Olivetti Lettera 25 (Primera parte)

Anuar Jalife Jacobo ensaya sobre la máquina de escribir.

Texto de 26/08/24

Anuar Jalife Jacobo ensaya sobre la máquina de escribir.

Tiempo de lectura: 6 minutos

yuxtapongo mi apasionamiento decisivo por las máquinas de escribir

Manuel Maples Arce

Olivetti Lettera 25

En alguna fotografía infantil me recuerdo frente a una Olivetti Lettera 25 color beige. Tengo alrededor de 3 años de edad, una melena lacia y un suéter con grecas. Digno de un retrato para solapa de libro, aparezco con la mirada fija en el vertiginoso abismo de la página en blanco y con mi dedo índice dirigiéndose categóricamente hacia una j o una k, una h quizás. Honestamente, guardo escasa memoria de ese temprano episodio escritural. 

En cambio, me recuerdo con toda claridad algunos años después, entorpeciendo sistemáticamente el trabajo de mis padres, a quienes ofrecía mis servicios mecanográficos cada vez que los veía colocar la Olivetti sobre la mesa del comedor. Casi puedo ver la mirada de aquellos jóvenes profesores compuesta de una parte de ternura y otra de fastidio. 

Además de la fantasía típica de jugar a ser una persona adulta, pienso que aquella primera atracción por la máquina poseía un sentido corporal. Ilusión tentacular, al articular las falanges y sentir cómo se activaba de forma sincrónica el mecanismo de la Olivetti, al presionar varias teclas con las palmas extendidas y ver cómo los tipos se agolpaban en tropel, supongo que se materializaba un espejismo no tanto mágico sino como sacado de la ciencia ficción, más de dictador distópico que de hechicero, más de cyborg que de prestidigitador.

La música de las teclas

Allende la fantasía cuerpo-máquina, creo que parte de la mística mecanográfica tenía que ver con la música del teclado en acción. ¿Quién no disfrutó del sonido de una oración redactada apresuradamente, cortada únicamente por el crichink del carro viajando de derecha a izquierda a toda velocidad para no interrumpir la escritura? Es un lugar común, supongo creado por el cine, pensar en un escritor o una escritora en pleno trance poético frente a una máquina de escribir. Resulta imposible evocar esas imágenes sin recrear también las bandas sonoras que nos envuelven en el rítmico sonido del tecleo. Y es que ese sonido ambiguo que incorpora la frialdad del metal y la viveza del papel amortiguada por la goma del rodillo bien puede confundirse con el dictado de unas musas recién llegadas a la era industrial. Por mera asociación libre, vienen a mi memoria tres películas donde los efectos sonoros de las máquinas de escribir tienen estos momentos de protagonismo.

“Es un lugar común, supongo creado por el cine, pensar en un escritor o una escritora en pleno trance poético frente a una máquina de escribir”.

Finding Forrester (2001), de Gus Van Sant, presenta al estereotipo del genio literario viejo y amargado, una suerte de Salinger neoyorquino, encarnado por Sean Connery, socratizando a un joven afroamericano que desea convertirse en escritor. Entre los diversos y muchas veces enigmáticos ejercicios que el maestro impone a su discípulo, hay uno que consiste sencillamente en teclear como sucedáneo de la inspiración. Forrester coloca una máquina de escribir frente a la de su alumno y comienza a digitar sin parar, con el trepidante saxofón de Ornette Coleman acompasándolo en el fondo. Ante la impavidez del joven, el autor explica el sentido de la práctica: “La primera clave de la escritura es escribir, no pensar”. Más allá de contradecir los cuestionables métodos Forrester, pienso que su ejercicio es plenamente efectivo solo con una máquina de escribir que con su ruido suscriba esos primeros balbuceos que serán detonantes de algo más. Esa misma experiencia en el teclado sordo de una computadora, por ejemplo, resultará más bien solitaria y deprimente, como una confirmación de que nadie acompaña lo que tenemos que decir. 

En Los adioses (2017), de Natalia Beristáin, se ve a una joven Rosario Castellanos recién instalada, junto con su esposo, el filósofo Ricardo Guerra, en una hermosa casa sesentera. En una secuencia se muestra a la pareja escribiendo en sus respectivas máquinas. Aparecen sentados en las cabeceras de una mesa rectangular cubierta de libros, y mientras Rosario suelta risas ocasionales y teclea con rapidez las páginas de lo que podría ser Álbum de familia, él solo atina a dar cuatro o cinco golpes a las teclas, hasta que, evidentemente molesto y tras espetar un “No eres la única que está trabajando, ¿eh?”, se retira de la habitación. La primera vez que vi esa escena me identifiqué con el villano, compartí la envidia del marido. El sonido de los tipos sobre el papel es una especie de don; como tal, parece otorgado a capricho por alguien o algo que no es uno mismo, y, por inalcanzable, resulta digno de celos caínicos. 

Es inevitable recordar, finalmente, la clásica secuencia de la máquina de escribir en The Shining (1980). La cámara se introduce poco a poco en el enorme vestíbulo del hotel donde se ve a Jack de espaldas, tecleando enérgicamente en una Adler Eagle alemana. El eco de los golpes crea un ambiente de hostilidad y suspenso. Wendy entra en la habitación e interrumpe a su marido, quien, en un ataque de cólera, le exige no ser molestado mientras trabaja. Un trabajo que, más tarde sabremos, consiste en redactar obsesivamente la misma frase: “All work and no play makes Jack a dull boy”. Gracias a una investigación documental realizada por Adam Broomberg y Oliver Chanarin en el Archivo Kubrik, hoy sabemos que la psicosis traspasó los límites de la ficción. El afamado director ordenó a su secretaria, Margaret Warrington, mecanografiar, como parte de la utilería, cerca de 500 cuartillas con los equivalentes del dicho que se usarían en los doblajes al francés, el español, el alemán y el italiano: Un “Tiens” vaut mieux que deux “Tu l’auras”, A bird in the hand is worth two in the bush, Was du heute kannst besorgen, das verschiebe nicht auf morgen, Il mattino ha l’oro in bocca, No por mucho madrugar amanece más temprano. La voz hipnótica e imperativa de los tipos a veces puede ser luminosa, a veces abismal, pero es imposible que no sea escuchada, y acaso obedecida.

Ritmo sagrado de los estudios y las oficinas, el ruido de las máquinas de escribir parece contradecir esa idea popular de que quien escribe no está haciendo nada. Un filme más me viene a la mente. Brazil (1985), de Terry Gilliam, incluye un maravilloso plano secuencia donde se ve a docenas de hombres entregados coreográficamente a su trabajo burocrático: office boys vestidos con chalecos de rombos recogiendo y repartiendo papeles a lo largo de los lúgubres pasillos de una oficina atestada de funcionarios enfundados en trajes grises que escriben, hieráticos, en una suerte de computadoras steampunk con teclados que evocan más a los de una Remington que a los de un artefacto del futuro; todo esto ante la mirada severa de un jefe que da un vistazo su reloj de bolsillo como quien coteja el funcionamiento perfecto de una maquinaria bien aceitada.

“Ritmo sagrado de los estudios y las oficinas, el ruido de las máquinas de escribir parece contradecir esa idea popular de que quien escribe no está haciendo nada”. 

Lo que en primera instancia pareciera el sonido incidental de una oficina acompañado por una pista musical, es en realidad una pieza de Michael Kamen, “Central Services/The Office”, que mezcla una interpretación de la famosa “Aquarela do Brasil”, de Ary Barroso, con el sonido de una máquina de escribir; unión que reconcilia lo irreconciliable: los mundos del carnaval y la oficina; que une y confunde la cálida luz del sol y la frialdad de las lámparas blancas; la libertad y el encierro; el júbilo y el trabajo. Apenas el jefe cierra la puerta de su despacho, cesan de súbito la música y los tecleos, y los oficinistas sintonizan en sus computadoras lo que parece un viejo western. Se produce una inversión entre causas y efectos. El sonido del tecleo no es el resultado de la propia voluntad sino el dictado al mismo tiempo tiránico y celebratorio de un numen burocrático.

El instrumento lúdico

La música de Kamen remite, inevitablemente, a The Typewriter (1950), de Leroy Anderson; oda allegro vivace a la máquina de escribir que, sin necesidad de un correlato festivo, es capaz de expresar lo intrínsecamente lúdica que puede resultar esta herramienta. La historia de la máquina de escribir es, sin duda alguna, una historia eminentemente industrial y, sin embargo, es algo más que eso. En el transcurso del siglo XVIII al XIX muchos inventores ensayaron distintas versiones del aparato. Entre ellos, fue el impresor estadounidense Charles Latam Sholes quien en 1867 terminó por dar a la máquina de escribir la forma y el nombre con el que la conocemos hasta ahora, el cual derivó de “Writing Machine” o “Printing Machine” al tan definitivo como específico “Type-writer Machine”. El modelo de Sholes fue el primero en tener una comercialización masiva, emprendida por la compañía Remington en 1873. De acuerdo con Wilfred A. Beeching, quien fuera director del British Typewriting Museum, Sholes era descrito como “the most unselfish, kind-hearted and companionable man who ever lived”. Quizás el inventor pudo imprimirle algo de esa bonhomía a su creación y por ello la máquina de escribir consiguió, en cierta medida, deslindarse de su origen puramente burocrático para convertirse en un objeto familiar, al grado que, a decir de Donald Norman, “de todos los inventos mecánicos que caracterizan a nuestra era, quizá ninguno haya pasado con más rapidez al uso general que la máquina de escribir”, la cual casi reemplazó como herramienta de escritura a la popular pluma de acero, que a su vez había suplantado a la magnífica pluma de ganso. EP

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