Fragmentos sobre habitar las redes sociales

Luisa Oliveros reflexiona en torno a qué implica en estos tiempos “habitar” las redes sociales.

Texto de 06/10/23

Luisa Oliveros reflexiona en torno a qué implica en estos tiempos “habitar” las redes sociales.

Tiempo de lectura: 10 minutos

Foto, escritura, en ambos casos se trataba para nosotros de conferir más realidad a momentos de goce irrepresentables y fugitivos. El mayor grado de realidad, sin embargo, se alcanzará solamente si estas fotos escritas se transforman en otras escenas en la memoria y la imaginación de los lectores.

El uso de la foto, Annie Ernaux

Las cosas siguen igual hoy en día con respecto a los medios digitales. Este nuevo medio nos está reprogramando, pero no logramos comprender el cambio de paradigma radical que está en marcha.

Byung-Chul Han

Mi cuerpo lo ha olvidado; olvidó lo que es estar sin el celular cerca. Cada mañana, al abrir los ojos, el primer pensamiento que llega a la mente es: “Revisa el correo personal, Instagram, Tiktok, Facebook, Twitter; revisa el correo de la universidad”. Me siento a la merced de una realidad incontrolable. Mis emociones responden a todos los estímulos. Esto hago cada mañana, instantáneamente, sin dudarlo: día tras día desde hace muchos años —¿diez, doce, quince?—. Es así porque tener algo en alguno de estos buzones es una sorpresa, siquiera un like dispara un rayo de felicidad en mi cuerpo. Un bombazo de oxitocina. Un splash de hormonas que me hacen despertar con una sensación de alegría. Tener un correo es entonces tener que ocuparme, responder, levantarme y empezar el día. Alguien por ahí, del otro lado de la nube, ha conectado conmigo, desea establecer algún tipo de vínculo, profesional, creativo, amistoso. 

El colchón tiene aún la marca de mi cuerpo hundido mientras estiro el brazo para agarrar el celular que dejo cada noche sobre el buró en modo avión (apago el celular porque creo que las ondas que emite pueden dañar mi cuerpo y no me permiten realmente descansar). Extiendo mi brazo casi sin esperar la instrucción cerebral: es una acción inmediata al despertar. La piel se enciende de la necesidad de sentir la materialidad de mi otro brazo, el celular. Siento haber abandonado el territorio de la cama y sin ver exploro con las manos para buscar lo que me hace falta. Al tenerlo por fin, ese aparato triangular con el tamaño preciso para sostenerlo con la palma y los dedos, con la nueva funda más suave que compré por Amazon, con aún las marcas de mis huellas dactilares del día anterior en la pantalla, llenas de sudor, tierra, aceite, abrí los ojos. En cuanto quito el modo avión, me lanzo a inspeccionar cada plataforma, necesitando y deseando encontrar algo, aunque sea mínimo —un correo promocional, un único like, un mensaje amoroso de mi madre—.

“Extiendo mi brazo casi sin esperar la instrucción cerebral: es una acción inmediata al despertar. La piel se enciende de la necesidad de sentir la materialidad de mi otro brazo, el celular”. 

Recuerdo mi primer celular: un aparato rosa de dos partes; una se doblaba sobre la otra. No tenía internet, solo números de contactos y juegos en la pantalla. Iba en sexto de primaria y me lo trajeron los Reyes Magos ese mismo invierno cuando descubrí que en realidad eran mis padres, y no unos seres mágicos, quienes traían los regalos. En ese mismo momento, mi yo de doce añitos empecé a cuestionar todas las creencias “mágicas” que tenía y me di cuenta de que creía en Dios de la misma forma en que en los Reyes Magos, el ratón de los dientes y Santa Claus. Utilicé mi primer celular para hablar con mi amiga de entonces para contárselo todo. Una conversación de varias horas con mi nuevo celular pegado a la oreja.

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Hace poco me encontré con D. en el café de siempre. Y le dije: “Vi en tu historia que estuviste con P., otra vez”. Cuando llega el café con el pan dulce, ambas nos lanzamos a fotografiar la mesa. No recuerdo un momento exacto, pero surgió en nosotras la tarea casi automática de fotografiar la composición de nuestros encuentros: sus manos sobre la taza, con ese tatuaje tan sexy en uno de sus antebrazos, el pan delicioso que sugiere el lugar en el que estamos. Reacomodamos los elementos: el pan al centro, quitamos de la mesa las servilletas sucias y las cosas que no consideramos que irán bien en la foto.  

Esta complicidad nos da confort a ambas: no tener que esconder las ganas de sacar una buena foto para subirla después a Instagram; taggearnos una a la otra y al café, el cual también tiene su perfil en la geografía digital. 

La foto quedaría en la historia, ese tiempo abstracto de solo 24 horas, donde podrán verla las cuentas que nos siguen. Sacar este tipo de fotografías se ha convertido en una especie de ritual contemporáneo. 

Conversamos entonces, y solo entonces, sobre los últimos días. Le pregunto a D. por P., su pareja desde hace unos meses que aparece y desaparece. Ella me habla con una sonrisa, me cuenta cómo es un hombre cariñoso y atento, sensible al mundo. El otro día, dice, hablaron durante horas por audios de Whatsapp. Y otro día, añade, le envió un mensaje de texto larguísimo por Instagram después de encontrarse, lleno de palabras de amor. Lleno de expresiones de afecto y cariño. 

Cuando me cuenta todo esto sospecho. No dudo que todo hombre se desviva por D., que mueran enamorados, no, no es eso. Los he visto. Entre todas las mujeres a mi alrededor, es ella quien siempre ha tenido una larga fila de hombres que la buscan. D. es un ser amoroso y encantador. Lo que me causa sospecha son las emociones que expresa siempre de bienestar, de “todo está bien”. Ella dice que no le importa que se desaparezca unos días, que la ghostee a ratos, que la deje en visto sus mensajes. Eso sí no le creo. En las relaciones afectivas digitales se da el juego de lo efímero. Lo que perdura cansa y motiva la rapidez y lo esporádico. 

Mientras más adultas nos hemos vuelto, más difícil es ir más allá de la conversación sobre lo que ha hecho, a quién ha visto y cómo avanza la vida. Es como si fuésemos cebollas con capas impenetrables que se van añadiendo con el tiempo. Pero en la adultez se aprenden otros lenguajes, lejos de la palabra, que reconocen los cuerpos: los gestos hablan, las microexpresiones se leen como palabras en una página. Entonces le sigo la corriente y solo la escucho hablar de que “todo va bien”, “está muy contenta con él”, “este sí es el amor de su vida”, “ella es una persona nueva”. 

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Noto la inquietud que me provoca mirar redes sociales. Casi sin pensar constantemente agarro el celular y abro las plataformas para mirar si hay algo nuevo, es un acto insistente y automático. Es cada vez una sorpresa. Ir a los homes de las plataformas, donde encuentras un bombardeo de sorpresas, un universo de fotografías y videos —no de forma aleatoria—, donde todo es nuevo todo el tiempo. Es divertido mirar lo aleatorio. 

A la vez, esa inquietud a veces se disuelve cuando miras algo que te enternece o alegra. Todas las historias de perros rescatados me reconfortan, como también las de viajeras que muestran espacios naturales. Es como si se me abrieran el mundo y pudiera habitar esos otros que me aparecen en la pantalla. 

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Le conté un día a A. sobre mi agotamiento y adicción a las redes sociales y que me sentía siempre a la merced de lo que aparece y desaparece. Muchas personas reconocen el daño que les hacen las redes sociales, pero no pueden dejarlas por una adicción. A. me dijo: “Sí sabes que puedes limitar el tiempo que las usas, ¿verdad?”. Y no, no sabía, entonces decidí limitar el tiempo a treinta minutos diarios para todas las plataformas sociales. Al principio fue angustiante, pero poco a poco, en un proceso de desintoxicación y reaprendizaje, me siento tranquila el resto del día. 

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Dice Byung Chul Han en In the Swarm que las comunicaciones digitales han erosionado nuestro sentido de la intimidad como espacio donde no somos imagen u objeto. Exponer en imágenes los asuntos más íntimos borra las fronteras entre lo público y lo privado. Lo más alarmante es que estas imágenes se vuelven objetos capitalizables; el mundo digital privatiza el cuerpo. Facebook me lanza historias de personas que no veo desde hace más de diez años. Esta mañana vi la de un compañero de la preparatoria que subió una foto con su familia, su pareja y dos bebés; me dio gusto por él, por ella y los bebés. Me doy cuenta de que no sé nada más de este compañero más que el momento de tomarse esta foto donde todos aparecen sonrientes. No sé qué ha pasado en sus últimos diez años.

“Exponer en imágenes los asuntos más íntimos borra las fronteras entre lo público y lo privado. Nuestras imágenes se vuelven objetos capitalizables; el mundo digital privatiza el cuerpo”.

Ya no es la fotografía la que me inquieta, sino esa sensación de familiaridad cada vez que miro historias de extraños, llenas de colores y alegrías. Da la impresión de que compartes intimidad, la vida es perfecta y es posible materializarla en ese espacio misterioso y abstracto que es el mundo digital. 

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En la foto: una mesa con libros de diseños muy bellos. Me nace escribir como comentario: “qué bellos libros, qué bello diseño, qué bellos colores”. No conozco a las personas detrás del proyecto editorial, pero aprecio su trabajo. Los libros son artefactos que me pueden maravillar y sin nunca haberlos tenido en mis manos de carne y hueso, los conozco en lo digital. Percibo un deseo de tenerlos, irme a su tienda, y comprarlos. 

Me doy cuenta de que, en cierta forma, estas fotografías son una constante seducción. Me resisto: no me dejo seducir por las fotografías que me invitan constantemente a adquirir algo que no tengo. De emociones de felicidad o entusiasmo llegan también sentimientos de frustración y ansiedad. Irmgard Emmelhainz argumenta en Toxic Loves, Impossible Futures que a través de las redes de comunicación digitales, el capitalismo ha capturado nuestros deseos y nos ha convertido en sociedades narcisistas e hiperconsumistas. Los humanos estamos reducidos a “seres eternamente estimulados que no pueden alcanzar nunca un orgasmo o la satisfacción”.

¿Qué compraste hoy? ¿Qué compraste hoy en internet?

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Lo digital sigue una lógica capitalista, donde vender productos, tu lifestyle  y perfil son lo que lo sostiene. Nos hemos vuelto datos que almacenan las grandes empresas de tecnología y mercancías capitalizables. 

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Estar en redes a veces me da la sensación de que no pertenezco a este mundo; la falta de “likes” significa un no-like. Cuando alguien te deja de seguir —casi nunca sabes quién fue exactamente— me pregunto por la publicación que hice y lo que no le gustó a esa persona. Con cada una de estas acciones conoces más a tus seguidores y te ajustas a ellas/os y sus deseos, a lo que quieren ver de ti. Les gustan más publicaciones sobre tu trabajo, ahí lo tienen, o más sobre tu vida en casa, y entonces en tu rutina buscas el momento del día para hacer la foto, o tus viajes que ahora planeas para los contenidos; rápido comprendes el tipo de hambre de tus seguidores y lo alimentas.  

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Miro un video que me apareció en YouTube. Una mujer muy bella, vestida con camiseta larga de tirantes y colores pastel camina entre jardineras con plantas y flores. Más allá, veo y escucho un riachuelo. A la izquierda está rodeada de una mujer que vive a miles de kilómetros de aquí en China y que muestra vivir de su jardín: un espacio lleno de flores, plantas herbales, un río donde puede pescar. La mujer simula vivir en el campo para sus 15 millones de seguidores, su contenido es realizado en una bodega convertida en estudio. En la era digital, la frontera entre la realidad y la ficción, lo que es verdadero y falso, es difusa.

Tengo la impresión de no poder reconocer la realidad, o más bien, de que la realidad es difusa en las plataformas digitales. Estamos transitando a ese otro lado donde la realidad no es lo que puedes tocar. Donde es posible habitar mundos ficticios. Las plataformas digitales quizás replantean lo que concebimos como real. 

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En las redes tenemos otras prácticas corporales y nuevas nociones sobre lo que es la intimidad, el amor, la amistad. Sin duda somos cyborgs (seres híbridos, mezcla entre lo humano, la metadata y la máquina); no podemos vivir sin nuestros aparatos electrónicos. El celular es un brazo más, la computadora —en la que escribo ahora— mi más fiel servidora, las personas del otro lado de mis audífonos, la de los podcasts, las canciones y audiolibros, mis acompañantes día a día. 

Todas/os estamos relacionadas/os y, sin embargo, estamos más desconectadas/os que nunca. Como dice Irmgard Emmelhainz, “la experiencia interna se convierte en la necesidad constante de hacerse presente ante todos (en las redes sociales, por ejemplo) pero sin tener ninguna responsabilidad hacia los demás”. Se privilegia mostrar todo lo que eres en una publicación o historia en una práctica absolutamente narcisista y unidireccional. Es creer que estás en una conversación, pero realmente hablas y no escuchas. 

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Todas tenemos a esa amiga que no tiene redes sociales. Así, también, yo. En estos tiempos parece increíble, incluso sospechoso, que una persona no tenga un perfil en alguna de las plataformas sociales, linkedin, Instagram, Tiktok, Facebook, Academia, TrainingPeaks. Cuando alguien dice “no estoy en redes”, todo el mundo levanta la ceja, será un criminal, quiere ocultar su identidad, tiene una doble vida. Es sospechoso, y a la vez dentro de muchas está ese deseo de pasar sus días sin la necesidad de saber de los millones de cosas que se publican incesantemente. Un deseo profundo de no sentir la necesidad de ver notificaciones, mensajes o que te den un like. Estas personas sin redes sociales viven en otra dimensión, transitan en otro tiempo y espacio. Si quiero contactar a R., tengo que hablarle por teléfono, acordar una videollamada, pero realmente no está “al tanto” de su vida, ni dónde vive ni con quién está, ni adónde ha ido. Me nace una tremenda envidia por esa valentía de cerrar las redes, nunca haberlas abierto, negarse o resistir a esa forma de esclavitud psicológica contemporánea, que es una forma de seducción continua que lastima, porque es una adicción ver lo que otras hacen, comen o leen, a pesar de que causa una avalancha de emociones. Querer lo que te hace daño psicológica y emocionalmente; es lo que llama Irmgard “deseos destructivos”. Y entonces hablamos de vez en cuando, tarda en contestar, a veces llegan unos emails. Antes me enviaba cartas en papel, pero nunca pude responder esa forma antigua de correspondencia y dejó de hacerlo. Es como si habláramos dos lenguas diferentes, dos lenguajes del cuerpo, dos lenguajes de cómo percibimos el mundo.

“Cuando alguien dice “no estoy en redes”, todo el mundo levanta la ceja, será un criminal, quiere ocultar su identidad, tiene una doble vida”.

Me gusta también ese mundo que ella habita. 

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Publicar es una acción cotidiana de nuestra contemporaneidad. Para algunas personas publicar es un acto simple y no requiere mucha energía o reflexión, para otras es una estrategia que requiere de otras plataformas para diseñar, calendarizar y probar cada publicación. Y como lo dice la etimología, publicare del latín es poner algo al servicio del público, mostrar en un espacio compartido quién eres, qué haces y cómo vives. Este acto tiene implicaciones sociales y políticas importantes. Finalmente, las compañías más ricas del mundo son las que tienen control de los medios digitales y nuestros datos, de cada foto e información que subimos. El caso del uso de datos (provenientes de perfiles de Facebook) para predecir e influir en la decisión de votantes en las elecciones estadounidenses de 2018 puso en evidencia cómo los medios manipulan la opinión pública, que parece cada día más adormecida y complaciente. 

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Swipe, swipe, swipe, ¿por qué no puedo resistirme a las recomendaciones de Tik Tok?

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Es necesaria una práctica feminista digital que resista al capitalismo tecnofeudal en el que vivimos, donde se utilice la tecnología y los medios para conectar de otras formas, buscar verdaderas reconciliaciones y formas de nutrir y sanar. Un ejemplo es el trabajo de la artista Tabita Rezaire y sus performances de cyber-espiritualidad. Utiliza las tecnologías para deconstruir las herramientas de conexión. El internet es occidentalista, dice Rezaire, excluyente, opresiva, racista y patriarcal. En sus prácticas sonoras invoca los elementos y los ancestros con interfaces de comunicación. No es negarse a la realidad informática que ya llamamos hogar, sino habitarlo desde otras prácticas que apelen a la empatía, la escucha, conectar nuestros cuerpos de forma vital y tecnológica con otros humanos, animales y la tierra. EP

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