El cocinero más grande de Francia

“Ahora el perro se levanta y se estira. Se estira hasta alargarse y permanece en pie sobre sus patas traseras. ¡Al fuego de la chimenea, Ouralphe ve que está nevando en su copa! Y el hocico del perro bípedo se deforma. La nariz se retrae, las orejas se hacen más pequeñas. En la parte inferior de las patas traseras aparecen dos zapatos de charol negro.”

Texto de & 31/07/20

“Ahora el perro se levanta y se estira. Se estira hasta alargarse y permanece en pie sobre sus patas traseras. ¡Al fuego de la chimenea, Ouralphe ve que está nevando en su copa! Y el hocico del perro bípedo se deforma. La nariz se retrae, las orejas se hacen más pequeñas. En la parte inferior de las patas traseras aparecen dos zapatos de charol negro.”

Tiempo de lectura: 16 minutos

Non l’avrei giammai creduto

Ma farò quel che potrò.

Nunca lo habría creido

Pero haré lo que pueda.

(Lorenzo Da Ponte – “Don Giovanni”, 1787) 

La noche y la nieve hacían de París un sueño blanco y negro. ¡Felices aquellos que en ese invierno de principios del siglo XX podían contemplar el espectáculo desde una ventana, en el calor de sus hogares! Pero para los demás, ¡qué noche tan horrible fue esa! Más de doscientos clochards murieron de frío, y muchos perdieron el uso de manos y pies por congelamiento.

A lo largo del Quai des Grands Augustins, siguiendo el curso de un Sena oscuro y furioso como el Aquerón, un perro negro y demacrado caminaba con dificultad en la nieve profunda. Casi al límite de sus fuerzas, miraba a su alrededor el torbellino de copos. Tenía hambre, hambre, hambre.

Caminó durante mucho tiempo, hasta que sintió que sus fuerzas flaqueaban. Pensó (si los perros piensan) que era su final (si los perros imaginan un final). Cuando de repente lo fulminó un olor (por eso hay que dejar a los perros en paz): olor a paraíso.

Sé lo que dirán: el hombre es el único animal religioso y esta es una de las características, junto con la risa y los pulgares, que lo distingue de los animales. Pero en una noche como esta, ¿de qué otra forma llamaría un vagabundo el olor a comida caliente?

Siguiendo el olor, el perro se acercó a una ventana estrecha al nivel de la calle. Aunque la nieve la cubría hasta la mitad, estirando el cuello pudo ver dentro. Y vio.

Vio una gran sala subterránea poco iluminada. En el centro de la sala, una mesa para muchos invitados. Aun si la mesa estaba casi a oscuras, se adivinaban las formas de platillos grandes ya preparados, cuatro catedrales de comida. Al fondo de la habitación, cerca de la chimenea, el perro vio a dos hombres. Un cirujano y un alquimista. El cirujano diseccionaba una pequeña criatura con un cuchillo pequeño, el alquimista mezclaba líquidos de diferentes colores dentro de una nube de vapor. De esta nube venía el olor que lo había atraído.

En el aire había una música: una voz de mujer. El cirujano acompañaba la melodía en voz baja. El alquimista marcaba el ritmo con un pie. Un adorno colgaba del techo, el aire cálido de la chimenea lo hacía ondear como una bandera. El perro negro pensó que ese paraíso seguramente tendría una entrada.

Dejemos al pobre perro en el frío y en su limitado conocimiento de las maravillas humanas.

Precisemos que:

El paraíso no es más que el restaurante Bon-Bon, cinco estrellas, para algunos el mejor restaurante de Francia.

La música es “Ombra leggera” de la Dinorah de Meyerbeer cantada por la Callas, para algunos la mejor soprano de todos los tiempos.

(En la época en que se desarrolla esta historia, María Callas tiene seis años. Pero muchas otras cosas extrañas sucederán esta noche).

El cirujano, que está fileteando una trucha de la Haute-Savoie, no es otro que Gaspard Ouralphe, el chef de cuisine del Bon-Bon, para algunos el mejor cocinero de Francia.

El alquimista es su asistente, monsieur Ascalaphe, especialista en mousses y salsas, para algunos el mejor del sector.

El olor que cautivó al perro negro es el de una mousse de hígado de ganso, langosta y hierbas provenzales, llamada “Mousse Topaze”.

En el adorno que ondea en alto está escrito:

Tercera reunión anual de los importadores de ultramar.

Larga vida al nuevo presidente Cocquadeau.

La asociación de importadores de ultramar es una de las asociaciones comerciales más ricas y para algunos, una de las más deshonestas de Francia.

En cuanto al presidente Cocquadeau, no hay duda: no algunos, sino todos lo consideran el hombre de negocios más siniestro y cínico del país.

El perro negro no lo sabe, no es asunto suyo. Aquellos para quienes debería ser asunto suyo, fingen no saberlo. “Ombra leggera, non te ne andare… non ti voltare…”

“Sé lo que dirán: el hombre es el único animal religioso y esta es una de las características, junto con la risa y los pulgares, que lo distingue de los animales. Pero en una noche como esta, ¿de qué otra forma llamaría un vagabundo el olor a comida caliente?”

RETRATOS

Ouralphe es pequeño, redondo, con una cabeza piriforme. Ojillos de ratón. Arrugas en la frente. Dos hermosos bigotes circunflejos negros y brillantes, como pintados con un pincel. Pequeña barbilla partida. Cabellos abrillantados de color caviar. Mejillas sonrosadas, sonrisa amistosa con pequeños dientes blancos y puntiagudos, como de niño, nariz de gorrión, un bello lunar en la mejilla derecha, manos pequeñas y cuidadísimas. En el dedo anular derecho, un anillo con un faisán dorado. En la cabeza lleva un gran gorro de chef inclinado hacia la izquierda, un poco flojo. Todo vestido de blanco, excepto por una gran bufanda de seda amarilla con diseños de perdiz. Zapatos de bailarín. Olor: un poco almizclado. Voz: clarinete.

Ascalaphe es alto, huesudo, con un hombro más alto que el otro y una frente protuberante. Cejas pobladas. Color sauce béarnaise, enorme nariz porcina. Ojos de buena persona. Boca ancha y sin dientes, grandes orejas redondas, cabellos blancos, pocos. Manos de estrangulador. Todo vestido de blanco, excepto por dos medias rojas que brillan como llamas desde el suelo. Sandalias. Olor: finas hierbas. Voz: oboe.

—Maestro —dice el buen Ascalaphe—, la mousse es casi un éxito, pero hay algo que se me escapa. El vino saùternes corteja al ganso, pero éste no cede. El sabor queda suspendido a medias. Y así no puedo agregar hierbas…

Ouralphe corta tres filetes de trucha y los coloca en forma de estrella en un plato de Braquemond. Toma la cabeza de la bella oveja savoiarda y le hace un arete de limón. Observa el plato desde lejos. Le parece que el verde del perejil es demasiado agresivo. Lo poda. Lo bendice con seis gotas de aceite siciliano.

—Querido Ascalaphe —dice finalmente—, es probable que hayas sido demasiado tímido con el saùternes y que el hígado del ganso esté un poco grasoso, cebado prematuramente. Agrega otras diez gotas de vino y el maridaje estará en su punto.

Ascalaphe vierte las gotas prescritas y la mousse queda perfecta. El maestro nunca falla.

Suspira Ouralphe y mira hacia la mesa casi a oscuras, en el plato frío de pescado “El gran océano” cuatro langostas levantan sus tenazas. Más allá en el plato de carne “Masacre de Saint Julien l’Hospitalier” las cabezas de lechón dormitan. El monte de los Doce Dulces brilla a la distancia, reflejando la redondez del castillo de frutas “Jardín de Salomé”.

“Todo este trabajo, para esos comerciantes”, le dice Ouralphe con voz afligida a Ascalaphe que se levanta y se estira, meneando los huesos torcidos.

—Maestro, quizás es hora de ir a descansar.

—No me iré a la cama esta noche —dice Ouralphe— ya son las tres y no quiero volver a casa con este mal tiempo. Al fin, a las ocho en punto ya debemos estar aquí para los preparativos. Dormiré cerca de la chimenea.

—Anoche durmió aquí —dice Ascalaphe, maldita avaricia— y anteayer también.

—El general siempre duerme en el campo de batalla. Y además no dormiré solo.

Hacía rato que había entrado el perro negro, humilde y meneando la cola. Se echó a los pies de Ouralphe y lo miró como a un dios.

—¿Ves? —dice el cocinero— todavía hay alguien que me adora.

—No diga eso, contestó Ascalaphe, toda Francia reverencia la cocina del maestro Ouralphe.

—Antes tal vez. Ahora ya no se aprecia la creatividad ni la sorpresa. Pequeñas porciones para estómagos indiferentes o quimeras proteicas para exhibicionismo de fiesta. Esto es lo que la gente quiere: decirle a los demás lo que ha comido. Oh, rien à faire sur la terre… retírate, mi buen Ascalaphe. Prepararé un hueso à le Grand Squelette para este último gourmet. —Y acaricia al perro.

Ascalaphe se retira en la noche.

La nieve sigue cayendo.

La campana de Notre-Dame tañe las cuatro.

París duerme.

A la reverberación la chimenea, en el cálido crepúsculo de una olla de caldo hirviendo, Ouralphe dormita y se abandona a los recuerdos. Su casa de campo. Gansos sanos y amigables. Su esposa, Madame Camèlie Ouralphe, ni sana ni amigable, recientemente fallecida. Unas fresas maduras vistas hoy en el mercado, a un precio indecente. Vuelve a poner el disco, siempre la Callas, siempre “Ombra leggera”.

¡Oh qué gran soprano! Nunca ha nacido una voz así (y de hecho aún no ha nacido). Ouralphe se siente un poco débil y se sirve dos dedos de Chateau Grillon con un regusto de violeta. Vino de ensueños: al calor de la chimenea, dentro de esa copa ve bailar caballos, camellos y bayaderas. La cabeza le da vueltas: le parece que todo se balancea un poco, que las paredes se tensan, que fuera la nieve cae de lado. ¿Qué pasa? Incluso el perro ha cambiado. Tiene una mirada extraña. Parece que riera… riera, sí, como los lechones encima de la “Masacre de Saint Julien l’Hospitalier”.

Ahora el perro se levanta y se estira. Se estira hasta alargarse y permanece en pie sobre sus patas traseras. ¡Al fuego de la chimenea, Ouralphe ve que está nevando en su copa! Y el hocico del perro bípedo se deforma. La nariz se retrae, las orejas se hacen más pequeñas. En la parte inferior de las patas traseras aparecen dos zapatos de charol negro. Luego pantalones de terciopelo rojo. El fuego de la chimenea emite un destello. Las patas delanteras del perro se convierten en manos, en el dedo anular se ve un anillo con rubí. Aparecen los ojos y el cabello, negros y rizados, el bigote y la barba. Por último, desaparece la nariz de tartufo y aparece una nariz muy humana y aguileña. Sólo la cola permanece en su lugar. El resultado es un caballero alto, distinguido y de aspecto exótico. Podría ser un mestizo, de alguna isla muy calurosa y distante. Se sienta y sonríe: ¡vaya dientes!

—¡El diablo! —dice Ouralphe aturdido.

—Exactamente —responde este— y usted es el famoso Ouralphe.

—Es… es… un placer —dice Ouralphe extendiendo la mano. La mano del otro arde. Ouralphe lanza un grito.

—Debería haberle advertido —sonríe el diablo— bueno, lindo lugarcito este. Tuve que recorrer todos los quais. Abajo me habían dado una dirección equivocada.

—¿Abajo?

—Abajo.

—Usted… ¿siempre anda así? Quiero decir ¿a cuatro patas?

—Oh no, detesto todas las transformaciones. Gato negro, mujer fatal, papa, murciélago, chivo y así sucesivamente… pero como puede imaginase, a las cuatro de la mañana en París, un perro pasa mejor desapercibido que un elegante caballero de piel oscura…

—Entiendo —dice Ouralphe—. ¿Un poco de vino?

—Con mucho gusto —dice el diablo—, pero debe verterlo en mi boca… usted sabe que el Chateau Grillon no se bebe caliente.

Y entonces Ouralphe vierte una buena copa de tinto en la garganta del diablo. Tiene amígdalas y una campanilla, como cualquier garganta que se respete.

—Ahora —dice el diablo lamiéndose los labios con una lengua extraña y puntiaguda—. Imagino que se preguntara por qué estoy aquí.

—Creo que (Ouralphe suspira) para invitarme a que lo siga.

—Es usted realmente (el diablo se inclina) un hombre inteligente.

—¿Y por qué justamente yo, si no soy indiscreto?

—Su pregunta, monsieur, es reveladora —sonríe el experro—. Orgullo, vanidad, arrogancia. Moi? ¡Yo, Ouralphe, suma de todas las virtudes!

—Oh, no me refería a eso —dice Ouralphe, revolviendo lentamente el caldo humeante—. Quiero decir, ¿por qué el honor de una visita directa?

—Porque usted es un fuera de serie, monsieur Ouralphe. Tengo conmigo una lista de pecados que se parece a uno de sus menús, dice el diablo, levantando del mantel una hoja escrita en rojo—. Leo aquí: exceso de esteticismo… orgullo desmedido en la profesión… megalomanía artística… envidia, ira, lujuria y también blasfemias, crueldad hacia hombres y animales… ¿debo continuar?

—Orgullo desmedido —Ouralphe murmura para sí mismo. Se levanta y enciende una tras otra las tres velas en la mesa puesta. Cada una ilumina una nueva maravilla. El diablo, que ha asistió a muchos banquetes, se queda boquiabierto.

—Dado que esta es la razón de mi perdición —dice Ouralphe— al menos quiero que la conozca a fondo… Lo invito a cenar.

El diablo sonríe. ¡Vaya dientes!

—Si usted cree que me halagará, sepa que cualquier historia sobre mi arrepentimiento o corrupción es falsa y el fruto de la imaginación literaria.

Ouralphe no lo escucha y dispone quince cubiertos diferentes frente a él. El diablo los mira sin temblar. Es un hombre de mundo y sabe usar los cubiertos, además del tridente. Y lleva a las espaldas muchas horas de perro hambriento.

—Aquí están mis obras maestras —dice Ouralphe— según una antigua receta siciliana.

El gran océano

Tres círculos corren alrededor del centro del plato.

El primero es de langostinos fritos bañados en leche, colas de langostinos con jamón serrano y camarones a la mantequilla pasados ​​a través de tela de lino, hay también algunos langostinos vivos medio tatemados hasta que se ponen rojos, como si estuvieran cocidos y que mezclados con los hervidos comenzarán a caminar, una gran broma para los invitados.

El segundo círculo comienza con una langosta al ragú de aceite, champiñones, trufa y guisantes empapados en caldo de pescado. La langosta aferra con una tenaza la cola de una anguila aromatizada con salsa ambarina de almendras, que muerde la cola de una liza ramada desollada y cocida en uvas malvasía y salsa de anchoas, que descansa su cabeza en un pez lucio a las brasas, que sigue, famélico, a cuatro truchas en escabeche, enebrina, ragú de hongos y a la carbonata. La última trucha cierra el círculo con la langosta.

El tercer círculo está compuesto por un carrusel estilo Bayol de trescientas ostras a la salsa real, cada una rellena de una perla, carne molida de hígado de tortuga, lapas y moluscos navaja.

Dentro de los tres círculos, cuatro pulpos sostienen una gran concha coronada con langostas en salsa barcelonesa, ​​cada uno ofrece en sus tentáculos una canasta de peces platija. En el centro de la cáscara, en la pose de la Naissance de Venus, se alza un gran esturión relleno tocino y cocido en caldo gallo capón.

Masacre de Saint Julien l’Hospitalier

Dos jabalíes vestidos como esfinges estilo Fremiet sostienen sobre la cabeza una gran bandeja, en la que hay seis lechones rellenos de macarrones, queso de cabra, pimienta, sesos y tuétano de huesos de res. Cada lechón lleva un sombrero cubierto con una tortilla italiana sobre la cual yacen liebres a la morisca con rebanadas de limón verde, que sostienen entre sus dientes ramas de árbol en las que están ensartadas codornices a la boloñesa, pichones en polenta, faisanes a la crema de pistache, perdices a la cazuela de garbanzos, becadas a la oristana y palomas en frío a la naranja.

Monte de los doce dulces

El monte está construido así:

Laderas: hojaldres de peras al moscatel, pastel turco, canelones de ricotta.

Primera capa: espuma de arroz dulce, huevos con salsa de castañas, croquetas de almendra.

Segunda capa: tarta de fresas, pastel de mil hojas, crema de café.

Tercera capa: espuma blanca de lima, budín mezclado con crema de leche.

En la parte superior: gran torre de hojaldres de crema con flores de violeta à l’Ascalaphe.

“Ni espuma ni manzanas ni sorbete. El diablo había inclinado la cabeza. La cola sobresalía indecorosamente de sus pantalones. Poco después comenzó a roncar. Y no era cualquier ronquido.”

El jardín de Salomé

Una estatua de la fatal bailarina sostiene una cornucopia de melones, papayas, guayabas paugía, melones chinos y duraznos. En el cuello lleva collares de cerezas, en la cintura, naranjas de Portugal, en la cabeza, una corona de piñas. A sus pies una alfombra de uvas y cocos. Alrededor del pedestal hay cuarenta cabezas del Bautista decapitado en crema pastelera, cada una sangrando una gelatina de frutas de un sabor diferente.

—Extraordinario —dice el diablo.

—¿Usted cree?

—Absolutamente extraordinario.

—Sí, no está mal —concede Ouralphe— para los importadores de ultramarinos que hablarán de eso durante todo el año. Pero a usted le daré a probar algo especial.

El diablo bate las manos, que con sus grandes uñas resuenan como tenedores.

—¿Por dónde empezamos?

Ouralphe le entrega un caldo oscuro y aceitoso sobre el que flota una balsa hecha de crutones.

—Sopa de tortuga malgache à la manière de Ouralphe.

La cuchara del diablo parpadea de arriba abajo a la luz de las velas.

—¡Exquisita!

—¿Usted cree?

—Absolutamente exquisita. Y el primer plato ya lo acusa. Usted sí sabe hacer algo delicioso con el cadáver de una tortuga, quizás madre, quizás viuda de un tortugo muerto para una sopa como esta. Usted vive de delitos.

—No me siento más cruel que la naturaleza —responde Ouralphe—. ¿Usted conoce la vida de la tortuga malgache? Vive cien años y cada diez pone sus huevos. Para depositarlos, cruza el océano hasta una isla llamada Malchancha. Allí se los comen las gaviotas, los nativos se los roban, la lluvia hace que se pudran. Todos perecen: quizás uno de cada mil se salva. Y la pobre tortuga vuelve a cruzar el océano soñando con sus tortuguitas perdidas, y así la vida natural hasta que la muerte la atrapa en su ataúd de hueso natural. ¿Está usted llorando?

—Oh no… es por la sopa picante. ¿Cree usted que Belcebú pueda llorar por una tortuguita?

—No, y no sólo él, sino tampoco el señor Dios, Chef de Cuisine del cosmos. Mire, tengo una propuesta para el Juicio Final. Cuando Pangelone con sable y gorro de aide-cuisinier venga echando rayos: Ouralphe, el Señor tiene algo que decirte, responderé: no, ¡yo tengo algo que decirle! Yo, Gaspar Benedict Ouralphe le pregunto a tu Patrón dónde estuvo en todos estos años de peste, terremotos y guerras sin sentido, mientras nosotros estábamos en las buenas y en las malas y seguimos adelante. Es cierto, el que come paga la cuenta, pero a un mal chef se le despide. En cambio, él juzga desde las alturas, donde desde hace mil ochocientos años se venga de nosotros por no haber muerto sobre un sofá.

El diablo se atraganta con la sopa y los crutones.

—Monsieur Ouralphe, ¡usted blasfema de una manera inaudita!

— ¿Usted cree?

—¡Agrava usted su situación!

—Sólo digo la verdad. Los chefs siempre somos sinceros. ¿Y sabe lo que le espera?

—No.

—¡Codornices! Codornices alla negresca: deshuesadas, rellenas de médula, parmesano, yema de huevo y crema, luego ahogadas en salsa de trufa negra.

Ouralphe inserta siete codornicitas ya estofadas en una brocheta y las pone al fuego. Sopla la llama y dice con amargura:

—Esta mañana vendrán aquí los peores comerciantes de Francia, comerciantes de esclavos, hambreadores del pueblo, saqueadores de plantaciones. Casi todos católicos fervientes, ¿y por qué han actuado así? ¡Por el progreso de la civilización y la mayor Gloria de Dios!

—Conozco ese tipo de gente. ¿Qué vino me recomienda con las codornices?

Moncet-Deprenelle, cosecha 1872.

—Año de la muerte de Théophile Gautier.

—¿Su cliente? Abra la boca.

—Gracias, dio en el clavo. El Chef de Cuisine, como usted lo llama, desde hace algún tiempo ha adoptado la costumbre de enviarme…

—¿Siempre?

—No siempre. De vez en cuando baja Él en persona para llevarse a ese grupo de santos y religiosas sexofóbicos que le sirven para mantener el Paraíso habitado. Está tan vacío allá arriba, si viera… como… un gran albergue en temporada baja. ¿Se da una idea?

Todas las codornices asienten juntas, haciendo caer las cabecitas en el asador.

—Él sabe que cuando yo me presento, nadie protesta. Todos ustedes tienen alguna cuenta pendiente…

—Y usted cobra… y dígame, ¿cómo es el infierno?

—¿Cómo lo imagina?

—En primer lugar, según yo, ningún hombre merece el infierno. Sin embargo, lo veo más o menos como un lugar donde todos los días hay un banquete de importadores de ultramarinos que le ponen parmesano al salmonete y echan la ceniza de sus habanos en los sorbetes…

—Es más o menos así —dice el diablo, con la boca abierta como un gorrión—. ¿Me vierte un poco más de vino?

Ouralphe toma las codornicitas asadas y las sumerge una por una, plaf, en un cuenco. Salen glaseadas de chocolate. El diablo prueba una y dice:

—Exquisita.

—¿Usted cree?

—Absolutamente exquisita.

El diablo aplaude y una codorniz vuelve a la vida, se sacude el glaseado de encima y echa a volar en la habitación. Ouralphe aplaude.

—¡Bravo!

—Entre artistas… —dice el diablo, sin darle importancia.

—Dice bien, señor diablo. Entre artistas. Y usted, ¡justo usted me acusa del pecado de orgullo! ¿Pero existe arte sin exceso? ¿Eso que llamamos mesura no son las pantuflas que nos calzamos luego de un largo viaje de visiones? ¿Existe una lengua sin metáforas, un almuerzo sin grasas, un demonio sin colmillos?

—Calma, calma… el arte es también simplicidad.

—La simplicidad es la debilidad del siglo —dice Ouralphe—. Y ahora mi langosta à la Mérimée: langosta corsa, orgullosa como el Espíritu, hervida viva y luego sazonada en su jugo: huevos, purines y sudor. El mar que llevaba dentro y fuera de ella. Perfección sin igual.

—Exquisita —dice el diablo.

—¿Usted cree?

—Absolutamente exquisita.

—¿Pero cree usted que en estos tiempos alguien lo aprecie? ¿Que los importadores de ultramarinos distingan la diferencia entre una langosta y un bogavante, entre macho y hembra, entre regius y vulgaris? ¡No! Su profeta es el esclavista Versier.

—Ay —dice el diablo arrojando un pedacito de tenaza y bebiendo un sorbo de Vermentino— he ahí la envidia.

—Sí, ¡Versier! Ese ex carnicero. La “cuisine nabab”, como les gusta llamarla. Es por su culpa que tengo que construir estos tinglados de tripas, estas orgías de sabores, estas acumulaciones sin eros. No importa la calidad, lo importante es que haya mucho. ¡Gran bazar sin pan! El Occidente come en la terraza y el resto del mundo espera abajo por las sobras. “El mejor aderezo para un almuerzo es el hambre de los otros”. Es una frase de Versier, textual. ¡Cocina para tiburones!

El diablo ríe y termina la botella de vino ya caliente. Descorcha otra con la uña del dedo meñique.

—Vaya a ver una cena de Versier —dice Ouralphe, enojándose y poniéndose del color de la langosta—. Marismas de mayonesa para enmascarar los sabores. Lechones vestidos de querubines. Dioses egipcios con cabezas de ternera. Cañones que disparan patos rellenos. Jabalíes rellenos de fetos de faisán y metástasis de castañas. Paté con el escudo de armas y las iniciales del comensal. Espárragos tricolores. Sesos de mono, polluelos de flamencos. ¡Horror y más horror y horror sin fin!

—A los ricos actuales y pasados les gusta eso —dice el diablo girando su tenedor— y las puertas del infierno son lo suficientemente anchas para cualquier barriga. ¿Qué sigue ahora?

—Un oasis de fruta —dice Ouralphe— antes del postre.

Piña en gelatina imperial con flores de Awankatata y jugo de coco con Flor de la pasión confitada.

—Exótico —dice el diablo, mordiendo.

—Exótico, sí, ¡pero calma! Basta que algo venga de las Antillas o de Guadalupe y todos empiezan a babear.

—¿Y qué opina de Pétique?

—Ese orfebre fallido —gruñe Ouralphe— él y su nouvelle cuisine. Detalles insignificantes. Porciones de convento de monjas enanas.

—En suma, no le gusta.

—¡Lo detesto! Él sí que ha madurado en el esteticismo. Esos platos suyos sepulcrales. Un arenque muerto con dos pepinos sepultureros. Arroz con hemorragia de fresas. Extracto de pato, sinécdoque de pollo, el grano de maíz como logos. Y luego esas combinaciones amargas y melosas, ácidas y saladas. ¡Esos insignificantes cebollines elevados a Verbo! ¡Aparta de mí este cáliz! Ande, pruebe esta granada.

—Exquisita.

—¿Usted cree?

—Absolutamente exquisita.

—Bien. ¿Ve ese pequeño agujero en la parte de arriba? Es una inyección de miel. Cinco gotas Así lo agrio se convierte en perfume. ¿Sorprendido? Y su sopa de tortuga…

—¿Sí?

—No era tortuga. Era lardo y col de Auvergne… ¿Aún sorprendido? Las codornices eran codornices y la langosta, langosta, pero las salsas las he inventado yo. Y este postre es de una receta que encontré en Balzac y es sólo la milésima parte de las formas en que podría sorprenderlo… ¡y sin echar humo ni tener pezuñas!

—Sí, está bien, pero… —dice el diablo, tambaleándose luego de la vigésima copa de vino tinto.

—Pruebe este sorbetto al limone. Y recuerde que en mi cocina hay cultura. Los grandes cocineros del pasado, el sabor de la tierra de Francia, sus poetas y sus sueños. Mis codornices no dejan de volar ni mis truchas de nadar. Todo sigue vivo, porque en la invención nada muere, mientras que la riqueza y la indiferencia lo extinguen todo, ¡por Dios!

Ouralphe se desploma en una silla, medio borracho también.

—Me gustaría decir… —balbucea el diablo.

—Pruebe primero estas galletas de nuez con crema de huevo de ganso al Armagnac de los padres de Saint-Verres. Y sepa que ni en esos Gran Océano ni en esa verdulería de Salomé hay una décima parte de mi arte. Pero si usted viniera un día a mi cocina, ¡vería! Vería el salmonete de Manet ardiendo en una ola de tomate mediterráneo. Y a mis ostras desafiar la eternidad embalsamadas en gelatina, como en un acuario en Laforgue. Y mis ensaladas flamencas y las manzanas de Cézanne. Y yo sé cómo preparar pescado naturalista a la Bonvin, así como rayas y mantas surrealistas, arenques, merluza eléctrica y ballena a la trompe l’oeil. ¿Entiende?

—Está usted borracho —dice el diablo, sudando como si estuviera en su casa —¿qué está poniendo en el plato?

Trufas a las brasas con limones y judías verdes con boquerones.

—Sí, yo he creído en todo esto —dice Ouralphe de pie, trepado en la mesa —y por eso estoy condenado. Lo sé: no es mi arte lo que es escandaloso, sino mi vida. No las obras, sólo las vidas de los artistas podrán, a partir de ahora, ser escandalosas. ¡No derrame las trufas en el mantel! ¡Beba!

—Exquisito —dice el diablo con un hilo de voz salpicado por una corriente de oporto. Un botón de los pantalones explota como una semilla de colubrina al caer del árbol.

—Y ahora usted viene a llevarme… no lo escandalizan Versier ni Pétique… me quiere a mí porque no soy hipócrita… porque todavía tengo ideas, no sólo cerezas. ¿Me está escuchando? ¡Pruebe!

Espuma de pistache. Sorbete de anís. Manzanas cocidas con ron blanco.

Ni espuma ni manzanas ni sorbete. El diablo había inclinado la cabeza. La cola sobresalía indecorosamente de sus pantalones. Poco después comenzó a roncar. Y no era cualquier ronquido. Era como si la tierra estuviera a punto de estallar y luego contuviera la respiración y succionara el océano en su centro y lo escupiera otra vez. Todo el restaurante temblaba. Las cabezas de lechón cayeron y rebotaron por el suelo, la fruta rodó por todas partes, la gelatina se fracturó y cayó en avalanchas. Cuando el diablo exhalaba lanzaba un fuerte olor de ajo y espíritus malignos que quemaban todo lo que se encontraban en su camino. Carbonizó la mitad del mantel de Flandes, las cortinas y la alfombra.

Durmió hasta las doce, siempre con ese estruendo de locomotora. Cuando despertó vio a Ouralphe que batía yemas de huevo silbando.

—Me quedé dormido, dijo el diablo con voz lastimera.

—¿Usted cree?

—Absoluta y profundamente. ¿Qué horas son?

—Mediodía en punto.

—Estamos retrasados, vamos…

—Usted sabe que no iré, dijo Ouralphe sonriendo. El diablo enrolló la cola en sus pantalones y emitió un gemido.

—Fui parte de los Lycanthropes, una secta diabólica que se reúne todos los viernes por la noche en el Père-Lachaise, en la tumba de Delacroix —dice Ouralphe—. Y sé que hay una regla que dice:

Si el diablo viene y se adormienta

Durante diez años ya no te atormenta

—Tiene razón, individuo diabólico —dice el diablo, levantándose con dificultad—, usted me sedujo, me hechizó, me atiborró de proteínas y azúcares. Regresaré en diez años.

—¿Entonces engañé al diablo? —pregunta Ouralphe.

—Quizás —se burla—, o el diablo se hizo servir una comilona gratis en el restaurante más bello de Francia.

—¿Todavía no era mi hora?

—Quién sabe —dice el diablo—, nadie tiene un reloj que marque esa hora.

Poco después, los primeros importadores de ultramarinos cruzaron orondos el umbral del Bon-Bon. Un perro negro se deslizó rápidamente entre sus piernas. Mientras se acomodaban en sus asientos, uno de ellos notó que el perro, parado en la parte superior de las escaleras, los miraba con una extraña mirada. Voraz, se habría dicho.

Entró Ouralphe. Llevaba el gorro de chef sobre su cabeza como una corona. A su lado estaba el fiel Ascalaphe, blandiendo el sacacorchos. Detrás de ellos, un pelotón de veinte camareros impecables.

—Caballeros —dijo Ouralphe consultando el reloj—, en diez minutos comenzaremos a servir el aperitivo. Quien llegó, llegó, quien no, al diablo con él. EP

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