Suele haber una respuesta visceral ante los vendedores ambulantes, pero ¿quién no ambula? Alonso Ruvalcaba ensaya en torno al ambulantaje en la ciudad.
Cinco notas sobre ambulantaje
Suele haber una respuesta visceral ante los vendedores ambulantes, pero ¿quién no ambula? Alonso Ruvalcaba ensaya en torno al ambulantaje en la ciudad.
Texto de Alonso Ruvalcaba 04/05/22
1.
La idea y el verbo mercar están basados en movimiento. Llevar cosas, traer cosas. “En el islote de Tlatelolco, situado al norte de la ciudad de México-Tenochtitlan —escribe Miguel León-Portilla en Toltecáyotl—, apareció desde principios del siglo XV la primera liga o conjunto de comerciantes, designados con el antiguo título de pochtecas”. Tlatelolco era la ciudad-mercado, como ahora las centrales de abasto —en Oaxaca, en Buenos Aires (Mercado Central), en Tokio (Tsukiji)— son ciudades-mercados. Las ciudades necesitan su mercado; y los mercados, incluso en su movimiento, tienden a asentarse, a civilizarse: a formar parte de lo cívico, es decir, de la ciudad. En los textos de los informantes de Bernardino (Códice Matritense fol. 124) se lee esta descripción:
El pochteca: traficante, vendedor,
hace préstamos, hace contratos,
acumula riquezas, las multiplica.
El buen comerciante:
es viajero, caminante,
obtiene ganancias,
encuentra lo que busca,
es honrado.
Pero la ciudad busca inmovilidad y, con ella, busca formalidad. La ciudad busca establecerse a como dé lugar y donde dé lugar, porque el establecimiento asegura que habrá dinero en la hacienda de la ciudad.
2.
De un lado está la ambulancia, del otro el establecimiento. Queremos llevar cosas de un lado a otro; queremos venderlas en ese otro lado. Queremos viajar. Creamos caminos a fuerza de ir a otro lado. Y, sin embargo, en algún punto del camino decimos: Por un momento –este momento– sería mejor no ir a otro lado. Creamos postas, y aunque nos ayudan a movernos para seguir vendiendo en el camino también nos permiten detenernos: estar en diferentes estancias (puestos) del camino. Y con las postas imaginamos pubs o public houses, y tabernas y hoteles y muchas cosas que comienzan con hô[s]t-: maneras de quedarnos.
Los postes nos ayudaron a movernos mejor para seguir vendiendo en el camino, pero también nos hicieron pensar en una novedad, y la novedad fue el cable. “¿Qué tal si ponemos un cable que vaya de poste en poste y que de alguna forma sirva para llevar información de poste en poste?”. Se creó el telégrafo. Al telégrafo siguió el teléfono y al teléfono la sección amarilla: un libro, un registro: lo permanente, lo establecido: la permanencia del establecimiento.
Sin embargo, el sapiens no puede quedarse quieto para siempre. Busca movimiento. El sapiens se establece, o establece su establecimiento, pero en cuanto está listo y recién impreso el nombre de su empresa en la sección amarilla dice: “Cómo quisiera andar en el camino”. Y piensa: “Si tan sólo pudiera llevarme mi teléfono”. El teléfono ata al sapiens. El cable que avanza por los postes ata al sapiens, pero cuando alguien inventa el teléfono sin cables, el teléfono que es como una célula sin ataduras, entonces recobra su movimiento y vuelve a las calles y a la inestabilidad.
Es que en la vida cívica existe una serie de tensiones constantes. De un lado del cordel está irse y del otro está quedarse: ambular o establecerse. El sistema suele estar en equilibrio: cada objeto haciendo su parte en la punta del cordel con idéntica fuerza, pero luego el sistema se quiebra porque no es realmente un sistema de masas y cordeles, sino un sistema de personas con deseos, impulsos, presiones, raíces, cansancio, inercia.
3.
Esa inestabilidad fue brutalmente notoria en la pandemia. Nuestras ideas sobre ambulantaje e informalidad terminaron revolcadas por la pandemia porque ése fue el tiempo en que nadie pudo seguir trabajando. Mejor dicho: la pandemia fue el tiempo en que todos al mismo tiempo tuvimos que dejar de trabajar. Y el ambulantaje hubo de replantearse; el ambulantaje “se resignificó”. Se nos obligó a pensar en qué significa ser un vendedor o una vendedora ambulante. Mama Park, por ejemplo, vendió sus kimchis los primeros meses desde la informalidad, llevándolos de aquí allá en ivoy y en uber. La chica de los bordados, el chico que hace acuarelas y el que hace mesas de madera rescatada; el de Vinos Chidos, que no podía abrir su tienda; la morra de macarrones Praliné; barbacoas norteñas, chicharrones norteños; cocteles, grandes trozos de carne, hamburguesas, tacos. La señora de los mangos entró a Instagram y empezó a mandar mangos a las manzanas que la rodeaban. La Casa del Chicharrón, probablemente el negocio más exitoso del Centro Histórico, también. La yerbera volvió a poner su trapo en República del Salvador. Súbitamente, el tren de la formalidad se llenó de pasajeros informales, y estos pasajeros traían un celular en la mano: símbolo de movimiento, de inestabilidad. El negocio celular no necesita postes ni cables: viaja.
La pandemia nos recordó que lo verdaderamente importante es vender, porque vender es vivir siquiera un día más: vender hoy es llegar viva a mañana. Todo lo demás está abajo en importancia. Hubo gente que se quejó de que recibía mucho plástico en sus pedidos; hubo gente que se quejó de que no obtenía una factura o de que las cosas no le llegaban como se veían en Instagram. Pero en el mero fondo del mundo ultraprecario de la pandemia, en el ir y venir entre tener muy poco y no tener nada, ahí yace la tremenda vindicación de lo informal. Cuando nadie puede ir a trabajar, lo que queda es vender informalmente. Cuando está claro que el gobierno nos traicionó, o al menos nos desamparó, lo que queda es vender.
4.
“Éstos son los únicos derechos que nos son dados cuando nacemos: el derecho a buscar la supervivencia de nuestro cuerpo, el derecho a crear otros cuerpos y el derecho a saber que nuestro cuerpo morirá por corrupción o por trauma”. Bien leída, esa declaración es generosa. Si lo pensamos estrictamente, nuestro único derecho en verdad inalienable es el derecho a morir. Leyes, o cosas parecidas a leyes, o cosas que nos gusta llamar leyes, son escritas para hacernos creer que eso no es verdad. Pero estas “leyes” mienten. Tomen como ejemplo la ley de cultura cívica de la ciudad de México. Dice por ahí (artículo 27, cláusula III) que es infracción contra la tranquilidad de las personas “producir o causar ruidos por cualquier medio que notoriamente atenten contra la tranquilidad o represente un posible riesgo a la salud”. Pero eso no es una ley: es una convención.
Quienes vivimos en barrios silenciosos creemos que tenemos el derecho a limitar los ruidos que hacen los otros. El ruido de la ciudad es bello, incluso “genial”, pero sólo si no nos compete. Sólo si no tenemos que escucharlo. Consideren a Héctor Aguilar Camín, un escritor que a veces dice cosas en un programa de tele llamado La hora de opinar. Hay una emisión de ese show donde él y otros señores hablan de Roma, la película que dirigió el anticívico y famosamente violento Alfonso Cuarón.1 Hablan de la ‘genialidad de Cuarón’. “Es un acontecimiento cultural”, decía uno. “Al tamaño de una novela de Rulfo”, decía otro. “Las únicas discrepancias que se pueden tener sobre esta película –decía el escritor– es qué parte te gustó más… La fotografía, la calidad increíble de la reconstrucción… ¡De los sonidos!”.
La verdad es que en Roma hay una como orquesta sinfónica de los sonidos ambulantes de la ciudad de México, la ciudad de los problemas: el sonido del afilador, el de la miel de abeja, el de los camotes. Sonidos del comercio ambulante, de nuestro ir a buscar clientes y de nuestro avisarles a clientes que estamos cerca. Sonidos de la supervivencia humana. Esa forma de supervivencia no es ni remotamente exclusiva de la ciudad de México. La vendedora ambulante necesita gritar estoy aquí en cualquier parte del mundo. Allá va gritando las virtudes de su phở en Cái Răng mientras rema su panga en el delta del Mekong, Vietnam —las niñas bajan de casa con las ollas matutinas para llenarlas de caldo y fideos—; “the cries of London” es un subgénero de poesía practicado por los ambulantes londinenses, y más de uno ha lamentado su lenta desaparición: “Come on ladies, come on ladies / One pound fish / Have-a, have-a look / One pound fish / Very, very good, very, very cheap”: he ahí un grito que ya no se oye; “Bois-charbons, bois-charbons!” gritaba el carbonero por las calles de la vieja París: ya perdió su trabajo.
También resulta que este escritor tuiteó esto por esos mismos días: “La agresión auditiva de la camioneta que pasa diciendo que compra chatarra es ya intolerable en la San Miguel Chapultepec. Y creo que en toda la ciudad. Pasa tres o cuatro veces al día, domingos y feriados incluidos. ¿De quién es el negocio? ¿Quién lo protege?”. Se refiere por supuesto al pregón que dice:
se compran colchones
tambores refrigeradores
estufas lavadoras microondas
o algo de fierro viejo que vendan
¿De quién es el negocio? Pues de gente que necesita practicar el viejo intercambio que está en el fondo mismo del sistema: comprar cosas para luego venderlas.2 ¿Quién lo protege? Se pregunta también el escritor. Díganme ingenuo, pero mi primera reacción es contestar con otra pregunta: ¿por qué tendría que estar protegida la señora que compra fierros viejos? ¿De quién? Ahora lo pienso dos segundos y luego luego se me ocurre de quién. Quien compra fierros viejos tendría que estar protegida de la gente que, por el inane bienestar de sus orejas, quiere quitarle su empleo. ¿Quién la protege? La respuesta termina siendo, como siempre, nadie. Prueba: alguien en la alcaldía leyó el tuit y decidió impedir que la camioneta siguiera su ambulancia por la colonia.3
Aquello que expide la ciudad es una música, como en su momento han notado un montón de poetas y pensadorxs. La ciudad como que nos canta cosas, y las canta tantas veces que se vuelven refranes o coros. El pregón de la ciudad es una forma de ritmo en la ciudad: tiene sus horas del día. En la mañana dice:
electro puralaaaaagua
electro puralaaaaagua
o dice:
el gæææææs
el gæææææs
y luego en la noche dice:
ya llegaron sus ricos y deliciosos tamales oaxaqueños,
acérquese y pida sus ricos tamales oaxaqueños,
hay tamales oaxaqueños, tamales calientitos
El pregón es una especie de reloj. Escritores, cineastas y locutores consignan el pregón urbano: el canto de la ciudad es el canto de todas, canto de todos que se reconocen conciliatoriamente en la canción de la ciudad y en su instante del día.
5.
Hay algo visceral en nuestra respuesta al ambulantaje. Gente imagina que el ambulantaje es caos y el establecimiento es orden; gente cree que el ambulante ejerce una “agresión auditiva”; otra gente cree o dice creer que el problema es higiénico o salubre —habría que retirar a los ambulantes “por la gran cantidad de basura que dejan”, según un diario—; otra dice que el problema es la “toma” del espacio público —muchas de ellas no alcanzan a ver, extrañamente, que el espacio público es, digamos, público—; otra más ve la ambulancia no como un problema, sino como una suma de problemas —impiden “el tránsito peatonal”, decía un escritor hace ya tiempo, además “de evadir impuestos, de contaminar, de robarse la energía eléctrica, de manejar indebidamente productos inamables, de generar basura y fauna nociva y de pasar por alto las más elementales normas sanitarias”—. La evasión de impuestos es un tema que preocupa a mucho evasor cotidiano, siempre y cuando el evasor parezca ser el “otro”.
Hay algo visceral en nuestra respuesta a la venta ambulante. Pero ¿quién no ambula? El humano que avanza en su coche por el segundo piso y mira un espectacular está ejerciendo una forma de comercio ambulante. Nada está realmente fijo. Nunca lo estuvo. Comer es fomentar la ambulancia. La promesa de comprar local es mentira a menos que nosotros mismos plantemos, cosechemos y nos vendamos nuestra propia comida. Fuera de eso, toda comida viaja y llega hasta nosotros. Todo está en movimiento. Todo se transfigura: semilla, planta, fruto. Hay algo visceral en nuestra respuesta a la ambulancia, pero la ambulancia nos define: esta cosa que es no quedarnos: dejar una huella que luego se borre.
El vendedor y la vendedora ambulantes son símbolos también de nuestra interminable adaptabilidad. En las peores condiciones, en la competencia sanguinaria de los barrios de venta ambulante (San Juan, Tepito, San Felipe), un hombre o una mujer se levantan del piso, se desempolvan los hombros y se ponen a chambear. Ambulantaje es adaptabilidad: la capacidad y el ingenio de cambiar. Desde la derecha, políticos, urbanistas y peatones nos quieren hacer creer que el comercio ambulante es una enfermedad de la ciudad. Pero la ambulancia está en la naturaleza humana. No estacionarse: estar yéndose siempre, cambiando siempre, buscando otro cliente u otra esquina. Todos tenemos razones para movernos. Yo sé que yo me muevo para ver el espacio vacío que deja atrás mi propio cuerpo inútil. El ambulante se mueve para poder seguir moviéndose. EP
- Vean Roma, que es hermosa y triste, pero no vean Road to Roma, el documental sobre la filmación de Roma, que es una mentirota del tamaño de un madrazo en la cara. [↩]
- El PRI compraba anuncios para vender la idea de que ese sistema funcionaba. Es sano que eso sucediera. El Estado debe pregonar sus triunfos, reales o inventados. Es dinero que nosotros metimos a la hacienda. Lo depositamos en IVA e ISR. [↩]
- Pueden ver algo sobre el asunto acá. [↩]
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