Taberna: Lo bien hecho en México

Fernando Clavijo nos habla de sus experiencias gastronómicas durante su visita al Four Seasons Tamarindo, y de las interesantes propuestas en materia de sustentabilidad que este recinto ha puesto en marcha.

Texto de 14/06/24

tamarindo

Fernando Clavijo nos habla de sus experiencias gastronómicas durante su visita al Four Seasons Tamarindo, y de las interesantes propuestas en materia de sustentabilidad que este recinto ha puesto en marcha.

Tiempo de lectura: 10 minutos

A veces el lugar menos pensado trae las revelaciones más anheladas. Llevo escribiendo sobre comida poco más de una década, y mucho más leyendo y pensando al respecto. Creo que entiendo el discurso imperante —digamos que el nuevo discurso mainstream— como uno que desconfía en general del capital. Esta línea argumental supone, muchas veces acertadamente, que lo grande es lo contrario de la diversidad, que la cantidad es lo opuesto a la calidad, que los llamados megaproyectos están peleados con el ser humano y con su medio ambiente. Así pues, recientemente visité el Four Seasons Tamarindo y debo admitir que di casi por hecho que esta no sería una situación de la cual informaría positivamente a mis lectores. Sin embargo, a medida que pasaron los días, fui descubriendo que no debemos anticiparnos a juzgar ninguna relación entre personas, naturaleza y cultura, pues corremos el riesgo de convertir nuestros valores en un nuevo conjunto de prejuicios.

“[…] no debemos anticiparnos a juzgar ninguna relación entre personas, naturaleza y cultura…”

Acababa de ver los primeros episodios de la serie The White Lotus (2023) de HBO1 y no podía quitarme el sabor de ese horror consumista que a veces los norteamericanos confunden con el lujo, cuando nos embarcamos en un vuelo hacia el aeropuerto internacional de Manzanillo. De ahí, recorrimos un trayecto de poco menos de una hora por una carretera inmersa en un paisaje casi completamente verde. Rápidamente quedó atrás Colima y nos adentramos en la zona conocida como Barra de Navidad, Jalisco. Dentro de esta se encuentra la entrada a la reserva, la cual me hizo recordar a un buen amigo jalisciense que hacía la siguiente broma: “Es como cuando te preguntan: oye, ¿a qué hora vamos a llegar a tu rancho? Y tú les contestas: no, si ya desde hace rato que andamos en mi rancho”.  Así es en este caso: uno recorre casi media hora de selva desde la entrada hasta el hotel.

Ese último tramo del camino forma un tapiz de árboles que, a primera vista, se parecen mucho entre sí por lo delgados, pero que, cuando uno se fija bien, se van revelando como únicos. Algunos parece que se están despellejando, otros son casi negros, otros tienen espinas en el tronco. Además, pueden verse tejones, con esa cola enorme y pachona que cualquiera querría acariciar. Y luego, entre árboles y escampado, filas de magueyes azules, bastante jóvenes; y gallinas pelonas, patos, burros y borregos. Al final más selva hasta que de pronto se ensancha el camino y se llega a un lobby lujoso, en donde uno recibe tepache frío y agua mineral.

El camino empedrado entre la maleza y los carritos de golf me trajeron un recuerdo lejano: el hotel Las Hadas, que ahora parece tan arcaico como la película a la que sirvió de escaparate, 10: la mujer perfecta (1970), con Bo Derek Y Dudley Moore. Este resort había resultado del emprendimiento de mi paisano Atenor Patiño, el boliviano magnate del estaño, y la arquitectura de José Luis Ezquerra. La hija de Patiño se casó con el británico James Goldsmith, conservacionista que compró hectáreas por toda la costa para la protección del ecosistema del jaguar. En gran parte gracias a él, y a quienes han continuado su legado, la zona permanece verde y los hoteles que alberga conservan un aire romántico, algunos tal vez hasta el kitsch. Ejemplo de esto es la película reciente de Sofía Coppola, On the rocks (2020), en la que Bill Murray y Rashida Jones recorren el hotel Las Alamandas (que está un tramo más al norte en la Costa Alegre) en busca del marido de esta última. El tapiz verde —que recuerda al de la introducción de The White Lotus, y también al del bar del Hotel Carlyle en NYC, donde los personajes de Coppola beben sus martinis— es, en todo caso, la constante de la costa y de esta reserva de casi 13,000 hectáreas.

Tal vez por ello no debió sorprenderme ver, en el lobby del hotel, un letrerito que indicaba una exhibición natural. Caminé unos pocos pasos hacia un costado del complejo —porque no puede decirse que el hotel sea un “edificio”, sino una serie de construcciones mínimas en un todo mayor de naturaleza— y me encontré con un despliegue sencillo de vitrinas con objetos de la selva, todos etiquetados, y fotos en la pared. Es una exposición pequeña pero cargada de información, un verdadero “museíto”.

No voy a mencionar todas las especies ahí expuestas, pero la diversidad es enorme. Entre las maderas que más me llamaron la atención están el coral, majahuilla, guaje, botoncillo, granada, tahuitole, ceiba, parotilla, ébano, etc., todos troncos relativamente delgados como corresponde a una selva. Tal vez más bonita que la exhibición de madera es la de hojas, que muestra una increíble variedad de formas y tamaños, entre las que se encuentran: la larga y delgada del ayoyote, granada China (tres picos), sangre de grado (en forma de manzana), achiote (un corazón). También hay frutos y semillas, como el tamarindo, frijol machete, zapotillo, paracatí, colorín, guamuchil, cuachalalate, tabachín, cardón, mezquite, caoba (tres tipos, uno de ellos parecido a una morilla), coliguana, papelillo rojo, culebro, jaboncillo, etc. También hay osamentas de animales que pueden verse por las tardes o madrugadas en la reserva, cuando hay poco movimiento, como el pelícano pardo, tejón, tortuga golfina, pecarí, serpiente de cascabel, boa, y un largo etcétera.

De nuevo, estas especies vegetales y animales viven en la reserva, y durante la estadía forman parte del paisaje. Para el que se levanta temprano, por ejemplo, las ballenas se acercan tanto a la bahía que es fácil observarlas a simple vista. Y para el noctámbulo, una salida guiada por un investigador residente (Dr. Pavel) ayuda a descubrir y apreciar bichos (desde hormigas hasta pequeñas serpientes) y relaciones simbióticas de la naturaleza. Una cosa muy bonita es alumbrar con luz ultravioleta para descubrir especímenes de alacranes que brillan como en discoteca. De hecho, en los caminos la naturaleza parece invadir al hotel y este hace el difícil truco de desaparecer, lo cual me recuerda al libro más entrañable de Albert Camus, Noces, en el que un autor enamorado viaja por Argelia; allí reconoce los restos de sitios arqueológicos y admite que estos han dejado de ser vestigios para volver a la naturaleza y convertirse, de nuevo, en piedras.

Algo similar sucede aquí, donde el despacho de arquitectos Rocha y Legorreta logró crear algo que prácticamente desparece bajo los pies.2 Creo que parte del truco es el esquema monocromático, y el hecho de que rara vez se ve una pared a menos de cinco metros. Así, la vista descansa sin que uno lo sepa (a mi vuelta a la CDMX me di cuenta de que no había visto concreto en varios días). La sencillez permite que la vegetación regrese no solo en el hotel, sino también en las jardineras y en los caminos donde no hay casi “manicure” sino selva.

Esto me hizo pensar en que el proceso relacionado con la cocina del hotel probablemente también estaría integrado al medio ambiente. Busqué un libro en la tienda y al salir me encontré con el resort manager, Herve Fucho, quien me contactó con el chef Piatti tras expresarle mi interés en escribir algo sobre sus restaurantes. Me entrevisté con él esa misma tarde.

Nicolás Piatti ya trabajaba en esta cadena en Costa Rica. Antes de dirigir el restaurante fue chef de parrilla y luego viajó durante 8 años, aprendiendo y cocinando en Asia. En el Four SeasonsTamarindo, lleva 3 restaurantes con una sola gerencia: Sal, Nacho y el room service. Hay, además, un restaurante de eventos llamado Coyul, en el cual Elena Reygadas firma platillos de, principalmente, ingredientes mexicanos con técnica italiana.

“El concepto que me explicó el chef es lograr que el comensal se enamore no de la comida, sino de la historia y conexión que hay en ella.”

De Tailandia, y en combinación con la visión de esta reserva, Piatti trajo un proyecto de sustentabilidad que rebasa los límites comunes. No es que se compren insumos de productores certificados o que se haga composta de alguna porción de la basura. Producen directamente lo que consumen en una granja de 2 hectáreas (que puede verse en el recorrido entre la entrada del hotel y la llegada al lobby), la cual incluye patos, gallinas, cerdos y borregos: el Rancho Ortega.3 Como buen cordobés, tiene un lazo con la producción en el que viene incluida la consciencia de vivir en armonía con el medio ambiente, en donde cocinero y campesino van de la mano.

El concepto que me explicó el chef es lograr que el comensal se enamore no de la comida, sino de la historia y conexión que hay en ella. Es decir —y si esto no es una respuesta del “mercado” a la emotividad de las relaciones humanas tradicionales con la comida no se qué es— quieren inducir narrativa en la experiencia gastronómica. Debo admitir que me parece sorprendente que un hotel de lujo busque como diferenciador de calidad un intangible, probablemente la manera más difícil de lograr una experiencia inolvidable. Sin embargo, el trabajo que hay detrás de este anhelo es impresionante.

Vayamos poco a poco, siguiendo la lógica de conseguir el mejor producto a la menor distancia posible. La sal es marina natural y viene de Cuyutlán, Colima, a 70 km de la reserva. El queso panela es de Tapalpa, Jalisco, de un ganadero llamado Miguel que puso su propia lechería de vacas Jersey (un ganado relativamente pequeño) para secar el queso al sol y lograr así una mayor acidez. El atún, sí, es de Ensenada.

Luego viene lo que se da en el rancho que está dentro de la reserva. Aquí se producen 23 variedades de fruta y vegetal. Aguacate Hass 1, lichis, canela, higo, caléndula, granada, manzana verde, papaya, 3 tipos de plátano, pimienta, cítricos (incluyendo lima, clementina, kumquat,  yuzu y kaffir), 5 tipos de cacao, etc. Algunas plantas son silvestres, como la pepita que usan para el mole, y otras traídas de lejos, como el té limón y galangal tailandés. Para que la tierra sea fértil, se le devuelve lo que no se usa y se fertiliza con el método tradicional de tapar con carbón durante 24 horas, para luego sembrar en esa tierra utilizando su composta y cocos, con lo cual devuelven potasio y hierro. Con ello, el bol de fruta que ponen en la habitación es realmente local.

Pero hay más que vegetales. En el rancho de gallinas que se ve cuando se entra a la reserva, tienen cerca de 800 animales. Yo he visitado granjas de gallinas y están llenas de químicos; de hecho para visitarlas hay que cambiarse de ropa y darse una ducha en medio del cambio. Según me explica el chef, en este rancho sanitizan de manera natural con una mezcla de pimienta con canela. Tienen tres tipos: la roja Rhode Island, que da 0.87 huevos diarios; la negra que es muy fuerte y grande, y que además produce huevos resistentes; y la piroca China, que son esas gallinas pelonas que uno ve en carretera (estas las trajeron de Yucatán pues aguantan muy bien el calor). También hay cerdos, que alimentan con composta natural. La raza es Mangalica, que tiene mucha grasa intramuscular y es considerada el wagyu de los cerdos, y con este obtienen carne de tres categorías: la premium, de donde salen guanciales (una panceta sin ahumar que típicamente se usa para la pasta carbonara); la grill, de donde se hacen brisket y lomos; y la terciaria, de donde salen estofados, birria y barbacoa. El cordero también es propio, original de Zapotlanejo, Jalisco. La raza es la mexicana Pelifolk, que se generó combinando Blackbelly y Suffolk y que, según el chef, es el mejor cordero que ha probado. El Rancho San Antonio les otorgó la certificación; empezaron con un macho y dos hembras, y ahora ya tienen 45 animales. Las cosas suceden al ritmo de la naturaleza, y el tiempo se ve en todo lo que me explica el chef (por ejemplo, la conceptualización de dos años antes de abrir el restaurante, o los 11 que llevó el desarrollo del hotel), no se pueden acelerar ni con todo el dinero del mundo.

A nivel marino, tienen un plan doble de pesca responsable. Por un lado, compran sus productos a la cooperativa de Barra de Navidad, que certifica captura sustentable, es decir con anzuelo. Por el otro, practican el buceo artesanal, o sea foraging: Alberto, uno de los cocineros, recorre la ribera con un equipo que provee el restaurante para recolectar algas, salicornia, percebes, callo margarita, callo de hacha, cochinitos, caracol de mar, e incluso sargazo fino. Como conoce su mar, sabe qué conchas están maduras y cuáles es mejor dejar en su lugar. Con ello, el platillo de conchas de mar que se ofrece en el menú es literalmente escogido a mano.

La variedad y cercanía de productos reduce la huella de carbón, pues se minimiza el transporte y la refrigeración. Además, genera procesos que terminan llegando a la mesa. Los tipos de maíz que el chef siembra, por ejemplo, conllevan el proceso de nixtamalización y este se refleja en el sabor y color de las tortillas que sirven en los restaurantes: amarillas, rojas, moradas y azules. Asimismo, con tan grande variedad, el ceviche que se ofrece en cada restaurante es completamente diferente, no como sucede en restaurantes de cadena que usan la misma salsa para varios platillos —como en una novela polifónica mal ejecutada donde todas las voces son las del autor. Lo mismo sucede con algo tan aparentemente estándar como el guacamole; cada uno sabe diferente.

El restaurante Nacho sirve tacos de pescado y es más casual que Sal. Este último tiene un menú que resulta menos pretencioso que el de casi cualquier restaurante de la Condesa, en CDMX, y que ofrece no solo una gran calidad en los ingredientes sino cocina realmente satisfactoria. Está, por ejemplo, una infladita rellena de escamoles, quelites y chicatana, que proporciona ese sabor a maíz típico de nuestros antojitos pero sin quitar espacio para seguir probando. Entre los platos más locales están una telera —hecha en casa, por supuesto— de pescado zarandeado, un birote de ojo de bife, y el hamachi al pastor. Este último trae rebanadas gruesas del pescado, sobre un caldillo de cilantro, con piña y aguacate como acento.

Como es de imaginarse, la carta de vinos está muy bien provista. Hay copas accesibles desde menos de $300 pesos (Valle de Guadalupe), hasta botellas creo que inevitables en el mundo moderno, como un Petrus que rebasa los $200,000. Pero lo que merece mención especial es lo bien posicionado que está el producto nacional. Ciertamente, la oferta de tequila (que en unos años —todo lo aquí pensado toma años— incluirá el propio) y mezcal es predominante, pero también hay raicilla (sola y en cocteles), tepache, cerveza artesanal y cava nacional. Incluso hay whisky nacional (Revés, Juan del Campo y Abasolo), algo que se ve muy raramente.

Con todo esto —proveeduría de primera, conexión con el ambiente, ejecución en la cocina y visión de futuro a largo plazo— la oferta gastronómica es excepcional, aunque también es la única opción en esta reserva en la que salir a cualquier lado significa un largo trayecto. Así pues, The White Lotus desapareció de mi memoria para recordarme más bien otra serie de Netflix, Virgilio (2022), esta sobre el chef peruano Virgilio Martínez, quien con una combinación inspiradora de ambición y visión busca los mejores ingredientes de su país. “En 2 años”, me dice Piatti, “seremos sustentables al 100 %, y en 10 todo va a ser de acá, con o sin mí”; y me encanta, pues la idea de sembrar y cuidar un árbol cuyo fruto no va a cosechar uno mismo es el mejor ejemplo de calidad humana.

“[…] hacer las mismas cosas eternamente no es una maldición sino lo contrario, un privilegio, siempre que tomemos el tiempo de hacerlas bien.”

El valor del tiempo y la falta de prisa hacen de este un modelo a seguir en sustentabilidad y hacen que resuene una interpretación nietzscheana del mito de Sísifo que por esos días escuché: que hacer las mismas cosas eternamente no es una maldición sino lo contrario, un privilegio, siempre que tomemos el tiempo de hacerlas bien. Solo así es posible una integración tan estrecha entre sustentabilidad y calidad de servicio. Me quedo con la imagen de Juan, recolector y artesano, que recorre el rancho buscando fibras y ramas caídas, desechadas entre hojas, a veces rediseñadas por insectos. Con estas se hacen las manualidades como cucharitas, brochetas y mantelitos que se usan para dar servicio en un hotel de 5 estrellas, el lugar menos pensado. EP

  1. Me refiero a la temporada 1, pues el hotel de la 2 (el San Domenico, en Taormina) es una belleza, si bien tiene una visión muy triste del amor de pareja. El artículo “Sex workers are the heroes in The White Lotus Season 2” (https://mashable.com/article/the-white-lotus-season-2-lucia-mia) lo describe a detalle. []
  2. https://www.admagazine.com/articulos/four-seasons-resort-tamarindo-una-experiencia-hotelera-esculpida-por-el-tiempo []
  3. https://www.instagram.com/rancho.ortega/ []
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