no soporta estar en pisos altos porque al oír el estruendo del motor siempre imagina una colisión. Me pregunto si el embarazo la ha sensibilizado a esa posibilidad; pienso, no le digo, que sólo deberían preocuparle los sismos. A mí me gusta sentarme en la mesa de vidrio del comedor y descubrir un avión miniatura volando de un extremo al otro. También me gusta ver su reflejo en la pantalla de mi computadora, en el celular y en la tele. Es como si cientos de personas minúsculas aparecieran en el fondo negro sin previo aviso y me obligaran a pensar en su existencia. 

A veces, de madrugada, corro la cortina del balcón y observo a los hombres que se alejan del Oxxo con un vaso de unicel en las manos. Aprietan el paso al cruzarse con locos en shortcitos que salen a correr contra el aire gélido. Casi no veo mujeres a esas horas. La señora de la papelería llega primero, luego la de la lavandería; ambas dicen que abren a las nueve, pero la verdad es que no hay un alma hasta la diez, cuando el sol ya quema la coronilla de los transéuntes y los persigue hasta metro Eugenia. Las mujeres se colocan detrás del mostrador, someten su pelo a la tiranía de los incaíbles o los pasadores, revuelven papeles muy ocupadas y aguardan a que den las dos para irse a comer. 

Mi local favorito es el taller mecánico, que sí abre a las nueve, porque es el hogar de dos perros chamagosos que se acuestan en la banqueta y agitan la cola cuando paso por ahí, como si me quisieran o como si fuera a darles una buena noticia. Los mecánicos los acarician, les hablan y les avientan la pelota hacia las profundidades de su grasoso vagón exclusivo. Por las tardes juegan largo rato con ellos. Antes de que los perros entraran a las oficinas fresas, los hubo en estos negocios, en ciertas tlapalerías. Estos especímenes suelen ser peludos, enérgicos, felices y dormilones; lo mismo saltan y hacen sus gracias en lugares indebidos que sueñan panza arriba en la vía pública. Sus lomos sucios no importan en un mundo donde reinan la grasa y el aceite. 

A la derecha del taller hay un consultorio del doctor Simi que goza de afluencia cotidiana. Los pacientes esperan en las sillas de plástico que están adheridas al cuadro de concreto grumoso, con vista de lujo hacia la avenida. Cuando se les antoja, los perros abandonan sus puestos en el taller, echan a andar con despreocupación y se convierten en las dóciles mascotas de compañía del joven greñudo que ya va tarde al trabajo pero necesita antibióticos. 

Todos los días, a eso de las seis, un saxofonista zizaguea por las palmeras del camellón y arranca su concierto vespertino. De inmediato abro una rendija en el ventanal para que la música se cuele con el tajo de luz roja. Cada tarde muere Frank Sinatra en un rincón de la Narvarte (Let the record show I took all the blows and did it my way), o lo van matando por el centro-sur de la Ciudad de México. No alcancé a comprender porqué su interpretación monótona me encendía la nostalgia. 

Después de las siete camino para ocupar la misma silla de madera frente al escaparate de un café. En una diagonal perfecta de cuatro o cinco metros, opuesto a mí, el sujeto está sentado en una banca del camellón. Coincidimos siempre, pero su presencia no me alarma porque no me dedica ni la mitad de las miradas que yo a él. Le calculo sesenta y pico. Viste polo azul y chamarra, jeans desgastados, tenis negros. Usa boina y fuma pipa, tiene el pelo largo y canoso, la barba descuidada. Se reclina en la banca, extiende las piernas, las cruza; juega obsesivamente con un objeto blanco en las manos. Cada tantos minutos se incorpora, coloca los brazos detrás de la espalda, observa los coches que avanzan en ambos lados del camellón y vuelve a sentarse. Lo describo en mi libreta para aflojar la mano y me preguntó con qué fin viene al núcleo del estrépito. ¿Por qué elige el medio de una avenida para pasar la tarde y no un parque, algún café, su propia casa? 

“Con las motos al menos una atestigua los fieros abrazos que rodean la cintura del conductor y que la acercan un poquito más a quererlo, a necesitarlo”.

Pensándolo bien, también aquí los coches son un rumor. La marea de carros sube y baja y no atrapa mi atención a menos que escudriñe hacia el interior de las ventanillas para trazar siluetas, para adivinar a la mujer que va maquillándose o al hombre que tamborilea los dedos sobre el tablero al ritmo del último disco de Beyoncé. Al menos con las motos una sabe que ahí va montado un sujeto y que su cuerpo va vulnerable contra el frío e imagina a la perfección el látigo del viento en su rostro descarapelado. Con las motos al menos una atestigua los fieros abrazos que rodean la cintura del conductor y que la acercan un poquito más a quererlo, a necesitarlo. 

Sentada en el café, hojeando la libreta que traje conmigo, encuentro una servilleta traspapelada entre notas viejas sobre Góngora. Cada espacio en blanco está cubierto con palabras en tinta azul. Se trata de un cuento que escribí hace años y que termina con un sucinto “Desde hoy sabemos en qué nos convertiremos. Estamos parados en el umbral definitivo”. Hoy me siento así, también. Quisiera dormir abrazada a esa sensación de cambio, de resignación. Mi propio deseo me sorprende porque sugiere que lo que escribí ese día ya no importa: otra vez muté. EP

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