Olivetti Lettera 25 (Segunda parte)

Anuar Jalife Jacobo ensaya sobre la máquina de escribir.

Texto de 28/08/24

Anuar Jalife Jacobo ensaya sobre la máquina de escribir.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Olivetti Lettera 25 (Primera parte)

Mecanografía y deporte

Quizás lo lúdica que puede llegar a ser la typewriter le venga de su carácter ambivalente. De forma carnavalesca, la más pequeña de las nietas de Gutenberg consigue trasladar discretamente el taller a la oficina o la casa y convertir las manos de cualquiera, aun las de peor caligrafía, en instrumentos de rapidez y precisión. 

En la secundaria llevé durante tres años un taller de taquimecanografía; de la parte taqui recuerdo poco o casi nada, de la mecano puedo decir que me proporcionó una destreza merecedora de las envidias gremiales de mis compañeras y compañeros universitarios, quienes contemplaban con impavidez —o al menos así quisiera recordarlo— la displicente redacción de mis trabajos de clase a “ojos cerrados”. Mientras estaba en aquel taller de secundaria me ilusionaba con la idea de que si ya era capaz de mecanografiar de forma experta, bien podía llegar a tocar el piano sin mayores esfuerzos. Supe lo descabellado de mis ilusiones el día que llegaron a mi casa un órgano semiprofesional y un maestro de música. Sin embargo, ahora tengo claro que aquel pensamiento no era gratuito. 

“Mientras estaba en aquel taller de secundaria me ilusionaba con la idea de que si ya era capaz de mecanografiar de forma experta, bien podía llegar a tocar el piano sin mayores esfuerzos”. 

En Psicología de los objetos cotidianos se afirma que las primeras distribuciones de los teclados de las máquinas de escribir eran parecidas a las de un piano, “con las letras dispuestas a lo largo de una fila”, habiendo algunos modelos que “presentaban incluso teclas blancas y negras”. Después de varios intentos por encontrar la mejor disposición para las letras —que fueron de la pura arbitrariedad hasta el orden alfabético—, fue justo la typewriter de Sholes la que fijó la distribución qwerty, bautizada así porque la primera fila de teclas incluye esos caracteres; una distribución que tenía como principio separar entre sí las letras más usadas, para evitar que los tipos se atascaran, y permitir el uso de ambas manos a la hora teclear. Hecho a nuestra imagen y semejanza, este modelo de teclado hizo de la máquina de escribir un objeto aún más fácil de usar. Se dejó de mecanografiar solamente con los índices y se comenzaron a utilizar los dedos medios y, en algunos casos extraordinarios, los anulares.

El límite parecía fijado ahí, hasta que apareció en escena el estenógrafo de la Corte Federal en Salt Lake City, Frank McGurrin, un personaje de nombre épico que recuerda a una suerte de pistolero del viejo oeste en su versión burocrática. En The Century of the Typewriter, Beeching narra las hazañas de nuestro héroe. Hacia 1877, Mrs. L. B. Longley, dueña de un Shorthand and Typing Institute, se atrevió a declarar que todos los mecanógrafos debían ser capaces de usar ambas manos. La revista Cosmopolitan Shorthand condenó las aseveraciones de la señora Longley asegurando que a menos que se tuviera una educación pianística esto resultaba imposible y que era más efectivo teclear con solo dos dedos. La reprimenda hubiera tenido lugar de no ser por la llegada de McGurrin, quien empleaba no cuatro, ni seis, sino los diez dedos de las manos y tenía memorizado el teclado de su Remington, lo cual le permitía escribir aun con los ojos vendados. McGurrin dio demostraciones de su increíble habilidad frente diversos públicos y llegó a ser conocido como el mecanógrafo más rápido del mundo, dejando la puerta abierta para cualquiera que quisiera demostrar lo contrario: “He was ready to take on anyone at any time, in any place, and he was ready to bet a substantial sum of money he would win”. De acuerdo con un artículo de Emma Louis Penrod, podemos deducir que el clímax de la saga McGurrin ocurrió en 1888, cuando se enfrentó en un Speed Contest a Louis Traub —un rival finalmente a su altura— por una bolsa de 500 dólares. El duelo entre ambos representó también la batalla definitiva entre las dos marcas más populares de la época. McGurrin competía con una Remington, con teclado qwerty, mientras que Traub utilizaba una Caligraph, que tenía un doble teclado para altas y bajas, respectivamente. McGurrin ganó el concurso tecleando un promedio de 97 palabras por minuto. Pernaud concluye que la sabiduría popular atribuye al triunfo de McGurrin la imposición definitiva del teclado qwerty, sin embargo, “el debate sobre si fue el triunfo se debió a la velocidad del hombre o la de la máquina continúa hasta el día de hoy”. Yo podría pensar que estamos nuevamente ante las facultades carnavalescas de la typewriter, que nos da una figura grotesca de fin de siglo, un centauro moderno: hombre y máquina, intérprete y operador, atleta y burócrata.

Mecanografía y poesía

A pesar de lo que puedan creer los ilusos, el arte de escribir a máquina no es únicamente tekné sino poiesis. El mecanógrafo es artesano y poeta. Cualquiera que haya tomado un curso de mecanografía sabrá a lo que me refiero. La primera relación con el teclado es también una nueva relación con el lenguaje. Altazor no en caída sino en ascenso, el aprendiz de mecanógrafo va de los clásicos ejercicios iniciales “asdfjklñ jklñasdf asdfjlklñ jklñasdf” a construcciones que serían la envidia de cualquier surrealista. En un colegio donde nos daban a leer a Carlos Cuauhtémoc Sánchez en las clases de literatura, fue mediante el engargolado de Taller de Mecanografía I que experimenté mi verdadera iniciación en los misterios de la poesía. 

“El mecanógrafo es artesano y poeta. Cualquiera que haya tomado un curso de mecanografía sabrá a lo que me refiero”.

En el apartado para la cultivar la destreza de la mano izquierda descubro, por ejemplo, este ruborizante ejercicio guilleniano, no carente de connotaciones escatológicas y sexuales: “yoyo julio popo bolo nylon ñoño polo pillín kiko hilo búho pulmón kilo ñu niño pollo gilipollez rumbo pio pool mono moño muñón ion unión uno yo pino puño colín pilón humo mojón limón limbo momo lila olmo no tomo lío lolo ni plomo poli supo pijo hoyo pon lomo molino milo mi bolillo pilín”. No todo queda en meras concatenaciones psicoanalíticas de palabras; conforme el aprendiz avanza, llega a transitar por los senderos de la escritura especular y autorreflexiva. En mi engargolado leo: 

no se porque pienso que escribir de esta manera probara que mi capacidad para escribir mucho mas rapido y sin acentos sea mi unica forma de escribir mas rapido en esta página pero aun asi tengo que seguir comprobando esto y hago este texto para comprobar de nuevo mis habilidades y mi velocidad asi que solo estoy poniendo palabras o frases aleatorias para llenar suficientes palabras o lineas para darme cuenta de mi velocidad al escribir este texto y que asi de alguna manera ponga una barra y tratar de superarla haciendo el mismo test varias veces hasta que pueda escribirlo todo aunque no se si llegara. 

Finalmente, una vez que se han desentrañado los secretos mecanográficos, el iniciado —aedo moderno— se convierte en vehículo de la poesía. Reza el mentado engargolado: “Katiuska, navegable hamaca y pájaro de sabiduría, hazme zozobrar” o “aljibe calavera fémur mármol alabastrino, al hospital íbamos con coñac a sollozar la leyenda”.

IBM Selectric Typewriter

A mediados de los años noventa, la casa familiar tenía un halo anacrónico: papel tapiz floreado, pisos alfombrados, un tocadiscos Phillips y un televisor Panasonic con perilla conformaban la escenografía pre-TLC que enmarcaba nuestros días. La modernidad llegó la mañana que mis padres trajeron a casa una IBM Selectric Typewriter, un armatoste negro, imponente e incargable. Aparecido en 1961, el modelo original de la Selectric fue el primero en incorporar un sistema de conversión analógica a digital, el keyboard genesis. Especie de Terminator de oficina, la máquina de escribir eléctrica, equipada con una golf ball rotadora con tipografías intercambiables en lugar de los viejos brazos mecánicos; un cartucho de cinta parecido a un video Betamax en lugar del carrete clásico y otro de cinta correctora que sustituía las viejas plantillas Korex, representó para nosotros nada más y nada menos que el arribo del futuro. 

En un anuncio televisivo, que seguramente no circuló en México, una voz solemne y grave describe al prodigio de la International Business Machines, mientras se exhibe el funcionamiento de la golf ball con un extreme close-up: “This is the best thing that happen to typing since electricity: the IBM Selectric Typewriter. Instead of type bars there’s an ingenious printing element”. Y luego en slow motion: “The dents across the paper at an incredible speed, faster even than the eye can see”. 


En efecto, la velocidad de aquella Selectric rebasaba los límites del cuerpo humano. Recuerdo, con nueve o diez años, haber continuado con mis labores de tipografía doméstica en la nueva máquina. Lejos habían quedado los días de la Olivetti. Escribir en la IBM requería de un ritual aparte, que parecía mostrar un excesivo respeto por aquel aparato. Mis padres la guardaban debajo del hueco de la escalera, donde dormía envuelta por una cubierta de piel sintética. Demasiado pesada y tosca para colocarse en el comedor, la Selectric tenía su propia mesita, hecha a la medida, de conglomerado forrado por un plástico que simulaba las vetas de una de una madera oscura. Con el cuidado que se tiene ante lo incomprensible, mis padres colocaban la Selectric sobre su mesa, la conectaban e introducían la hoja en el rodillo, como quien no quisiera estropearlo. Si me tocaba la suerte de redactar, con toda esa parafernalia previa, me sentaba ante la Selectric con demasiado peso sobre los hombros. La gravedad del asunto se veía reforzada por una suerte de mira milimétrica que señalaba con precisión militar el lugar donde las letras serían impresas. Apenas oprimía la tecla, la golf ball sellaba el carácter sobre la página, sin tiempo para arrepentimientos o titubeos, y la mira se posicionaba unas micras adelante, esperando con impaciencia la próxima letra. El sonido era espectacular. La voz del dictado parecía seguir ahí, pero está vez tenía un carácter omnipotente. La vieja comunión entre mano y teclado se había roto para siempre. El sueño de la razón, una vez más, había engendrado un monstruo. EP

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