Habitar en las orillas de una pista

Christiane Burkhard ensaya sobre distintas formas de habitar tres aeropuertos abandonados o en recuperación: el Tempelhof en Berlín, el ex NAICM en Texcoco y el Elliniko en Atenas.

Texto de 19/07/22

Christiane Burkhard ensaya sobre distintas formas de habitar tres aeropuertos abandonados o en recuperación: el Tempelhof en Berlín, el ex NAICM en Texcoco y el Elliniko en Atenas.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Mi vida y memoria están inevitablemente ligadas a los aeropuertos. Mi propio nomadismo desde pequeña, migrar entre Alemania y México, y el trágico accidente de mis padres en una pista de aterrizaje hace 40 años. Desde esta experiencia me acerqué a tres geografías en las que se inscriben estas y otras capas sobre el des/arraigo, el transitar y ¿otro habitar posible? El aeropuerto de Tempelhof en Berlín, el de Elliniko en Atenas y el ex NAICM en Texcoco son aeropuertos en proceso de desvane/ser, de abandono o de recuperación, suspendidos en el tiempo para la especulación inmobiliaria o para la reubicación de migrantes, laberintos u hogares temporales, “santuarios” humanos y ambientales recuperados. Paisajes heridos con huellas irreparables, incisiones en territorios naturales en las periferias de las ciudades, “feudos” modernos con un alto impacto ambiental y climático, pero también con continuidades territoriales y narrativas que permiten revertir el orden de la especulación económica por otra de orden simbólico. 

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En 2015, volví un año a Alemania. Intuitivamente fui atraída, gravitando, por Tempelhof, un aeropuerto en pleno centro de Berlín, deshabilitado desde 2008 y re-habilitado como espacio público de esparcimiento tras un espectacular referéndum a favor de la ciudadanía en 2014. Es un lugar vasto donde me siento en casa y respiro hondo. En este parque central con sus pistas y vías circulares, se inscriben múltiples sedimentos históricos que se relacionan con la guerra y el nazismo. Después de su rehabilitación en 2015, se convirtió en un puerto donde anclar en los hangares y luego en tempohomes, para cientos de refugiados que convivieron con la ecléctica ciudadanía berlinesa en esta especie de santuario, “ecosistema” utópico al que han vuelto incluso aves y animales como las alondras, los ruiseñores y también los zorros. 

Mi madre nació en Berlín el mismo año que comenzó la guerra en 1939. De chiquita le tocaron los sótanos de evacuación, la ocupación; luego, el embargo soviético, el puente aéreo entre Tempelhof y la base aérea de los aliados occidentales en Frankfurt para suministrar la población berlinesa con víveres. Es de los pocos relatos afectivos que recuerdo de su infancia, el miedo, la carencia y la vergüenza de la derrota.

Un día entrevisté al arqueólogo Bernbeck sobre los hallazgos encontrados al lado de las pistas, donde alguna vez estuvo un campo de trabajo forzado nazi. Nos muestra los tepalcates de cerámica y de vidrio, incluso hay restos de celuloide y un peine. Señales y remanentes de otras vidas. Este afán mío por fijarme en las excavaciones corresponde a una fantasía de continuidades regadas y dispersas, latentes y latiendo en las capas de la historia. Mi propia práctica documentalista está ligada al hurgar y re-imaginar. 

“Este afán mío por fijarme en las excavaciones corresponde a una fantasía de continuidades regadas y dispersas, latentes y latiendo en las capas de la historia”.

En Tempelhof, con la cámara en una mano y con la otra maniobrando la bicicleta di vueltas y vueltas sobre las pistas, abriendo espacio con la mirada y el movimiento. Una noche de luna llena en el solsticio de verano planté un arbolito al lado de la pista, un manzano, como gesto de arraigo. Grabé los brotes sutiles de este árbol y otras plantas en el huerto comunitario “Allmende Kontor”, una isla verde de resistencia agrícola en las orillas de las pistas. “Allmende” es un término antiguo de la agricultura y propiedad comunal y refiere a un tipo de jardinería comunitaria que “promueve un nuevo acceso y participación autogestionada en el espacio urbano […] son centros vecinales al aire libre y pueden ser refugios para personas necesitadas. Son un contrapeso a la creciente privatización del espacio público”. Uno de los últimos días de mi estancia, grabamos una video-danza con mi amiga la performancera Citlali Huezo, que encarna a una Ariadna nómada que corre por las pistas y teje un hilo para entre/lazar y resarcir las historias vinculadas a los aeropuertos/laberintos –propias y ajenas, enteradas, escondidas y a punto de brotar–, una acción que dio lugar a una fabulación cinematográfica en proceso.1

Volviendo a México, me acerqué a las acciones de académicos y artistas en solidaridad con los pobladores locales en contra del polémico megaproyecto del NAICM en Texcoco, que estaba en una nueva vuelta de construcción desde el 2015 –uno de los megaproyectos transnacionales más ambiciosos y devastadores de la actualidad con obras masivas de disecación y “dominación del suelo” para controlar los hundimientos del sitio–. Enormes tapices de geotextil para alfombrar la tierra, encima toneladas de tezontle y basalto extraídos de las minas aledañas para exprimir la humedad, una grave irrupción en los modos de subsistencia humana y los ecosistemas.

Sin embargo, esta vez se hackearon los discursos estableciendo contranarrativas muy exitosas tras la campaña de #YoPrefieroElLago que dio lugar, entre otros factores coyunturales, a una nueva suspensión de la construcción en 2018. Hoy las pistas infinitas y las estructuras metálicas oxidadas son testigos de un aeropuerto que no fue y ya es ruina. La lluvia inunda nuevamente las pistas. El lago persiste en múltiples cuerpos: humedales, lacustres, reservas de agua pluvial, en el subsuelo y en los ríos. El frenesí de la construcción está siendo reemplazado en la actualidad por la recuperación y la restauración del territorio. 

“Hoy las pistas infinitas y las estructuras metálicas oxidadas son testigos de un aeropuerto que no fue y ya es ruina. La lluvia inunda nuevamente las pistas. El lago persiste en múltiples cuerpos: humedales, lacustres, reservas de agua pluvial, en el subsuelo y en los ríos”.

En un reciente paseo por las aguas en el borde del perímetro donde florece la Ciénega de San Juan, escuchamos las aves y los relatos de los guardianes del agua, un grupo de jóvenes oriundos. Cesar del Valle nos explica que habitar al lado de la pista implica reimaginar las territorialidades de otra manera: “Ahora, después de 20 años de lucha y resistencia, después de un proyecto aeroportuario fallido, se declara el área como Área Natural Protegido (ANP) cuando toda la oposición siempre había dicho que ya no había lago. ¿Cómo es que nosotros tenemos que demostrar una y otra vez que estamos viviendo y cultivando la tierra aquí? En esta región nunca se observó la vida lacustre y la forma de vida de los pueblos”.

El proyecto #ManosALaCuenca se dedica reimaginar y poner en acción estas nuevas territorialidades y narrativas. Se organizan rodadas, tequios, observatorios, y se retoma el cultivo particular de estas tierras, por ejemplo de la espirulina y del ahuautle: “Ya hay siembra, los chavos vienen a deshierbar, a poner nutrientes, cenizas, harina de rocas, carbón y microorganismos benéficos”. Además, “hay un invernadero donde crecen hortalizas y se guardan las semillas adaptadas a las condiciones de este suelo, recetarios y rituales que se sintonizan con las estaciones y ritmos naturales de las aguas. Todas estas acciones y gestos ensayan esta otra forma de habitar el territorio”.2

El Elliniko en Atenas, Grecia, es un aeropuerto pequeño, abandonado y derruido, al lado del Mediterráneo, con una única pista, la del aterrizaje fallido de una DC-8 en 1979 y donde murieron 15 pasajeros, entre ellos mis padres. En 2019 se cumplieron 40 años de su muerte y en un acto de homenaje recorrí los bordes de aquella pista, desde donde se ve el mar. Con una mano grabé y con la otra aventé un hilo rojo, que bailoteó en el viento para luego enredarse en la maleza en las grietas donde termina el asfalto y donde el avión debió haber rebasado para luego incendiarse. En esta orilla el hilo formó un nido, me indicó que es ahí. Me acerqué para arrodillarme y ofrecer un rezo.

En esta pista y sus terminales cohabitan los ecos de otros incidentes. En 2015, una inmensa ola de refugiados derivó en las terminales abandonadas de este aeropuerto, convirtiéndose en uno de los campos de refugiados más grandes y precarios en la frontera de la comunidad europea. Las hostiles estrategias políticas de asilo y de migración se encargaron de detener las caravanas en la periferia de la comunidad europea –marcada, por un lado, por el propio Mediterráneo, pero también por las fronteras orientales de Turquía, Grecia, Macedonia– para impedir su libre tránsito hacia los centros europeos. Las condiciones en Elleniko fueron desoladas. Tiendas de campaña en los pasillos del aeropuerto, niños jugando en los sideways de la pista, el calor, la falta de higiene y perspectiva. Damnificados sin pasaporte y nacionalidad en un espacio caducado de tránsito. Exilio, hambre, abandono. El laberinto del Minotauro. El desenlace fue evidentemente trágico. Locura, vandalismo, incendios y luchas de pandillas entre diferentes grupos étnicos.


Elliniko está silente ahora, pero guarda aún los restos y señas de todos estos incidentes, grafitis y cenizas. En los interiores de la terminal B se acumula el polvo, los techos caídos, dejando entrever los hilos, cables, tripas. Llantas laceradas, montículos de escombros en las pistas, y entre todas las huellas un reloj quemado que marca la hora de la muerte. Y un hilo enredado en la vegetación, ahí donde termina la pista, pequeños gestos y trazos de otro habitar simbólico.

Gran parte del Elliniko será demolido por un joint venture de magnates griegos, saudíes y chinos, para dar lugar a un multimillonario plan inmobiliario de casinos, resorts y malls para turistas. Una pequeña comunidad de griegos y altermundistas resiste al lado de las pistas abandonadas cuidando un emblemático jardín autogestionado, un caso de guerrilla gardening que surgió como parte de un movimiento social contra el desarrollo inmobiliario del antiguo aeropuerto que “…desafía los despojos provocados por la crisis neoliberales y reclama el derecho a la ciudad a través de la autogestión espacial”. 

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En las grietas de todos estos lugares, en sus bordes, hay algo o alguien que resiste, comunidades humanas y más que humanas que buscan habitar, restaurar y reinterpretar los espacios política –y poéticamente– un habitar “más fuerte que la metrópoli” como lo acuña el Consejo nocturno en su manifiesto,3 y donde cita el colectivo anarquista ZAD  (zone à défendre) que okupó a lo largo de varios años los bosques de Nantes en Francia para impedir la deforestación y la construcción de un nuevo aeropuerto: “Habitar es otra cosa. Es un entrelazamiento de vínculos. Es pertenecer a los lugares en la misma medida en que ellos nos pertenecen. Es no ser indiferente a las cosas que nos rodean, es estar enlazados: a la gente, a los ambientes, a los campos, a las setas, a los bosques, a las casas, a tal planta que yace en el mismo espacio, a tal animal que se suele ver ahí. Es estar anclados y tener posibilidades abiertas en nuestros espacios”.4


En las tres geografías recorridas conviven las ruinas y pistas de especulaciones económicas fallidas con nuevas especulaciones artísticas, ciudadanas o agrícolas, un habitar que apuesta por la vida, el compostar/nos, el ejercitar otro tipo de vivir en y con las ruinas accediendo a lógicas poéticas, subterráneas, ancestrales y digitales. Un habitar en campamentos autoconstruidos, usando hackeos narrativos a través de hashtags, fogatas y recetarios siembras, rituales íntimos o colectivos para observar las aves, volar papalotes, plantar árboles, recorrer las pistas en bici o en un carro eléctrico, danzar en plenilunio y lanzar hilos para amarrar el origen o indicar una salida del laberinto. EP


  1. Hiketeia, gestos ecomáticos para resarcir la vida y De las huidas y mu/danzas. []
  2. Adriana Salazar, una forma de vida. []
  3. Un habitar más fuerte que la metrópoli, Consejo Nocturno Ed Pepitas. P.97 []
  4. Everything’s coming together while everything’s falling apart: The ZAD []
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