“La gente”, observó Octavio Paz en uno de sus últimos textos, referido precisamente a la situación europea, “vive más años pero sus vidas son más vacías, sus pasiones más débiles y sus vicios más fuertes. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros. […] La democracia está fundada en la […]
¿Decadencia de la intelectualidad europea?
“La gente”, observó Octavio Paz en uno de sus últimos textos, referido precisamente a la situación europea, “vive más años pero sus vidas son más vacías, sus pasiones más débiles y sus vicios más fuertes. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros. […] La democracia está fundada en la […]
Texto de H. C. F. Mansilla 04/07/18
“La gente”, observó Octavio Paz en uno de sus últimos textos, referido precisamente a la situación europea, “vive más años pero sus vidas son más vacías, sus pasiones más débiles y sus vicios más fuertes. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal que sella todos los rostros. […] La democracia está fundada en la pluralidad de opiniones. Nada menos democrático y nada más infiel al proyecto original del liberalismo que la ovejuna igualdad de gustos, aficiones, antipatías, ideas y prejuicios de las masas contemporáneas”.
También en Europa la actual democracia de masas —celebrada como uno de los grandes logros progresistas de la segunda mitad del siglo XX— desplazó a las viejas aristocracias tradicionales del gobierno y del ámbito de la cultura. Ralf Dahrendorf, uno de los grandes teóricos de la democracia, ha observado que hoy en día la nueva élite europea, de carácter tecnocrático, viaja mucho y cruza fronteras cada momento, pero sólo conoce y se mueve en el ambiente uniforme y anónimo de aeropuertos, hoteles, bancos y, obviamente, en el ámbito de la tecnología más novedosa. Pero este estrato, según Dahrendorf, rechaza la dimensión nacional en todo, empezando por la política y terminando por la cultura. Le son indiferentes las redes tradicionales de solidaridad, la creciente desigualdad social, las convenciones locales y los hábitos regionales, los anhelos particulares de cada país y las necesidades de cada región. Este nuevo estrato, dice Dahrendorf, termina siendo un peligro para la democracia.
También en la Europa contemporánea, la tan alabada democracia del presente incluye la manipulación de la consciencia de dilatados segmentos poblacionales mediante los medios modernos de comunicación, manejados por las nuevas élites, más arrogantes, incultas y aviesas que las anteriores. El orden contemporáneo, con una sociedad civil aparentemente bien educada e informada, no excluye el despliegue de fuertes sentimientos nacionalistas, xenófobos e irracionales. En Europa se expanden inmensas redes mafiosas basadas en los países orientales y fenómenos de corrupción de una magnitud insospechada hace pocas décadas. Ante este tipo de desarrollo, postmodernistas y neoliberales no exhiben la necesaria consciencia crítica; muchos de sus más conspicuos representantes se dedican a alabar las manifestaciones más burdas de la cultura popular. En Europa Oriental la mayoría de los actuales neoliberales eran hasta hace pocos años socialistas convencidos, altos burócratas y administradores de empresas estatales, que hoy se han convertido en los felices propietarios capitalistas de éstas. En algunos de sus países este proceso ha contribuido a cimentar la tradición autoritaria preexistente y a debilitar una actitud crítica frente al horizonte normativo de la actualidad.
Esta abdicación del pensamiento se percibe también en Europa Occidental, donde se va extendiendo uno de los modelos más sólidos y refinados de un burocratismo asfixiante y exhaustivo, donde, al mismo tiempo, se advierten una conformidad resignada de parte de la población y una deplorable inclinación apologética entre los intelectuales. La edificación institucional de la Unión Europea, por ejemplo, se asemeja a una fría construcción pragmático-tecnicista consagrada al éxito económico-financiero con total prescindencia de factores culturales e históricos. La adhesión a ella se debe, por lo tanto, exclusivamente al oportunismo económico. En la edificación de esa gran comunidad no hay una visión política de largo plazo, no se dan vínculos emotivos dignos de mención, no existen criterios para identificarse plenamente con la enorme fábrica legal-institucional, sólo la fría razón instrumental de los burócratas internacionales.
La ampliación de la Unión Europea sigue criterios de maximización económica y seguridad militar-estratégica, dejando a un lado todo elemento humanista, es decir, lo que durante siglos conformó la especificidad de la cultura europea y lo que hizo este pequeño continente grande y encomiable a nivel mundial. La dimensión de la actual Unión Europea, su complejidad y opacidad impiden una vida cotidiana auténticamente democrática: lo gigantesco no significa per se lo positivo y ejemplar. Las decisiones importantes de la Unión Europea son tomadas en forma elitaria por pequeños equipos de tecnócratas, sin que la población se entere mucho de estos tediosos detalles. En Europa la evolución económica y social va de la mano de un desarrollo uniformador: las identidades nacionales van desapareciendo y pronto dará lo mismo vivir en Helsinki o en Lisboa, porque todo tendrá el mismo carácter homogéneo y aburrido.
La declinación del espíritu crítico europeo puede ser estudiada brevemente con base en escritores alemanes que en los últimos años se han dedicado a enaltecer acríticamente (pero con un gran despliegue conceptual) los regímenes populistas en América Latina. Estos estudios apelan astutamente a las emociones del lector, envolviéndolo en una atmósfera de solidaridad con los explotados, para luego iniciar una defensa de los regímenes populistas y de la Revolución Cubana. Los autores de estos estudios —patrocinados sobre todo por el Centro de Estudios Interamericanos de la Universidad de Bielefeld, el Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados, la Fundación Heinrich Böll y la Fundación Rosa Luxemburg— no ofrecen una sólida base empírica y documental, sino que justifican estos modelos sociales en casi todas sus manifestaciones a causa de su oposición “indeclinable” frente al liberalismo occidental.
Una de las mejores justificaciones del populismo se logra por medio del relativismo posmodernista. No existirían, se dice, criterios definitivos para juzgar a los regímenes populistas que deberían ser calificados por el voto de sus usuarios, es decir, de los ciudadanos que viven en ellos. Estos estudios favorables al populismo atribuyen una relevancia excesiva a los modestos intentos de los regímenes populistas por integrar a los explotados y discriminados, a las etnias indígenas y a los llamados movimientos sociales dentro de la nación respectiva. Resumiendo toda caracterización ulterior, se puede decir aquí que estos estudios presuponen que las intenciones y los programas de los gobiernos populistas corresponden ya a la realidad cotidiana de los países respectivos. Es decir: los análisis proclives al populismo desatienden la compleja dialéctica entre teoría y praxis y confunden, a veces deliberadamente, la diferencia entre retórica y realidad. Por lo general los autores de estos estudios no se percatan adecuadamente de la dimensión de autoritarismo, intolerancia y antipluralismo contenida en los movimientos populistas, pues tienden a subestimar la relevancia a largo plazo de la dimensión del autoritarismo tradicional. Sus opciones teóricas, influidas por diversas variantes del posmodernismo y por un marxismo purificado de su radicalidad original, se diluyen frecuentemente en un relativismo axiológico y pasan por alto la dimensión de la ética social y política. Para estos autores los regímenes populistas practican formas contemporáneas y originales de una democracia directa y participativa, formas que serían, por consiguiente, más adelantadas que la democracia representativa occidental, considerada actualmente como obsoleta e insuficiente.
Estos enfoques teóricos son ilustrativos por varias razones. Todos los regímenes populistas y sus dirigentes cultivan una visión maniquea que contrapone la democracia meramente formal, basada en los derechos políticos clásicos, a la democracia directa y sustantiva, que se expresaría principalmente en los derechos vitales a la salud, a la educación y a la vivienda. Un buen número de cientistas sociales apoya esta democracia sustantiva en detrimento de la “formal”. El mejor ejemplo apologético —a causa de su elevada pretensión teórica— es el enfoque propiciado por Hans-Jürgen Burchardt (Universidad de Kassel y director del mencionado Centro M. S. Merian) en su análisis del régimen venezolano de Hugo Chávez y de su sucesor. Por un lado, Burchardt admite la mediocridad y el desorden en el desempeño del aparato estatal, constata un “marcado incremento de incoherencia institucional”, critica la falta de transparencia, la “corrupción desbordada” y los afanes curiosos para brindar a toda costa legitimidad a las actuaciones gubernamentales y complacer las “preferencias subjetivas cortoplacistas” de las “capas sociales bajas”. Este autor reconoce sin ambages el clientelismo prevaleciente en casi todos los vínculos con el Estado venezolano, el paternalismo de los presidentes y la “manera jerárquica y autoritaria” en la que se implementan los celebrados programas sociales del régimen. Pero, por otro lado, Burchardt celebra no sólo el aspecto del creciente éxito material que él atribuye a las políticas sociales de Chávez y Maduro, sino que asevera enfáticamente que lo genuinamente importante de las políticas sociales reside en que han “devuelto a los pobres de Venezuela una voz, dignidad, esperanza y una nueva autoestima”, todo esto dentro de una eficaz movilización política.
Al mismo tiempo, Burchardt alaba la constitución y los planes de desarrollo chavistas porque éstos per se garantizarían una democracia social y participativa, la cual sería cualitativamente mejor que la “fracasada democracia liberal-representativa”. En el marco de su argumentación supone que la mera existencia de la constitución populista aseguraría sin duda una ciudadanía social basada en una “universalización de los derechos sociales y excluyente de toda forma de discriminación”, la creación de una auténtica justicia social como “primera meta” del orden económico y la conformación de un “espacio participativo para todos los ciudadanos”. Cuando se trata de los instrumentos jurídicos y las declaraciones programáticas del régimen venezolano, presupone que estos factores pertenecientes al plano de los programas, la retórica y las buenas intenciones tendrían efectos reales inmediatos e insoslayables, olvidando de modo sintomático la diferencia y la distancia entre pretensión teórica y realidad cotidiana que generó el pensamiento crítico en los albores de la refl exión filosófica.
Otro representante de esta tendencia es Robert Lessmann, cuyos libros sobre Bolivia nos muestran los efectos derivados de un multiculturalismo elemental aplicado a la esfera política de un país andino. La obra de Lessmann es, ante todo, el intento de demostrar una continuidad histórico-cultural entre el Tiwanaku prehispánico (las ruinas antiguas más importantes de Bolivia) y el gobierno actual de Evo Morales. El trasfondo común de ambos sería un protosocialismo de rasgos muy originales, basado en la genuina voluntad popular, expresada ahora por los movimientos sociales y las organizaciones indigenistas. Estos textos están engarzados en especulaciones esotéricas en torno a la historia de Tiwanaku y al periodo colonial español. Lessmann reconstruye con esmero rituales religiosos para demostrar la continuidad y la fortaleza desde las inmemoriales tradiciones indígenas hasta el gobierno actual. La entronización de Evo Morales en las ruinas de Tiwanaku (2006, 2010 y 2015) como monarca según los reconstituidos ritos incaicos de coronación, es considerada por Lessmann como el “comienzo de una nueva era”, tomando así la propaganda oficial como un genuino hecho empírico. Muy similar es la creencia de Lessmann en que la nueva constitución boliviana de 2009 representaría una realidad social totalmente renovada, por supuesto mejor que cualquier régimen anterior. Los movimientos sociales bolivianos, presuntos herederos directos de la gran tradición tiwanakota, serían los portadores legítimos de la nueva identidad revolucionaria, que por otra parte representaría la solidaridad práctica de una gran cultura que ha resistido todos los intentos por subyugarla. El relativismo axiológico sirve para justifi car al régimen populista boliviano pues, como Lessmann lo muestra, no importa el análisis concreto de fenómenos comprobables según criterios racionales, sino la elaboración de una visión especulativa que satisface ante todo necesidades emocionales de solidaridad con causas de aparente justicia social e histórica.
Todos estos enfoques reproducen el paternalismo que numerosos europeos de izquierda y derecha cultivan con respecto a los países latinoamericanos, en el fondo considerados sociedades de segunda clase, paternalismo que afloró claramente durante el debate que sostuvieron Günter Grass y Mario Vargas Llosa en 1986. Como aseveró el escritor peruano, muchos socialistas europeos aconsejan a los latinoamericanos adoptar regímenes autoritarios de izquierda que ellos jamás tolerarían en su propio país, pero que consideran recomendables para las naciones “pobres” del sur. Nihil novi sub sole. EP