Alejandro Zambra se estrena como columnista de Este País con la crónica de un viaje en taxi en Santiago de Chile, que es, a su manera, un ensayo sobre el estallido social de octubre de 2019: “El taxista se lanzó a explicarme la situación del país detalladamente, así que me apegué al rol de extranjero. Me contó todo, desde las primeras evasiones masivas de estudiantes en el metro a la rebelión de millones de personas en las calles pegándole a sus ollas y sartenes”.
Alejandro Zambra se estrena como columnista de Este País con la crónica de un viaje en taxi en Santiago de Chile, que es, a su manera, un ensayo sobre el estallido social de octubre de 2019: “El taxista se lanzó a explicarme la situación del país detalladamente, así que me apegué al rol de extranjero. Me contó todo, desde las primeras evasiones masivas de estudiantes en el metro a la rebelión de millones de personas en las calles pegándole a sus ollas y sartenes”.
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Había menos taxistas de lo habitual disputándose a los pasajeros recién
llegados, pero de todos modos eran muchos. Hice lo que hago siempre: pasar de
largo hasta tocar base junto al cenicero, solamente después de fumar regresé a
la turba de taxistas. Se me acercaron dos casi iguales, asumí que eran padre e
hijo: ambos tenían los ojos pequeños y húmedos, la piel morena y rojiza surcada
por arrugas que en el presunto hijo eran incipientes y en su eventual padre
decididas, numerosas, minuciosas. Lo mismo pasaba con las barrigas cerveceras —una tímida, la
otra prominente—.
Pensé que el hijo treintañero engordaría de la misma manera que su padre de
cincuenta y tantos, quien en todo caso parecía, en la foto que le colgaba del
cuello, un hombre inobjetablemente flaco.
“El presidente dijo que estamos en guerra”, me dijo el posible padre cuando
intenté regatear, algo que nunca he sabido hacer, y luego agregó, en el tono de
quien exalta su propia odisea: “para salir a trabajar en estos días hay que ser
valiente y la valentía tiene un precio”. Le pregunté si al menos podía elegir
con cuál de los dos hacer el viaje y ambos asintieron con displicencia. Lo dije
por joder, no esperaba una respuesta positiva —me tocaba
elegir entre dos generaciones, ninguna exactamente la mía: calculé que el
taxista viejo me contaría una versión derechista de esos días cruciales en la
historia de mi país, y que su probable hijo sería menos derechista pero igual
de reaccionario, como suponemos que son todos los taxistas de todas las edades
en Santiago—. Parece
que me demoré mucho, porque de pronto ellos mismos decidieron que me fuera con
el taxista–hijo.
—¿Y
usted también piensa que estamos en guerra? —le pregunté
cuando emprendíamos el viaje.
—No sé,
nunca estuve en una guerra. Es más como un terremoto, se siente como un
terremoto. Ustedes también tuvieron un terremoto por allá hace poco, ¿no?
Así como yo había asumido que el taxista era de derecha y trabajaba con su
padre, él asumió que yo era mexicano, tal vez porque sabía que venía de México,
o porque los mexicanos y los chilenos nos parecemos, o porque después de tres
años mi acento sonaba menos chileno o más mexicano. En realidad no sé cómo
sonaba, supongo que mi acento comenzaba a parecerse al de mi hijo (“yo tengo
dos países”, aclaraba él mismo por entonces, en su naciente y nítido —y mexicanísimo— español).
El taxista se lanzó a explicarme la situación del país detalladamente, así que me apegué al rol de extranjero. Me contó todo, desde las primeras evasiones masivas de los estudiantes en el metro a la rebelión de millones de personas en las calles pegándole a sus ollas y sartenes, y gritando mil consignas distintas pero movidos por un mismo sentimiento de indignación. Me explicó que la protesta había conducido al saqueo y el saqueo a la sangrienta represión policial y militar. Su versión no era de derecha, para nada, pero tampoco de izquierda. Parecía que simplemente relataba los hechos. A veces sonaba entusiasta, como si describiera una fiesta memorable o un extraordinario partido de fútbol, pero luego cambiaba de ritmo y sintonizaba un tono triste, reflexivo, balbuceante.
Supongo
que todos quienes llevamos unos años lejos de la patria vacilamos entre la
sensación de entender todo lo que pasa en nuestro país y la de no entender
nada. La sensación de entenderlo todo es útil, esperanzadora, altiva y falsa,
mientras que la sensación de no entender nada nos devuelve la humildad pero
encubre deserción, soledad y un pudor antiguo, estéril. Durante los días posteriores al
estallido, el deseo de explicar y el deseo de entender convertían mi cabeza en
un hervidero de palabras crudas. El metro incendiado, la ciudad saqueada, todos
mis amigos protestando en la calle, la torpeza y la indolencia de un presidente
que sorprendía incluso a quienes nunca esperamos nada de él, la
indignante apelación a una guerra, la fallida intimidación, la violencia
simbólica y la violencia concreta, descarada e incesante del Estado, el toque
de queda, la gente grabando videos para defenderse, los balines disparados a
los ojos de los manifestantes; los nuevos ciegos, los nuevos torturados, abusados
y humillados, los nuevos muertos, y la convicción de que el futuro consistiría
en conocer sus nombres, sus historias, en recordarlos una y otra vez.
“Durante los días posteriores al estallido, el deseo de explicar y el deseo de entender convertían mi cabeza en un hervidero de palabras crudas. El metro incendiado, la ciudad saqueada, todos mis amigos protestando en la calle, la torpeza y la indolencia de un presidente que sorprendía incluso a quienes nunca esperamos nada de él”.
—Quiero
ir a Chile —le
había dicho a mi esposa, cuando nuestro hijo acababa de dormirse.
—¿Cuándo?
—me
preguntó.
—Mañana
—le
contesté, como si planeara un viaje corto a una ciudad cercana y no un carísimo
viaje de ocho horas en avión.
—Tienes
que ir, llevas varios días en Chile —me respondió de inmediato, en un tono dulce,
razonable, triste.
Antes
de comprar los pasajes leí “La ciudad”, el
poema más famoso de Kavafis, que me sé de memoria, pero preferí buscar el libro
y leer el poema en silencio, porque recordarlo se parecía demasiado a pensar y
recitarlo de memoria, invocarlo en voz alta, era demasiado parecido a rezar: “Nuevos
lugares no hallarás, no hallarás otros mares/ La ciudad te seguirá. Rondarás
por las mismas/ calles. Y en los mismos barrios te harás viejo/ Y en las mismas
casas encanecerás”.
La noche en que llegué a Santiago era la tercera sin toque de queda pero la
carretera estaba vacía, como si fueran las cuatro de la mañana y no las nueve
de la noche. El taxi iba tan rápido como el soliloquio del taxista, que ya no
necesitaba de mis preguntas para soltar detalles y opiniones: “El pueblo perdió
el miedo”, repetía, de manera cada vez más alegre y vehemente, como si en realidad hablara solo y de pronto
descubriera que le gustaba su propia voz: el sonido, la música, el ritmo. Hablaba, como
todos los chilenos, del presidente comiendo pizzas en un restorán del barrio
alto mientras los militares mataban gente. Y también hablaba de sus propias deudas,
con cifras, con detalles, lo que es muy raro en Chile, los chilenos somos
reacios a hablar de dinero.
A un costado de la carretera dos carabineros intentaban apagar con sus bototos los últimos fuegos de un neumático quemado. Se veían tan torpes, eran como boy scouts en su primer campamento, como adolescentes pudorosos aprendiendo a bailar. “Pacos culiaos”, dijo el taxista, y enseguida, inesperadamente, guardó silencio, como rumiando un pensamiento incomunicable. Sonaba a un volumen muy bajo “Get Lucky”, la canción de Daft Punk, que el taxista tarareó dos segundos antes de sintonizar las noticias, que escuchó como comentándolas, como traduciéndolas, como respondiéndolas. El locutor hablaba de un incendio en Santa Rosa con la Alameda. El taxista me dijo que hacía dos semanas, días antes del estallido, había almorzado en el McDonald’s que acababa de quemarse.
—Se van
a enojar los gringos.
—¿Por
qué? —le pregunté.
—Porque
les quemaron el McDonald’s.
—¿Y
usted cree que todos los McDonald’s son de los gringos?
—No sé —me respondió.
—No
creo que los gringos estén muy preocupados de lo que pase en Chile. Parece que están
igual de jodidos, por culpa de Trump.
—Ah,
verdad que ustedes odian a Trump.
—Lo
odiamos y nos odia, pinche culero baboso —improvisé.
Pensé en mi amiga Megan, que vive en Chile hace seis años. “Es todo tan
desolador”, me había dicho por teléfono, al día siguiente al estallido, “que me
siento en casa, me siento en los Estados Unidos”.
Tuve ganas de traicionar mi extranjería para contarle al taxista que la
esquina de Santa Rosa con la Alameda era una de mis favoritas de Santiago; que alguna
tarde, a los doce años, cuando ese McDonald’s aún no existía, me senté en las
escaleras del frontis de la Biblioteca Nacional y pensé que era el lugar
perfecto para mirar la multitud que iba en dirección al cerro Santa Lucía y
casi nunca chocaba con el gentío que emergía del metro y se perdía hacia el Paseo
Ahumada. Seguí yendo desde entonces, toda la vida, a sentarme en esos
escalones, a ocupar mi lugar junto a gente que fumaba como yo pero además
esperaba a alguien, porque yo no esperaba a nadie, simplemente me gustaba
sentarme ahí junto a los fumadores que esperaban a alguien, casi siempre flanqueado
por algún quiltro sumido en una siesta perpetua. Pegué la frente a la ventana
del auto mientras me imaginaba en las escaleras de la Biblioteca Nacional esa
misma noche, en ese mismo instante, mirando el incendio en la vereda de enfrente.
Salimos de la carretera y por fin pude ver la ciudad completamente rayada, como
un libro abierto, polifónico, agresivo, milagrosamente legible. Como un libro
del cual cada cual hubiera subrayado un pasaje distinto. Eran casi las diez de
la noche, aún había gente en las calles protestando.
—Esto
no va a parar hasta que tengamos una nueva constitución— me dijo el
taxista de pronto, en un tono desenfatizado, como deportivo, difícil de
describir. Quizás: el tono de quien sabe que su opinión es mayoritaria y siente
que es casi innecesario manifestarla. Quizás: el tono de quien repite algo que
ha escuchado cientos de veces; el tono de quien descubre que una frase ajena
acaba de convertirse en una frase propia, una frase que en adelante va a
repetir hasta olvidar que no era suya, hasta desear que los demás también
repitan su frase y se la apropien.
—¿Por
qué?
—Es que
es una dictadura vieja —me dijo.
—¿La
dictadura o la constitución? —le pregunté, saboreando el lapsus.
—Eso, la
constitución. Es que la constitución es de la dictadura, la dictadura de
Pinochet. ¿Cómo es la constitución en México? —me preguntó.
—Buena,
muy buena —le
dije, y alcancé a sentirme culpable de no saber absolutamente nada sobre la
constitución mexicana.
—Qué
bien —me
dijo—. Hay
gente que habla mal de México. La otra vez llevé a un mexicano que me dijo que
México era una pesadilla, pero también dicen que es maravilloso. Son bien
buenos para la fiesta, parece.
—México
es maravilloso y horrible —le dije, apostando a que no me pediría una explicación. No
lo hizo.
—Esto
no va a parar hasta que tengamos una nueva constitución —volvió a
decir, textualmente.
Le pregunté entonces, intentando quitarle a mi voz toda huella de
paternalismo, cómo debería ser esa nueva constitución.
—No
tengo idea —me
respondió—, qué
sé yo, me da lo mismo, no soy yo el que tiene que escribirla.
—Pero,
¿cómo cree que debería ser?
—Yo
quiero lo que quiere todo el mundo. Llegar a viejo y sentir que soy feliz.
Tener muchos parques, muchas plazas. Y no muchas deudas. Y que mi mamá se
pueda enfermar. O sea, no quiero que se enferme, pero si se enferma no quiero
que estemos como los huevones tratando de conseguir millones de pesos.
—¿Y
usted cree que una nueva Constitución va a solucionarlo todo, por arte de
magia?
—No
pues, tonto no soy, pero de algo servirá. Será como un paso adelante en la
dirección correcta.
—Y
usted, ¿salió a protestar, también?
—Claro
que sí, pero con la bocina, los taxistas protestamos con la bocina.
—La
noche del estallido, ¿su padre también andaba en la calle?
—Mi
viejo murió hace catorce años —me dijo.
—Perdón
—le
dije mientras imaginaba al taxista contando sombríamente los años, del uno al
catorce—. Es
que pensé que el otro taxista, su compañero, era su padre.
—¿Don
Cristián? ¿Mi papá? ¡Esa sí que está buena! ¡Es mi jefe, no más!
—Los
encontré parecidos —le
dije—.
Igual, en México hay gente que al papá le dice mi jefe, de cariño —agregué, a
manera de disculpa.
—Mi
viejo no era taxista, no sabía ni manejar. Igual, con esto de los milicos en la
calle, me he acordado harto en él.
—¿Y qué
cree que hubiera pensado de todo esto?
—Nada.
Mi viejo no pensaba nunca nada. Andaba siempre borracho. Nunca estaba en la
casa.
Sentí que la conversación necesitaba unos minutos de silencio, pero en vez
de quedarme callado le pregunté al taxista si tenía hijos. No tengo idea por
qué le pregunté eso, de pronto quise saberlo, nada más.
—¿Y
usted cree que están las cosas como para andar teniendo hijos? —me dijo.
“Pensé: puedo fingir que no soy chileno, pero me resulta completamente imposible fingir que no tengo un hijo”.
Faltaba una cuadra para llegar a mi destino, tal vez por eso no me preguntó
de vuelta si tenía hijos, aunque es más probable que no le interesara saberlo. Pensé: puedo fingir que no soy chileno,
pero me resulta completamente imposible fingir que no tengo un hijo.
Pensé en lo sagrado, en mi idea de lo sagrado, en los metros o en los
kilómetros de felicidad que cada cual necesita. Pensé, con la alegría del
reencuentro inminente, en mis padres y en mi hermana y en esos amigos que desde
hace muchos años incluyo en la palabra familia. Pensé en Fidel, mi tío
taxista, que no habla con nadie, no le gusta hablar con los pasajeros. Pensé en
el futuro, en esa nueva constitución, en la terquedad o en la idiotez o en la
arrogancia de los gobernantes. Pensé en mi esposa y en mi hijo. Pensé en una
tarde, en un diner de Crown Heights, en
que decidíamos si vivir en Santiago o en Ciudad de México y yo estaba
completamente seguro, por un millón de motivos, de que debíamos radicarnos en
México, pero de puro payaso eché una moneda al aire, como si una decisión como
esa pudiera ser dejada al azar, y la moneda cayó en cara lo que significaba que
viviríamos en Santiago; pensé en cómo sería todo si le hubiéramos hecho caso a
esa moneda.
—Usted
no suena tan mexicano —me dijo.
Iba a responderle algo ingenioso o que al menos fuera ingenioso para mí,
pero me dio lata seguir fingiendo o quizás simplemente me alegró su comentario.
—Soy
chileno —le
dije.
—Pero
tampoco hablas como chileno —me respondió, tuteándome por primera vez, mientras me
ayudaba con la maleta.
Estuve a punto de responderle que desde chico me decían que no hablaba como
chileno, simplemente porque hablaba más lento; quería defenderme, y a la vez se
me hacía estúpido defenderme.
—Vivo
hace tres años en México, tal vez estoy perdiendo el acento —le dije.
—No, si
igual hablas como chileno —me dijo.
—Gracias
—le
respondí.
—¿Por
qué?
—Porque
me gusta hablar como chileno.
Me tendió la mano y yo
le di además un abrazo tímido, la mitad de un abrazo, que él recibió con
extrañeza pero sin dejar de sonreír. EP