Registro | Donald Judd y esta carretera eterna: sobre su casa en el SoHo y una nevada siempre a punto de golpear

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.

Texto de 17/01/24

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.

Tiempo de lectura: 3 minutos

No sé muy bien en dónde estoy: si deslizándome por una carretera congelada hacia Columbus, estado de Ohio, escuchando a Tabu Ley Rochereau y pensando sobre sus ochenta hijos, o a punto de aterrizar sobre un mar de contenedores oxidados en Fort Lauderdale, Florida, mientras María me lee en voz alta el párrafo de un ensayo que le recordó a nosotros. 

Las últimas semanas han sido un amasijo abominable de nostalgia, días cortos y café, coronadas por un sentimiento de naufragio constante que yo le achaco a esa promesa de que una gran nevada azotará Nueva York un día de estos.

María Prieto

La promesa, que ahora es más bien un chiste muy malo y muy local, lleva más de un año terminando siempre por ser una lluvia torrencial cualquiera.

No hay diagonales que separen los días de los años ni los años de los meses, mucho menos una noción que ayude a distinguir los lugares. Por eso también estoy aquí, sigo aquí, en el último piso de la casa de Donald Judd, en el 101 de Spring Street, en el SoHo, la última semana de diciembre, mirando hacia la calle por una de sus once ventanas, pensando en su cama a ras de piso, haciendo como que escucho al guía, pensando en la vida después de la muerte.

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En 1968, Donald Judd —uno de los escultores fundamentales del minimalismo— compró este edificio por un precio absurdo, antes de que a esta parte de la ciudad se la nombrara con su famoso acrónimo. En ese tiempo era solo el Cast Iron District, nada más: así se le conocía a esta parte en donde proliferaron edificios de hierro fundido ocupados por fábricas y talleres de todo tipo.

Luego, en los sesenta, Robert Moses —el comisionado de parques de la ciudad y la mente maestra detrás del desastre urbano (o desarrollo, según se vea) de los cinco barrios de Nueva York—, con el momentum que le habían dejado casi cuatro décadas de poder absoluto, puso en su mira este barrio oxidado y polvoriento para hacer lo que mejor hizo siempre: partir barrios por el medio y hacer carreteras gigantes, napoleónicas y dementes.

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Me da escalofríos tan solo pensar que esta parte de Manhattan pudo haber dejado de existir y con esta su comunidad, como pasó con el Bronx y con algunas partes de Brooklyn. Demoler, demoler, demoler todo lo que fuera posible, todo a su paso, todo por el bien del coche, todo por el bien del sueño americano. 

Y ahí fue que Judd, quien empezaba a ser ya una figura conocida sobre todo por sus texto sobre arte, aprovechó la devaluación de aquella zona sentenciada a muerte (gracias a la pugna entre el obsesivo Moses y la activista Jane Jacobs, quien se opuso a la Expressway) y compró el edificio entero, una hazaña hoy casi imposible para quien vive del arte.

Cada piso lo designó para un propósito: en la primera planta una cocina y un comedor, en la segunda un comedor formal y una estancia, en la tercera su estudio, impoluto, y en la última —en la que justo ahora pienso en lo que dejaremos tras nuestra muerte—, su recámara.

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Todo en su casa está intacto, y con esa orfandad de propósito de la que habla Paul Auster, cuando escribe en uno de sus ensayos que los objetos solo tienen sentido en función de la vida de la persona que los usa.

Al final, así como la nevada siempre prometida, la carretera de Moses nunca se construyó. La moneda de Judd cayó del lado correcto: hoy, más de cuarenta años después aquí estoy, en el quinto piso de un edificio que debía ser demolido, pero que al final permaneció junto a su historia y dos o tres botellas de mezcal que nunca se abrieron. EP

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