Ficción, muerte y corporalidad

En este ensayo, Carlos Oliva Mendoza aborda el problema del cuerpo y la muerte en dos diálogos platónicos. El autor muestra cómo la inmanencia del cuerpo —a través del drama y la ficción— siempre resurge en la consciencia del alma que hace frente a la muerte. Originalmente publicado en la revista Fractal, este texto aparece nuevamente como parte de una colaboración entre ambas publicaciones.

Texto de 11/03/22

En este ensayo, Carlos Oliva Mendoza aborda el problema del cuerpo y la muerte en dos diálogos platónicos. El autor muestra cómo la inmanencia del cuerpo —a través del drama y la ficción— siempre resurge en la consciencia del alma que hace frente a la muerte. Originalmente publicado en la revista Fractal, este texto aparece nuevamente como parte de una colaboración entre ambas publicaciones.

Tiempo de lectura: 10 minutos

¿oíste corazón?
nos vamos con la derrota a otra parte
con este animal a otra parte
los muertos a otra parte.

Juan Gelman

I

En uno de los libros más importantes del pensamiento occidental, de hecho en el libro central sobre la naturaleza del amor, Platón escenifica, desde diversas perspectivas, el problema de la corporalidad. Es en aquel texto insustituible, El banquete, donde se recuerda el relato de Pausanias, en el que hace una pequeña descripción social de la cultura que rodea al cuerpo y muestra el proceso de decadencia en el que empieza a caer la cultura griega. El problema que está planteando Platón, a través de Pausanias, es el de la descorporalización de la comunidad, a partir de un invento que Sócrates ya percibía: la creación del sujeto o, como dirán los modernos, del individuo y, por lo tanto, la primacía de un bien propio: el cuerpo. ¡Qué cosa más absurda puede haber que considerar al cuerpo como algo propio y no como algo comunitario!, parecen plantearse algunos pensadores griegos, si, en el fondo, todo cuerpo se rige por las características heredadas por el código genético y cultural que se encuentra más allá de cualquier deseo individual. Comer, defecar, desear, amar, temer, enfurecer, parecen ser vicios y virtudes propias de un género y no de la voluntad particular. Quizá esta vieja idea todavía resplandece en una vieja prueba fenomenológica: nadie es más ajeno a nuestro cuerpo que nosotros mismos. Siempre al vernos reflejados, porque difícilmente podemos acceder a ver nuestros propios cuerpos, hay un sentimiento de extrañeza y de ajenidad. Por esto mismo es que se valora, con peculiar radicalidad en las fuentes griegas, la existencia del amante; al que se le confía y ofrece el rostro, la espalda, los órganos erógenos. Aquellas partes de nosotros que no podemos mirar, si no es de forma indirecta.

Incluso el dolor, como prueba de la posesión de nuestro cuerpo, parece indicar lo contrario. Un dolor me fragmenta, me hace, antes que conocer mi cuerpo, desconocer la totalidad de mi cuerpo.

Todo esto se encuentra en el fondo del problema de la corporalidad y de la relación con nuestro cuerpo. Y toda teoría moderna, premoderna o posmoderna que quiera lidiar con tales temas tendrá que vérselas con esa temática heredada. Es en este contexto de larga duración, en el que debe reinsertarse uno de los debates centrales de la teoría crítica contemporánea: el de la corporalidad y el uso de la tecnología en el cuerpo humano.

La teoría crítica debe reactualizar su lectura de los distintos inicios de la modernidad, del encabalgamiento irrefrenable de la tecnología y la configuración social, para comprender, también, aquellas tradiciones que ya hablaban de nuevos hábitats del capital.

II

¿Qué nos coloca en estado de yecto y, subsecuentemente, nos hace pensar en nuestra vida como un pro-yecto? Dicho de otro modo: ¿qué nos vuelve responsables de forma prácticamente irrenunciable ante la materialidad del mundo? Nuestro cuerpo. Quisiera recordar, en este sentido, los últimos momentos del diálogo que sostiene Sócrates con Simmias y Cebes antes de suicidarse.

Sucintamente, se trata de la idea de la inmortalidad allende los cuerpos. En aquel diálogo memorable, el Fedón, Platón plantea a través de sus personajes que el cuerpo es como una lira y que su desaparición, en ningún caso, implica la pérdida de la armonía. La armonía permanece en cuanto que puede ser reproducida por otra lira o, por analogía, reencarnar en otro cuerpo. Si esto es correcto, la pregunta que surge es por qué tenemos miedo a la muerte y a la desaparición del cuerpo, más allá del miedo consustancial al dolor. La respuesta que da Cebes es una de las claves más precisas de todo el pensamiento occidental. Tememos a la desaparición de nuestro cuerpo porque ese acto nos recuerda que lo único que realmente existe es la materia y en cada muerte rememoramos o sentimos que el destino de toda materia es su desaparición; y cuando la muerte es caótica, injusta o dolorosa, quizá también recordamos que se trata, en nuestro caso, de una desaparición degradante. Ahora, ese breve recuerdo doloroso, quizá el momento clave sobre el que se construye la dignidad de lo vivo en diferentes escalas racionales y sensitivas, ¿justifica pensar que lo humano sea algo no sólo material, sino algo ligado a un desenvolvimiento espiritual?

III

En gran medida, el pensamiento occidental ha querido dar respuesta a este problema: ¿existe algo más allá de la materia?, ¿realmente algo permanece inalterado a través del tiempo? La pregunta encierra una paradoja que la hace parecer incontestable: no puede ser respondida por aquellos y aquellas que participamos de las propias formas materiales de constitución del sentido, pero tiene su ventaja si se piensa, a partir de ésta, el complejo proceso de las formas de la identidad y su consumación en entidades materiales; y uno de los índices por excelencia de tal problema es la corporalidad, esa forma enigmática y sorprendente de la materia.

En este sentido, el diálogo platónico también puede develarnos la historia del pensamiento occidental como la historia de la relación del pensamiento con su fundamento inmanente: el cuerpo. Desde esta perspectiva, el cuerpo no sólo es la condición necesaria para que acontezca el pensamiento, entendido como lo hacían los griegos —el pensamiento es ya una forma de las sensaciones— sino que, además, debido a que alberga una multiplicidad de sensaciones, el cuerpo es la negación del propio pensamiento como única sensación rectora del mundo de los sentidos.

Podríamos proceder con una primera hipótesis de lectura. Dentro de la tradición negativa helena, una tradición ya forjada por el multifacético Sócrates platónico o el polifacético poeta Homero, es posible radicalizar la experiencia material del mundo con las herramientas de la reflexión, pero cercándolas en la radical paradoja material de la corporalidad. En este sentido, el cuerpo humano es uno de los hechos más complejamente conformados en la historia de la materia, pero, a la vez, es uno de los más diversos, cerrados, implosivos y explosivos de esta historia.

Otra hipótesis, que siempre acompaña la idea eje del cuerpo como algo individual, complejo, propio e irrepetible, es la que no otorga una densidad ontológica al cuerpo ni, por lo tanto, a la materia, sino que descansa en la hipótesis, probablemente aristotélica pero plenamente desarrollada en la Edad Media, de que el cuerpo es una representación más, casi serial y repetible azarosa o destinalmente. Un caso extremo, en este sentido, casi cómico, es el fenómeno deportivo, donde no se da tregua alguna a la ritualización decadente y fiduciaria de los espectáculos de socialización de las sociedades gobernadas sustancialmente por los medios.

Pero regresemos al trabajo platónico. Al problema que se plantea sobre la idea de la muerte y el padecimiento humano que frente a ésta se expresa. La muerte tendría, en este contexto, el carácter de signo en el sentido usado por Foucault: la muerte es pronóstico, demostración y recuerdo en el acontecimiento presente. No importa, en principio, si ese recuerdo es el de la simple existencia sin sentido de la materia o el del sentido pleno de las tradiciones ontológicas. En el entendido de la encarnación del signo, lo que tenemos es la conformación de un sujeto con determinadas características sociales y culturales que se muestra por siempre, en el momento de morir, que se despliega estático en un tiempo futuro y pasado. Como señala Georg Simmel, en su esbozo de una metafísica de la muerte, esa imaginación y representación de la muerte termina venciendo a la misma muerte y es, en el cristianismo, donde se consuma ese intento de trascender lo muerto:

Pertenece a las enormes paradojas del cristianismo el arrebatar a la muerte esta significación apriórica y el poner a la vida de antemano desde el punto de vista de su propia eternidad […]. Aquí cabe considerar a la muerte como vencida, no sólo porque la vida, en tanto que una línea extendida a través del tiempo, sobrepasa la frontera formal de su fin, sino también porque el actuar a través de todos los momentos particulares de la vida y al delimitarlos interiormente, niega a la muerte en virtud de las consecuencias eternas de estos momentos.1

No es casual que sea el cristianismo el encargado de delimitar el problema de la muerte de tal manera, pues lo precede ese manojo de flores hermosas y negras del hedonismo que son las filosofías helenísticas y que habrían llevado al extremo la crisis de sentido de la filosofía clásica griega. En el momento en que Epicuro señala que «la muerte no tiene presencia y cuando la alcanza somos nosotros los que no existimos»; cuando Diógenes Laercio menciona que «toda sensación es irracional y por lo tanto no participa de la memoria» o, finalmente, cuando el estoico Séneca dice que «la muerte es la libertad porque acontece la nada» o que «la felicidad más grande es no nacer», la ruptura de sentido es absoluta. La figuras helenísticas, filosofías de frontera, dialécticas de resistencia y subordinación frente al poder, en el momento en que declaran la retirada de la razón, la impermanencia e impertinencia de un lógos vencido, consuman el máximo terror platónico: la subordinación del ser a la materia, a lo caduco, en suma, nace de manera definitiva para el pensamiento occidental la posibilidad de representar desde la nada, desde el vacío, desde la «cosa en sí», que intuye intelectualmente Kant, o desde el puro fetiche dinerario que analiza el marxismo.

Mientras el socratismo abría el pensamiento —como acontecimiento del recuerdo y despliegue de la memoria— a un hecho fantasioso sobre la razón y el sentido, el cristianismo fija —mediante la eternidad del momento de la muerte, el sacrificio permanente del Cristo— el pensamiento a un constructo realista, forjado desde lo humano, mediante un proyecto individual de vida y de muerte.

IV

Regresemos al Banquete. En el tema que aborda Cebes al intentar refutar el argumento de Simmias, relativo a la desaparición del alma con el cuerpo, sólo puede ser abordado desde la tradición griega como un hecho que, a la par que es real, es fantástico. Simmias señala que el alma es una armonía y que, por lo tanto, en el momento en que desaparece la lira, que es la analogía del cuerpo, desaparecería la armonía: el alma.

Gadamer anota que la objeción de Simmias se responde desde la idea de que «A lo sumo la armonía es algo que el alma trata de establecer o encontrar».2 El hermeneuta alemán es muy radical: la armonía, esa manifestación pública y secreta, se trata de alcanzar por lo que llamamos el alma, de hecho por el alma del cuerpo, pero está muy lejos de tener una relación inmanente con el alma individual. Es, en cierto sentido, la misma respuesta de Cebes: el griego señala que al aceptar que el conocimiento es reminiscencia (en términos modernos, que el conocer no es creación de objetos sino experiencia del mundo, memoria colectiva podríamos decir), el cuerpo no se constituye como sujeto al momento de conocer, sino que participa de un movimiento del ser que incluye una dialéctica de memoria y olvido que no está controlada por la conciencia individual o por el alma humana.
Esta refutación de Cebes, la misma que repite Gadamer, a Simmias, no se queda ahí. El demonio heleno lo hace para atacar a Sócrates con un argumento más potente y profundo. El conocimiento, nos dice Cebes, no depende de la percepción sensible, no está sujeto a ninguna corporalidad. El conocimiento es trascendente al cuerpo finito y se arropa en otros mundos, en la existencia transcorporal del alma, en la memoria que hace una tradición de sí misma. Sin embargo, esto no garantiza que la causa de todo conocer, la materia, no se vaya desgastando en el tiempo y no acontezca en algún momento la desaparición de la misma. No sólo indica esto Cebes, sino que además deja entrever que ésa es la explicación de nuestro temor ante la muerte: intuimos de alguna manera que nuestra muerte no es, esencialmente, desaparición de nuestro cuerpo, sino, sobre todo, participación de la finitud de la materia, de la desaparición paulatina del mundo, del universo, del cosmos.

El argumento es de un poder metafísico increíble, en el que Platón prefigura la filosofía aristotélica y las filosofías helenísticas. La respuesta al argumento de Cebes es muy amplia y no viene al caso comentarla ahora. Importante es que Platón, a través de Sócrates, se ve obligado a introducir la posibilidad de la existencia de un vacío, lo que algunas teóricas y teóricos han llamado la nada, dentro de su metafísica.
Sócrates, recordemos, señala que un ente no puede participar de dos cualidades contradictorias a la vez, por ejemplo, lo par y lo impar, lo seco y lo húmedo, lo caliente y lo frío, lo pequeño y lo grande (pues rompería el principio de identidad); pero sí puede cualquiera de estos atributos dejar un espacio vacío para que el otro ocupe su lugar. Así lo que es frío no es en un mismo tiempo caliente o causa de lo que será caliente, sino que se desplaza para que acontezca, por ejemplo, el viento que causará lo frío. Se trata de un movimiento sutil y profundo del platonismo. En cierto sentido, logra incorporar la idea de la nada —en el sentido de desaparición, ólethros— y de esta forma evita que la idea de la muerte se separe de la experiencia de la vida.
Así, Platón describe la idea de la nada como un desaparecer, propiamente un no-ser en el tiempo, que está en constante tránsito hacia los procesos de identidad. Por ejemplo, el uno es uno y el tres, tres, pero en medio, acontece, momentáneamente, el dos, con su propia identidad. Lo mismo sucede con las temperaturas o los colores. De igual forma, podríamos añadir, con las identidades personales. Siempre serían evanescentes y transitorias. De esta suerte, la muerte se rige, igual que la nada, bajo la idea del desaparecer, no bajo la idea absoluta de la muerte, aquello que los griegos llamaban thánatos, una experiencia amenazante para la conciencia, tal como lo es ahora para nosotros y nosotras. Un poema de Jaime Sabines encaja perfectamente en esta descripción:

Morir es retirarse, hacerse a un lado,
ocultarse un momento, estarse quieto,
pasar el aire de una orilla a nado
y estar en todas partes en secreto».

Y sin embargo, el argumento todavía no desmonta la amenaza, la posibilidad constante del morir todo, la caducidad de la materia, como señala Cebes. Porque es, simplemente, un argumento, que poco puede contra esa intuición de que el dolor que nos produce la muerte de alguien cercano, tiene que ver, en el centro de la vida, con la constatación secreta de la desaparición de toda materia y de todo sentido. Es ahí cuando en el drama dialógico de Platón se encamina hacia el espacio de teatralización y dramatización —al espacio ficcional— que siempre alienta la cultura humana.

Sócrates reconoce, pues, que la nada existe, pero como un desaparecer, el vacío momentáneo que genera todo movimiento, todo cambio de estado, toda opinión; y lo que acontece, necesariamente en una filosofía del ser (como lo es la gran suma de la tradición occidental), es que el espacio vuelve a llenarse. La materia estalla, cambia, se recompone, pierde su forma, como el cuerpo muerto, se va volviendo irreconocible, y sin embargo está presente. La muerte nunca es definitiva, porque el alma encarnada vive en la memoria de la comunidad, en las celdas del recuerdo y del olvido de los muertos y de los vivos, de las muertas y las vivas, que son, desde esta cosmología, un mismo ser.

Por el contrario, cuando no se especula sobre la muerte, ella acontece como experiencia aprehensible, como imagen cristalina y transparente, como un objeto fijo en el tiempo. Nada más lejano a las aspiraciones platónicas. Y esto lo observa Gadamer cuando señala que el Fedón

…no constituye un tratado, sino una obra literaria. En ella hay tanto una imitación de la vida como una fusión entre argumentación teórica y acción dramática. El argumento más sólido del Fedón, para sostener la inmortalidad del alma, no es propiamente un argumento, sino el hecho de que Sócrates, hasta el final, mantiene firmemente sus convicciones.3

Sucede en ese momento que Platón, sin plantear abiertamente el tema de la subjetividad, se da cuenta de la inminencia de la representación y del acontecimiento de la imagen, en este caso de la imagen de la muerte. Platón lo supo siempre, las cosas en sí, las esencias, acontecen como representación, y ésta es una de las explicaciones posibles al hecho de que su teoría sea una dramatización del sentido, del lógos; en el fondo, una radical puesta en escena de las ideas y las sensaciones. Aquí lo fundamental es que esa teatralidad, paradójicamente, acontece como la única manera de trascender la finitud del objeto. Evitar la cosificación de la memoria sólo se logra mediante la escenificación de la razón, del recuerdo del alma.4 Mediante una fantasía que parte del recuerdo, posiblemente, de que toda la materia es un gran montaje en desaparición y, en ese montaje, la muerte, pese a todo el dolor que puede encarnar, es una gran ficción.EP

Publicado originalmente en la revista Fractal, núm. 80, septiembre-diciembre de 2016, año XXI, vol. XXI


  1. Georg Simmel, «Para una metafísica de la muerte», p. 57. []
  2. Hans-Georg Gadamer, El inicio de la filosofía occidental, p. 51. []
  3. Ibid., p. 53 []
  4. «Pero en todos los momentos particulares de la vida somos los que van a morir y la vida sería distinta si esto no fuera nuestra determinación dada, actuante en ella de algún modo. Así como en el instante de nuestro nacimiento no estamos ya ahí, sino que, más bien, va naciendo constantemente algo de nosotros, de igual modo tampoco morimos en nuestro último instante», G. Simmel, op. cit., p. 57. []
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