Cruz Azul: la afición de la sinrazón

Luis Reséndiz ensaya sobre cómo la fe inquebrantable y la perseverancia definen la experiencia de ser un fanático del Cruz Azul.

Texto de 23/05/24

Luis Reséndiz ensaya sobre cómo la fe inquebrantable y la perseverancia definen la experiencia de ser un fanático del Cruz Azul.

Tiempo de lectura: 7 minutos

somos el coro que lamenta y que festeja,
el suspiro que acompaña al balón cuando pasa de largo y el grito entre
[las redes.

Antonio Deltoro, “Fútbol”

Antes de convertirse en una de las personas menos divertidas del mundo, Jerry Seinfeld fue, de hecho, una de las personas más divertidas que hayan existido. No solo eso: su comedia contenía observaciones de veras filosas. En uno de tantos stand-ups para Seinfeld, la estupenda sitcom que lo lanzó al estrellato, Jerry hizo un comentario sobre la afición que hasta hoy conserva su agudeza: “La lealtad a cualquier equipo deportivo es bastante difícil de justificar”, comenzaba. “Los jugadores siempre están cambiando, el equipo podría mudarse a otra ciudad… Si te pones a pensarlo, en realidad, le estás echando porras a la ropa. Estás de pie, aplaudiendo y gritando para que tu ropa derrote a la ropa de otra ciudad”. 

El comentario, como suele pasar con ese género llamado observational comedy, es gracioso porque es real. Visto de lejos, aficionarse a un equipo es un acto aparentemente irracional. No es del todo falso. Siendo objetivos, un aficionado gana materialmente poco en un partido regular. A menudo, de hecho, el aficionado pierde algo cuando apoya a su equipo: una tarde de tensión frente a la pantalla; los dineros que solventan alguno de los múltiples canales de paga donde se transmiten los juegos; la quincena que se erosiona con el boleto y se esfuma con las primeras chelas; tiempo con su familia o en actividades acaso más provechosas y, sobre todo, la paz. Ser aficionado, específicamente de un equipo de futbol mexicano, implica una renuncia a la tranquilidad. Todas estas características se acentúan cuando el equipo en cuestión es el Cruz Azul.

En Boquita, uno de los mejores libros que se han escrito sobre la afición a un equipo de futbol, Caparrós desglosa ejemplarmente los mecanismos del aficionado. Durante su infancia, dice, descubrió que “uno se hacía de un equipo: no es poca cosa, hacerse. Y que, ya hecho, uno no era hincha de un equipo: uno era de un equipo. No es poca cosa, ser”. Yo me hice de Cruz Azul durante una infancia que involucró aquella dramática final del Torneo de Invierno del 97. Un heroico Hermosillo, con el rostro ensangrentado tras una patada de Comizzo, cobró un penal que acabó una sequía de 17 años sin títulos locales y le devolvió la sonrisa a mi padre. Yo, que en esa época era un niño, no podía saber que, tras el glorioso título del 97, habrían de pasar otros 23 años (y medio) antes de que Cruz Azul volviera a ganar la liga mexicana. Tampoco importaba. Una vez que Hermosillo anotó ese penal y Cruz Azul se bordó la ansiada octava estrella en el jersey, yo ya era de Cruz Azul. No es poca cosa, ser.

 Mi afición al Cruz Azul no amainaba con cada derrota. Al contrario. Sé que bien podría pensarse que atenta contra toda lógica continuar como aficionado de un equipo que parecía alérgico a ganar la liga. No es una afirmación descabellada. De cualquier forma, no importa. La afición no es ni puede ser lógica o razonable: la sensatez es para los apocados. Como muchos otros deportes, el futbol apela a un deseo de épica personal que deviene épica colectiva. La necesidad de logros se combina con el ansia por pertenecer y se materializa, como dice Seinfeld, en una logo tejido en una playera. La afición a un equipo de futbol es otra de las manifestaciones de la fe.

“La afición no es ni puede ser lógica o razonable: la sensatez es para los apocados. Como muchos otros deportes, el futbol apela a un deseo de épica personal que deviene épica colectiva”.

Esto me lleva al torneo actual. Para quienes no sepan, el torneo pasado de Cruz Azul fue uno de los peores de su historia. Solo dos años después de terminar con la malaria que lo asoló durante 23 años (y medio), el equipo acabó entre los tres últimos lugares de la tabla. Si antes, aunque no ganábamos la liguilla, teníamos el consuelo de protagonizarla, ahora solo aspirábamos a ser espectadores. En esta ocasión, la directiva emprendió una renovación más o menos profunda de la gestión del plantel. Se contrató a un nuevo director deportivo, Iván Alonso, que trajo a un nuevo director técnico de apenas 38 años. El recién llegado era un argentino larguirucho que venía de ganar cuatro títulos con Independiente del Valle, equipo de relativo reciente ascenso a la Serie A de Ecuador. Se llamaba Martín Anselmi. Nunca había sido jugador profesional de futbol.

“Que el del futbol es ese ufano reino autosuficiente, que no admite intrusos, que mima a sus criaturas para asegurarse perpetuidad, lo prueba la dificultad para sentarse en el banquillo de quien no fue jugador profesional pero sí es director técnico”, escribe Wolfson en Ponte la del Puebla, sensacional libro sobre la temporada de Chelís al frente de la Franja. Algunos de esos prejuicios se han limado desde que se escribió ese libro, pero parte de ese rechazo continúa. Cuando llegó Anselmi, la mesa de Futbol Picante, ese espantoso e irresistible Ventaneando del futbol, lo criticó con dureza, acaso acicateados por el despido del Tuca Ferreti de Cruz Azul pocos meses antes. Desde entonces, el Tuca había pasado de director técnico a comentarista del programa. “Si el entrenador va a venir a Cruz Azul y no conoce a sus jugadores… Está bien, estaba en otro país, pero tuvo tiempo para por lo menos ver videos de quiénes son los jugadores”, señaló Ferreti. “O de hablarte a ti, ¿no? Señor Ferreti Porque así se estila, ¿no?”, concluyó De Anda. Ambos exjugadores se mostraban inconformes con las acciones del nuevo entrenador.

Anselmi había hecho lo inconcebible: con menos de dos meses en el banquillo, este licenciado en periodismo había decidido echar a Escobar. Capitán del equipo, sobreviviente junto a Rivero del último campeonato, apodado humildemente “El patrón”, Escobar era un referente en apariencia inamovible de la Máquina. Y el recién llegado lo había corrido del equipo dos semanas antes de debutar en el torneo. Ya desde entonces se atisbaba una de las características del aún breve periodo de Anselmi: su capacidad de ir en contra de un aparente sentido común.

En su primer partido, frente a Pachuca, el Estadio Azul tuvo un entradón, abarrotado por aficionados que celebraban la vuelta a un recinto considerado “nuestra casa” aunque sea rentado. Había emoción, entusiasmo, esperanza incluso. Así que el juego, por supuesto, se perdió. No solo eso. La afición, desconfiada ante la pérdida de su referente, coreó “¡Escobar, Escobar!”. Al terminar el juego, en uno de esos actos de irracionalidad tribunera, los vasos de cerveza volaron sobre y hacia el nuevo director técnico. El segundo partido, frente a Bravos, que suele habitar sin rubor la sección baja de la tabla general, se empató. A ceros. La temporada pintaba, digamos, no bien. O mal, de plano. A Anselmi, además de chela, le llovían críticas.

“Cruz Azul caminó constantemente al borde del precipicio, como se camina siempre que se realiza una gesta notable. Nunca se sintió que el equipo la tuviera segura”.

Los siguientes partidos comenzaron a mostrar una ascendente mejoría. De vez en vez se perdía, pero se notaba algo que no se había visto en varios torneos: convicción. Fue una temporada apretadísima, hay que decirlo, con diferencias estrechas entre las primeras posiciones de la tabla. Cruz Azul caminó constantemente al borde del precipicio, como se camina siempre que se realiza una gesta notable. Nunca se sintió que el equipo la tuviera segura. Los titulares de la prensa fluctuaban, anunciando una semana la zozobra para la siguiente proclamar el júbilo. La realidad, lo sabíamos quienes seguimos a la Máquina de cerca, era que estábamos en una tensa zona gris entre ambas cosas. “Hay que saber sufrir”, ha dicho Anselmi en alguna de sus memorables conferencias de prensa. El técnico luce siempre calmado, ecuánime, coherente, hasta cauto. Nunca olvida el papel de la hinchada, de la que recuerda su origen esencialmente obrero: a fin de cuentas, somos el equipo de una cooperativa cementera. “Los albañiles ponen ladrillos; los de Cruz Azul hacemos los ladrillos”, me dijo un amigo cruzazulino alguna vez, “así de obrero es nuestro equipo”. Anselmi tampoco menoscaba elogios y reconocimientos públicos para sus jugadores. Incluso en la última fecha, el equipo podía lo mismo clasificar en la parte alta de la tabla que verse obligado a jugar el play-in para ganar un lugar en la liguilla. Por fortuna, pasó lo primero.

El extraordinario torneo de Martín Anselmi al frente de la Máquina del Cruz Azul tuvo como resultado una renovación contractual hasta 2027. Nadie se quejó. Queremos que se quede como queremos que se quede “El Titán” Salcedo, que de ser uno de los jugadores más abucheados por la afición se convirtió en un imprescindible y cuyo llanto al pasar a la final es una manifestación de una lucha que solo él conoce; queremos que se quede Rivero, a quien el equipo recibió con una victoria cuando regresó de algunas jornadas fuera por la muerte de su madre; queremos que se quede Sepu, “el Ángel del gol”, que rompió la racha de 16 partidos sin anotar con un golazo que nos metió a la final. Queremos que se quede Mier, ese colibrí que revolotea en la portería; que se quede Antuna, nuestro imprescindible mago cristiano, queremos que se quede Rotondi, imparable e intimidante todoterreno; queremos que se queden Huescas, Levy, Ditta, Piovi, Lolo, Alexys, Camilo.

Cruz Azul, pues, ha llegado de nuevo a una final del futbol mexicano. No lo hacía desde hace tres años, cuando se rompió aquella seguía de 23 años (y medio). Toca enfrentarse, de nuevo, ante el América, el antagonista por excelencia, el rival acérrimo contra el que siempre guardamos una revancha. Según Transfermarket, la plantilla de las Águilas vale 92 millones de dólares. La plantilla de la Máquina está valuada en 52 millones, y esa brecha de 40 millones de dólares se siente en la calidad de la banca, abundante en el caso de América y llena de jóvenes y canteranos en el caso de Cruz Azul. Ambos equipos se han enfrentado en seis ocasiones en finales; solo en dos se ha coronado la Máquina. Hay razones por las que podemos sostener que el triunfo azul es improbable, por decirlo de alguna forma. Tengo amigos cruzazulinos que, derrotistas, autoproclaman ya el descarrilamiento de la Máquina, por causas propias y también ajenas. Falsos cruzazulinos, debí quizá decir. La sensatez es para los apocados.

“Cuando todas las proyecciones están en contra, se requiere al menos cierto grado de sinrazón para intentar triunfar”.

Yo me niego al fatalismo. “1% de probabilidades, 99% de fe”, reza el dicho que a menudo se repite entre los equipos que llegan en situación de aparente desventaja a un partido. Es una premisa esencialmente irracional. Pero alcanzar la grandeza es, en sí, una meta irracional. Nadie en su sano juicio —y algunos ni siquiera en su insano— pudo vaticinar que ese recién llegado de la Liga A ecuatoriana pondría, en su primer torneo, al antepenúltimo equipo de la temporada pasada en la final de la Liga MX. Cuando todas las proyecciones están en contra, se requiere al menos cierto grado de sinrazón para intentar triunfar. El gran logro de Anselmi no fue llegar a la final, sino hacerle creer a una afición acostumbrada al chasco que el título es posible. Aunque todavía hay agoreros y pesimistas, la mayoría de la afición ya no va con la cabeza gacha, como durante tantos años. Los memes cabalísticos del 33 o las predicciones de cada lunes de Camilo Cándido son muestra de un equipo y una afición con el grado necesario de delirio para aspirar a la grandeza. Quizá lo logremos; quizá no. Pero está al alcance. Solo hay que saber sufrir.

Cuando Martín Anselmi anunció la extensión de su contrato, colgó un video en sus redes sociales con un montaje de imágenes de los juegos de este torneo. Lo musicalizó con una canción de Julieta Venegas, “Andar conmigo”, que la afición de inmediato adoptó como uno de sus cánticos y que ahora resuena en el Estadio Azul en cada una de esas porciones de esperanza que llamamos partido. “Una historia tengo en mí para entregarte”, dice la letra, “una historia todavía sin final”. ¿Y qué es la fe, si no la convicción indestructible, incombustible e irracional de que lo mejor todavía está por escribirse? EP

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