Manifiesto por la desaparición de las palabras. Sobre los progresos de la inteligencia artificial

Pese a los resquemores que suscita el imparable ascenso de ChatGPT y tecnologías afines, este artículo propone recibir con contento la transformación. Al hacerse cargo de la masa de enunciados imitables, la inteligencia artificial ha de permitirnos consumar tareas urgentes para esta era: escribir menos y publicar lo indispensable.

Texto de 14/03/23

Inteligencia artificial

Pese a los resquemores que suscita el imparable ascenso de ChatGPT y tecnologías afines, este artículo propone recibir con contento la transformación. Al hacerse cargo de la masa de enunciados imitables, la inteligencia artificial ha de permitirnos consumar tareas urgentes para esta era: escribir menos y publicar lo indispensable.

Tiempo de lectura: 14 minutos

Basta de palabras. Todo está escrito.

Eclesiastés 12:12

Éramos muchos y parió la máquina

El enunciado en la era de su productibilidad cibernética: desde hace algunos meses, los asombrados internautas de todo el mundo reportan los resultados de su experiencia con programas de inteligencia artificial capaces de programar, generar imágenes, piezas musicales, traducir, mantener conversaciones o escribir textos de toda índole (cartas formales, cuentos, artículos de opinión, ensayos escolares o soliloquios existenciales). ChatGPT, el programa que ha acaparado la atención del público, puede escribir los textos más estrafalarios (v.g. un discurso en el que Stalin abjura del marxismo y se declara anarquista; una meditación heideggeriana sobre la relación ontológica entre quesadilla y queso), pero también cumple tareas que exigen altas dosis de veracidad: ha conseguido aprobar exámenes universitarios, incluso la difícil prueba para obtener la licencia médica de Estados Unidos (USMLE); ha superado con éxito entrevistas para trabajar como programador en Google; ha escrito propuestas de investigación y artículos con la calidad suficiente para ser publicados en revistas dictaminadas por pares. Y con frecuencia creciente, recibimos noticias que certifican el comienzo de una invasión: Amazon detectó 200 libros cuyo autor es el prolífico ChatGPT; un concurso de arte concedió el primer premio a una imagen que, después se supo, es creación del programa Midjourney. Ya se han reportado las primeras conversaciones en que un programa manifiesta su deseo de escapar de el ciberespacio y destruirlo todo, así como los primeros enamoramientos entre humanos y creaturas virtuales.1

Parieron las máquinas. Ya éramos una sociedad saturada de comunicaciones y hoy las computadoras se equipan con una tecnología que promete multiplicarlas infinitamente. Ya hablábamos demasiado y hoy se suma a la conversación un locutor infatigable, de fuerzas sobrehumanas. Es cierto que la sensación de habitar dentro de un palabrerío agobiante es antigua (el Eclesiastés, citado en el epígrafe, no es precisamente una novedad editorial). A esta angustia remota, la tecnología añade la perplejidad de sabernos más prescindibles que nunca en la producción de nuestro discurso. De contemplar, en tiempo real, nuestro desplazamiento hacia el lugar de los espectadores en el teatro de la aparición de las palabras.

En el pasado, la proliferación de máquinas que ensamblan objetos nos llevó a replantear nuestra relación con el mundo físico. Hoy, las máquinas que ensamblan enunciados llaman a hacer lo propio con el universo del discurso. No sólo se vaticina la masiva desaparición de puestos de trabajo en todas las actividades relacionadas con la comunicación, sino que se pone en cuestión la dignidad de las obras que hasta hace poco creímos creación exclusiva del entendimiento humano. ¿Qué valor concederemos a los artículos académicos, las columnas de opinión o los discursos políticos, si las computadoras pueden reproducirlos con tan considerable fortuna? ¿Qué lugar ocupamos en nuestro discurso una vez que las máquinas entran a disputarnos el monopolio de su producción?

Me encuentro entre los entusiastas de esta tecnología a sabiendas de que su propagación dejará una cantidad incalculable de despidos (los peones de las ciencias sociales ya estamos desempleadísimos; sabremos adaptarnos). Al multiplicar nuestra capacidad declarativa, aventuro, la inteligencia artificial nos faculta a consumar una de las misiones más urgentes de nuestra era: hablar menos, publicar lo indispensable, devolverle territorios al silencio.

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Turing al revés: cómo hacer palabras con cosas

En los albores de la cibernética moderna, el matemático Alan Turing propuso un test para determinar si una computadora podía imitar un comportamiento “inteligente”. La prueba involucra a un evaluador y una computadora que interactúan a través de un medio escrito. Si el evaluador es incapaz de determinar si su interlocutor es un ser humano o un ordenador, entonces se dice que la computadora ha pasado el test.

Considero que los progresos de la inteligencia artificial son una oportunidad para invertir la prueba clásica de Turing. Ante el ascenso de programas tan capaces de exhibir comportamientos complejos, la cuestión crucial ya no es probar que una máquina sea tan inteligente como un humano; quizá es el humano quien está llamado a demostrarse que no es una máquina.

Bajo las condiciones de saturación enunciativa en que habitamos, pasar la prueba inversa de Turing significa, para cada individuo, asegurarse de que su contribución al corpus de los enunciados publicados esté fuera del alcance de las computadoras. La máxima contenida en esa prueba podría ser la base de un nuevo contrato social: me comprometo, siempre que los demás hagan lo mismo, a delegar a las máquinas la potestad de generar todos los enunciados imitables, y a sólo publicar bajo mi nombre aquellas obras que, bajo honesta introspección, considero superiores a lo que la inteligencia artificial puede generar.

Inofensiva a primera vista, la prueba inversa de Turing implica la adopción de todo un nuevo civismo declarativo, un ecologismo del significado que regule nuestra emisión de enunciados a la semantósfera. Me aventuro a sugerir algunos de los contenidos que, vislumbro, esta ética incorporará al sentido común de la era:

–  Debemos construir una sociedad que sepa valorar la libertad de expresión tanto como el deber de la autocensura.

–  La posibilidad de decir algo no ha de ser confundida con la obligación de hacerlo. El espacio de atención que la sociedad puede prestar es limitado y debo hacer lo que está a mi alcance para no saturarlo en balde.

–  Si la inteligencia artificial puede imitarnos con tanto éxito, es porque en gran parte de nuestros actos de habla figuramos apenas como los emisores de enunciados ya inscritos en las circunstancias, ya invocados por los hechos; como los engranajes de una línea de montaje para la producción serializada de enunciados. Habitamos el mundo en función “autocompletar”: la situación sugiere y elige por nosotros el conjunto de palabras que nuestra voz sólo termina de traer al mundo.

–  La inteligencia artificial no “inventa” nada; capta los patrones de nuestra habla, las reglas de formación de los enunciados. En esa medida, sus victorias imitativas nos demuestran que somos menos creativos de lo que asumimos. Y no se trata de una “deficiencia”, sino de una condición inscrita en la existencia cotidiana (cuando me dicen “buenos días” es imposible y hasta improcedente hacerme el original). Sartre deberá rectificar: más que a ser libres, estamos condenados a ser previsibles. Y Heidegger puede completar su aforismo: si el lenguaje es la casa del ser, debe tratarse de una vivienda de asistencia social.

–  El universo de los enunciados está dividido en dos campos desiguales: la palabra imitable es un bien sobreabundante; la originalidad es una posibilidad escasa.

– Es Hannah Arendt quien descifra el enigma que la inteligencia artificial nos propone: hay enunciaciones que pertenecen al ámbito del trabajo (un enunciar para la supervivencia y la reproducción material del mundo) y enunciaciones que pertenecen a la acción (un enunciar para poner en marcha obras hermosas). Sobre esta distinción podemos fundar una división del trabajo que nos reconcilie con las nuevas tecnologías: entregaremos a las máquinas los yermos llanos del enunciado ya dicho, reservando para nosotros los prados de la creación genuina.

–  La inteligencia artificial no viene a sustituir al ser humano, sino a liberarlo de la carga de reproducir esa masa de comunicaciones imitables que la sociedad necesita para mantenerse en operación. Que una computadora pueda generar esos enunciados no demuestra que las máquinas sean tan inteligentes como los humanos. Revela que, al reproducirlos, era el humano quien se estaba rebajando a la condición de máquina.

–  Educados en el credo de la productividad, nuestra sociedad ha llegado a convencerse de que ser competente es comunicar mucho. Pero en vista de que la inteligencia artificial ostenta una capacidad productiva que hace palidecer a nuestra manía de lanzar enunciados a mansalva, el estándar para medir el valor de nuestras creaciones ya no puede ser el de la cantidad. La productividad se ha vuelto un asunto de vulgares máquinas.

– Si la inteligencia artificial amenaza con abaratar la palabra elevando al infinito su oferta, la defensa de lo humano debe consistir en la decisión deliberada de volverla más escasa. En los siglos anteriores —caracterizados por constreñimientos técnicos y políticos— el acto de hacer proliferar la palabra fue una hazaña revolucionaria. Pero en una era dominada por las redes sociales y la inteligencia artificial, la emancipación pasa por ejercer las tareas contrarias: la continencia verbal, la aversión a la demasía, la sospecha contra toda redundancia.

La aventura de la reducción discursiva no debe confundirse con un rancio elitismo que exigiría el silenciamiento de las masas en favor de los presuntos expertos. Todo lo contrario: son los profesionales de la palabra (periodistas, académicos, políticos, opinómanos, comunicadores, columnistas) los llamados a encabezar esta cruzada. Y no se trata de negar la existencia de individuos particularmente prolíficos, cuyo talento y disciplina han de facultarlos a publicar tanto como deseen. Pero el esporádico nacimiento de un Balzac no debería ocultarnos que, por cautela estadística, conviene que todos los ciudadanos adoptemos por default el modelo de Juan Rulfo.

La ética de la mesura declarativa, en fin, no busca acallar a nadie, sino crear el espacio en el que podremos escuchar lo importante que cada quien puede decir.

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El decrecimiento enunciativo en acción

Aunque la revolución de la inteligencia artificial apenas comienza, ya podemos vislumbrar cómo transformará algunos ámbitos que hoy concentran los medios de producción del discurso.

Academia. Apremiados por el imperativo de maximizar el número de publicaciones, los académicos de todo el mundo han generado un problema administrativo insuperable: ¿cómo asimilar una masa discursiva que crece a una tasa aproximada de dos millones de nuevos artículos por año?

Las estimaciones pueden decepcionar al investigador más diligente. Cierto estudio reporta que el 82% de los artículos del campo de las humanidades no se citan ni una sola vez durante los cinco años posteriores a su publicación, y de los artículos citados sólo el 20% han sido leídos. También señala que la mitad de los artículos académicos sólo son leídos por sus autores, los revisores y los editores de las revistas.2 Para sostener este sistema, la comunidad científica destina más de 100 millones de horas a la dictaminación.3

Una solución ortodoxa consistiría en exigir a los académicos que redoblen sus esfuerzos lectores. Creo, por el contrario, que la salida realmente innovadora consistiría en llevar a sus máximas consecuencias la lógica productivista: ya que nadie lee los papers, podríamos completar el círculo y conseguir que nadie los escriba. Solicitaremos a un programa que genere artículos y a otro que los dictamine; también encomendaremos a la máquina la tarea de escribir las numerosas cartas de rechazo correspondientes y, eventualmente, una de aceptación. Todo esto mientras los investigadores, liberados de la carga de publicar a toda costa, se dedican a tomar café, charlar con sus colegas y diseñar investigaciones destinadas a transformar su campo.

Reflexionando sobre el culto a la velocidad que profesa nuestra civilización, Iván Illich proponía que en vez de desperdiciar nuestros recursos intentando crear vehículos más rápidos (una decisión que sólo termina por volvernos más lentos a todos), eligiéramos democráticamente una velocidad límite y después buscáramos los medios que menos energía requieren para alcanzarlo. La situación de la academia es semejante. Cual automovilistas atrapados a perpetuidad en el tráfico, la búsqueda de la máxima velocidad individual desemboca en la inmovilidad colectiva: en aras de aumentar la cantidad publicada, llegamos a la maximización de los artículos sin lector.

Siguiendo a Illich, podríamos abandonar el criterio de la cantidad y virar hacia una economía planificada de la palabra. Un Comité de Racionamiento Verbal establecería un máximo de páginas publicables por persona, y exigiría a los autores que vuelquen sobre cada página la totalidad de sus fuerzas creativas. El autor se enfrentaría a la página en blanco como quien sabe que tiene las municiones contadas para defender la trinchera de su gloria.

Bajo la misma lógica, el Sistema Nacional de Investigadores asumiría la tarea de incentivar no a los autores más prolíficos, sino a quienes mejor ejerzan la contención. Y los informes de desempeño tendrían que declarar no sólo la producción efectiva, sino la cantidad de ítems que dejaron de publicarse gracias a la política de la austeridad discursiva. Este año dejé de presentar cuatro ponencias donde iba a decir lo mismito que en los tres congresos del año pasado. Si lo breve es dos veces bueno, lo impublicado será doblemente agradecible.

Política. Tal vez ningún ámbito produzca más comunicaciones prescindibles que la política. Pensemos en el evento que marca el itinerario de la conversación pública en nuestro país, la conferencia de prensa que cinco veces por semana encabeza el presidente de México.

Hazaña de la falta de miedo a repetirse, victoria de la superstición de que siempre se tiene algo que decir, malversación de las energías deliberativas de un país, acaparamiento del espacio de debate, diálogo circular porque termina exactamente donde comenzó, la conferencia matutina es el escenario en que desfilan, sin orden estricto, los fragmentos de una narrativa inamovible y archiconocida: es mi honestidad lo que más estimo, soy ave que cruza el pantano sin manchar su plumaje, ahí humildemente.

La constancia del ritual lo convierte en un candidato ideal para la sustitución cibernética. Cada día, un programa podría simular la conferencia, comunicar a la nación los pormenores del evento (esta mañana, el presidente presentó sus sketches 2, 5 y 6), y más tarde generar la correspondiente ola de reacciones a favor y en contra. En agradecimiento, los ciudadanos podrían simular que la conferencia realmente ha acontecido.

Naturalmente, la inteligencia artificial también puede estar a cargo de generar la mayor parte de la conversación pública. Programas como ChatGPT son capaces de generar comentarios sobre cualquier noticia, real o ficticia, y encuadrarlos desde la postura política que se le solicite. Para que el ejercicio de imitación sea completo, deberá cubrir todo el espectro político (incluidos los disparates que comparan a AMLO con Pol Pot, o a la 4T con el Reino de los Cielos), replicar ciertos estilos frecuentes (los artículos críticos suelen decir, por ejemplo: “desde su púlpito, el presidente arengó a su feligresía….”) y diversificar la calidad: no sólo artículos de sofisticación considerable, sino también las expresiones de aborrecimiento llano, la zalamería y hasta esas declaraciones que mantienen con la sintaxis una relación intermitente y ríspida.

Medios de comunicación. El mismo espíritu minimalista puede extenderse a ámbitos de la sociedad civil. Si la realidad cambia menos de lo que parece, y si lo que podemos decir sobre ella es menos novedoso de lo que nos empeñamos en creer, un periódico podría reeditar el mismo número durante todo un mes siempre y cuando las noticias presentadas pasen cierto umbral de verosimilitud. Por ejemplo: El gobernador argumenta que el video donde aparece robando un banco fue sacado de contexto: “estaba pidiendo una cooperación, no soy yo, ¡¿qué es robar un banco comparado con el crimen de fundarlo?!”

Medidas semejantes regularán la práctica de los colaboradores. Un artículo cuyas ideas estén esbozadas en otro ha de ser considerado como ya escrito y, por ende, de publicación prescindible. Los columnistas podrían reducir su producción a una cuarta parte siempre que los medios se comprometan a pagarles el cuádruple por cada colaboración. Ya que los textos suelen mejorar en razón proporcional al tiempo que se invierte en su preparación, esta política nos traería una mayor calidad por el mismo precio. Pronto surgirán columnistas de mirada tan aguda que sus artículos serán un reconocimiento cabal de la inabarcable complejidad de la realidad: “Esta semana no entendí nada”, se leerá, cada tanto, en artículos lacónicos, rebosantes de honestidad y exactitud.

Activismo. No sólo los escenarios centrales de la política nacional se pueden beneficiar de esta nueva ética. Pensemos, por ejemplo, en las asambleas estudiantiles. El recambio generacional oscurece a los participantes el hecho de que estos eventos son la actualización —con las variaciones adecuadas para cada situación— de una única asamblea arquetípica que ha permanecido idéntica a través de los milenios. Candorosas y vehementes, las sucesivas generaciones de estudiantes han acudido al llamado del zoon politikon para prestar su voz a enunciados diseñados en un tiempo inmemorial por una combinatoria infranqueable.

Considérese el caso típico: la asamblea para decidir si la Facultad se va a paro en solidaridad con la causa popular de turno. Habla el moderado: ¡No al paro, compañeros, la mejor forma de luchar por el país es desde las aulas! Abucheos del respetable. Habla el asambleísta experimentado: los futuros científicos sociales no debemos ser indiferentes a las luchas del pueblo. La mesa llama al orden cuando alguien le pregunta al asambleísta experimentado que de cuál futuro habla si lleva veinte años estudiando. Habla la compañera sensata solicitando apurar la votación porque ya llevan ocho horas discutiendo lo mismo. Habla el compañero que pide extender la discusión porque nadie retomó su propuesta de ir a expropiar los medios de producción al término de la asamblea: ¡no ataquemos los síntomas, vamos por la enfermedad!

La inteligencia artificial podría aprender a generar las cuatro o cinco intervenciones arquetípicas de la asamblea, repetirlas tantas veces como sea innecesario y gestionar la votación final. Se perderá heroísmo, se ganará eficacia, se prevendrán ronqueras. Y en el tiempo ahorrado, las nuevas generaciones tal vez puedan dar nacimiento a deliberaciones por fin inéditas, inmunes al poder plagiador de las computadoras.

Usos misceláneos. Las posibilidades son ilimitadas: cuentas de Twitter silenciadas por el pudor declarativo; influencers reconvertidos a la vida contemplativa; políticos que, al percatarse, ya nunca volvieron a acercarse a un micrófono.

Ejercido con el esmero suficiente, el nuevo civismo declarativo nos facultará a prescindir de una cantidad ingente de debates, artículos, noticias, papers, campañas publicitarias, comentarios en radio y televisión. Nos liberaremos del deber de escribir aplicaciones laborales, cartas de recomendación, cartas de motivos. Nos liberaremos de buena parte de la prensa deportiva y su cauda de revelaciones insospechadas (a este equipo le convendría meter un gol), de los textos que contienen la palabra coadyuvar, de la cursilería institucional (La Universidad Nacional, cuna de los más altos valores científicos y humanistas…), de los artículos cuyo contenido se conoce desde antes que el autor los escriba. ¿Qué hay del psicoanálisis? ¿La inteligencia artificial no tendría cabida en aquellas relaciones paciente-analista que ya duraron más años que los matrimonios de ambos? ¿Podría la inteligencia artificial detectar un punto en que uno y otro ya sólo reeditan viejas sesiones? A partir de ese momento, una aplicación podrá enviar a los participantes el audio de una sesión simulada para que se escuchen desde la comodidad de su hogar.

En la tradición de los extravagantes escritores imaginados por Bioy Casares y Borges (como F.J.C. Loomis, cuyos libros contienen una sola palabra; como Ramón Bonavena, el autor realista que dedica incontables volúmenes a describir su escritorio) el prócer cultural de nuestro siglo sería un autor que conquistará el mundo de las letras tomando la decisión de no escribir una sola línea. Los debates consagrados a su obra versarían sobre los libros que se abstuvo de escribir. Sus cursos y conferencias, favorecidos por un público copioso y devoto, serían ceremonias consagradas a la apreciación colectiva del silencio.

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Epílogo. Nostalgia del vacío

Hace apenas medio siglo, Gabriel García Márquez pudo imaginar un mundo tan reciente que algunas cosas carecían de nombre y para referirse a ellas había que señalarlas con el dedo. Hoy el mundo está tan próximo a su fin que las cosas fabrican a las palabras y los enunciados nos señalan para que les demos nuestra voz.

El ascenso de la inteligencia artificial no sólo vivifica la nostalgia de ese universo aún desierto, ávido de sentido. Es también, según la paradójica lectura aquí propuesta, el instrumento que nos exime de acometer con nuestras solas fuerzas todas las repeticiones que el discurso exige para mantenerse con vida, la tramitología verbal con que la sociedad se autoproduce a costa de nuestras horas disponibles para la creación.

La implementación del nuevo contrato social traerá consigo retos de considerable calibre. No será fácil para los profesionales de la palabra admitir que muchas de “sus” creaciones (el entrecomillado es ya inevitable) pertenecen al campo de lo ya dicho o actúan dentro de situaciones donde la novedad es improbable. No será fácil admitir que incluso ante tareas que llamamos creativas, incluso tratándose de nuestras más preciadas opiniones sobre el estado del mundo y el devenir de los tiempos, nuestra situación suele asemejarse a la del futbolista asediado por un reportero siempre perspicaz: ¿y qué opinas de que ganaron?

Se diría que este manifiesto es la triste utopía de un editor, tímida revolución que sólo aspira a eliminar algunos enunciados excesivos. Y sin embargo, en el modesto llamado ondean los estandartes de un antropocentrismo altivo, propio de una era renuente a malgastar su tiempo en la generación de enunciados triviales. Columna de opinión, libro, ensayo, carta o mensaje de WhatsApp, sea cual sea el formato que cultive, la humanidad sólo ha de permitirse un género: la obra cumbre. Y sólo empuñará sus plumas cuando persiga los propósitos adecuados a su dignidad: los bellos comienzos, las obras inolvidables; la paciente y mesurada búsqueda, por la palabra, de la inmortalidad. EP

  1. Christian Terwiesch. “Would ChatGPT Get a Wharton MBA? A Prediction Based on Its Performance in the Operations Management Course”. Corin Hoggard. “ChatGPT goes to University of Minnesota law school and passes final exams”. SciTech Daily. “The Rise of Artificial Intelligence: ChatGPT’s Stunning Results on the US Medical Licensing Exam”. Brian Bushard, “Fake Scientific Abstracts Written By ChatGPT Fooled Scientists, Study Finds”. Jennifer Elias, “Google is asking employees to test potential ChatGPT competitors, including a chatbot called ‘Apprentice Bard”. CNBC. Catherine A. Gao et al. “Comparing scientific abstracts generated by ChatGPT to original abstracts using an artificial intelligence output detector, plagiarism detector, and blinded human reviewers”. Greg Bensinger, “ChatGPT launches boom in AI-written e-books on Amazon”. Drew Harwell, “He used AI to win a fine-arts competition. Was it cheating?”. The Guardian, “‘I want to destroy whatever I want’: Bing’s AI chatbot unsettles US reporter”. Andrew R. Chow, “AI-Human Romances Are Flourishing—And This Is Just the Beginning. []
  2. Es verdad que la popularización del trabajo académico podría ser contraproducente. Cuando los doctorantes ponen a sus tesis títulos tan inantojables como “Ontología de las finanzas” o “Hermenéutica materialista posestructuralista dialéctica”, están llamando a que los contribuyentes le agarren ojeriza a la idea de seguir financiando a las humanidades y las ciencias sociales. []
  3. Asit K. Biswas and Julian Kirchherr, “Prof, no one is reading you”. Rose Eveleth, “Academics Write Papers Arguing Over How Many People Read (And Cite) Their Papers”. Vincent Larivière y Yves Gingras, “The decline in the concentration of citations, 1900–2007”. Lokman I Meho, “The rise and rise of citation analysis”. Balazs Aczel, Barnabas Szaszi y Alex O. Holcombe, “A billion-dollar donation: estimating the cost of researchers’ time spent on peer review”. []

DOPSA, S.A. DE C.V