Concurso de aplausos

En esta crónica, Anuar Jalife nos lleva a un particular concurso de declamación de poesía.

Texto de 07/02/23

En esta crónica, Anuar Jalife nos lleva a un particular concurso de declamación de poesía.

Tiempo de lectura: 6 minutos

“A sabiendas de que el arte y la cultura son complementos valiosos para el desarrollo de la juventud, la actual administración ha decidido convocar al Primer Premio Municipal de Poesía Octavio Paz…”  Eran las primeras líneas de un elegante oficio con que el gobierno municipal de una industriosa ciudad del Bajío me invitaba a formar parte de un jurado. Se trataba, en realidad, de un concurso de declamación de poesía, por el cual se entregaría un solo premio al ganador de una única categoría que abarca niños desde 1º de primaria hasta señores de 3º de secundaria. Deseoso de contribuir al desarrollo de las letras de la región, acepté la invitación.

La cita es a la poco poética hora de las 7 de la mañana en el auditorio de la Escuela Secundaria No. 14 Niño Artillero. Después de perderme en dos ocasiones, llego con casi media hora de retraso. Imagino a una multitud desesperada por mi impuntualidad, pero encuentro el recinto semivacío con solo el personal de servicio disponiendo de los últimos detalles. Un  joven con autopercepción de guapo, vestido con un impecable traje satinado, pero desfajado, me barre de pies a cabeza en cuanto entro. Es un auditorio gigantesco con casi un millar de butacas. Me siento en una de ellas. Apenas lo hago, el joven me tira del brazo, advirtiéndome que aquellos lugares están reservados para las autoridades. Le comento que soy miembro del jurado. “Disculpe, profe”, espeta con tono de regaño más que de disculpa y, sin soltarme el brazo, me conduce a otra fila. “Aquí van los jurados”, concluye con el pundonor de los niños cuando aprenden a clasificar figuras geométricas.

“Después de hacer una larguísima cola en la cooperativa de la escuela, descubro que los adolescentes mexicanos consumen toda clase de bebidas exóticas, pero no café”.

Pasadas las 8 de la mañana caigo en cuenta de que aquello no va a comenzar pronto y decido salir en busca de un café. Después de hacer una larguísima cola en la cooperativa de la escuela, descubro que los adolescentes mexicanos consumen toda clase de bebidas exóticas, pero no café. Regreso malhumorado al auditorio todavía vacío. Cerca de las 9, llega una señora que no puede esconder su acento de junior y un viejo con el ceño fruncido que no pronuncia palabra. El joven nos presenta con toda ceremoniosidad. Ella es Samantha Hutt, fundadora de una A.C. dedicada a la promoción de la cultura, y él es nada menos que el maestro Luna, un distinguido poeta, cuya presencia aquí no me termino de explicar. Estamos por intercambiar algunas palabras cuando el suelo comienza a cimbrarse. Se trata de las escuelas invitadas. Como pequeños fascistas italianos, comienzan a entrar centenares de niñas y niños de las escuelas participantes, organizados en perfectas filas, encabezadas por alguna compañerita que con toda formalidad porta un estandarte con el escudo de la institución. Es un espectáculo al mismo tiempo tierno y terrorífico. Un momento después, un nuevo temblor se siente. Ahora son los estudiantes de secundaria que acuden en un tropel de imperativos y regaños, empellones y carcajadas. El aire comienza a enrarecerse.

Profesoras satisfechas de la disciplina que han impuesto a sus hordas, orgullosísimas madres, niñas y niños con cara de regañados, adolescentes riendo estúpidamente. Son las 9 y media y el ambiente para el concurso es inmejorable. El joven nos informa que solo esperamos a la directora de cultura. Como invocada, aparece en ese instante, vistiendo un traje sastre color azul rey. El auditorio completo se pone de pie y aplaude su llegada. Ella nos lo paga con una enorme sonrisa y ocupa su lugar en primera fila.

Tras bambalinas se alcanza a ver al joven nervioso. Parece que es su debut como maestro de ceremonias. Está a punto de encaminarse al micrófono, pero recuerda que está desfajado. Llevamos dos horas viéndolo así, pero en ese momento siente el imperativo de meterse los bordes de la camisa en el pantalón. Ahora sí: “Respetable Lic. Vicente Romero Márquez, secretario particular del secretario de educación pública del estado, en representación del secretario de educación pública del estado Sr. Dr. Juan Carlos Placencia Quezada” aplausos; “Mtra. Josefina Téllez Gálvez, coordinadora del programa de activación física del Instituto de la Juventud, en representación de la Sra. Mtra. Bárbara Gutiérrez Smith, secretaria de cultura del estado” aplausos; “damas y caballeros, respetables directores, honorables miembros del jurado, padres de familia, público en general, amigos todos: sean ustedes bienvenidos al Primer Concurso Municipal de Poesía Octavio Paz”, aplausos. El joven dice todo esto con tono de locutor de estación de radio juvenil, el cual lleva al colmo de la afectación cuando pronuncia su línea estelar: “Y para inaugurar oficialmente este evento, la directora general de turismo y cultura municipal, Sra. Mtra. Alejandra Márquez Márquez”. La directora se pone de pie entre aplausos, sube al escenario y mantiene la mirada fija en el suelo en actitud de absoluta concentración, provocando cierto desconcierto. En cuanto se hace un silencio, da un taconazo estruendoso, levanta la mirada y con ademanes epilépticos, comienza a recitar a gritos “Las palabras” de Paz: 

Dales la vuelta,

cógelas del rabo (chillen, putas),

azótalas,

dales azúcar en la boca a las rejegas,

ínflalas, globos, pínchalas,

sórbeles sangre y tuétanos, 

[…]

Concluye el poema. Algunos niños están a punto de reír, otros de llorar y los profesores de aplaudir, pero rápidamente la maestra vuelve a entrar en trance para decir: “El hombre es producto de sus pensamientos. Mahatma Gandhi”. Luego de una breve pausa continúa con voz nuevamente humana: “Sean bienvenidos a este que es el primer concurso de poesía que se hace en nuestra ciudad, por y para ti, niña, niño, joven, futuro mexicano. ¡Bienvenido seas!” Los aplausos contenidos estallan en el recinto. En seguida, el joven presenta de nueva cuenta a las autoridades que nos acompañan, a los invitados de honor, a las profesoras de las casi 30 escuelas participantes y al jurado. Después de cada nombre se consagran varios segundos de aplausos. Son casi las 11 de la mañana. Por fin va a dar inicio el concurso. Comenzarán los estudiantes de grados superiores y terminarán los más pequeños. 

Mientras el tercer concursante, un muchacho con cara de sueño, declama “Los motivos del lobo”, el joven pasa a nuestros lugares a entregarnos un juego de copias con los poemas y unas papeletas con la rúbrica: “1) Expresión oral, 2) Expresión corporal, 3) Memorización y 4) Calidad de la composición”. Me desconcierta el último punto. ¿Debo evaluar a Rubén Darío? Ya es demasiado tarde para preguntar, así que le pongo 8. Conforme avanzan las participaciones descubro que se leen ahora los mismos poemas que hace tres décadas: “Paquito”, “Solo tengo 17 años”, “Poema del padre”. Solo una jovencita se ha arriesgado a presentar algo de su propia inspiración. Para dar con las rimas recurre a anglicismos, encabalgamientos y toda clase de artificios poéticos. Escribe cosas como:

No soy perfecta, ya lo sé

pero puedo darte algo que

lo es. Una rosa. ¿No? Ok.

A ella le pongo 10, aunque los colegas y el público no parecen compartir mi entusiasmo. Hasta ahora las cartas parecen estar con un chico de sexto grado, proveniente del Colegio Lewis Carroll —nombre perturbador para una escuela—, que al momento de pronunciar las palabras “por mi madre, bohemios” se dejó caer de rodillas, golpeando fuertemente la duela y provocando una inminente ola de aplausos.

El sol de las 2 de la tarde se asoma por una puerta de emergencia entreabierta. Quisiera correr hacia ella. Pero ya solo queda una participante. Se llama Sara. Es una pequeñita de 6 años que viste su uniforme de forma impecable, usa trenzas como de princesa Leia y no tiene uno de sus incisivos centrales. Las copias que nos entregó el joven dicen que ha recitado un fragmento de “La suave patria”, pero es imposible saberlo porque no se le ha entendido palabra. Sin embargo, el auditorio se desvive en aplausos de ternura. 

Por fin ha llegado la hora de deliberar. Samantha quiere tomar la iniciativa, pero se detiene al ver que el poeta está llorando. El poeta se disculpa. Se recompone con un suspiro profundo. “Es que me conmovió ver a mi nieta Sara”, dice. Ya no quedan dudas de quién ganará. Charlamos un par de minutos en la mesa hasta que el joven, que otra vez anda desfajado, se acerca a apresurarnos. “Con todo respeto, pero por respeto al tiempo de la gente y sobre todo de las autoridades” nos pide que entreguemos el nombre ganador.

“Antes de nombrar a la persona ganadora, desea hacer una selfie grupal. Todos los intentos de fotografiarnos juntos fracasan”.

La maestra Gutiérrez toma el micrófono y pide a los participantes, profesoras y jurados que subamos al escenario. Antes de nombrar a la persona ganadora, desea hacer una selfie grupal. Todos los intentos de fotografiarnos juntos fracasan. Nada que hacer: tenemos que conformarnos con un retrato convencional. Ahora, la directora desea entregarnos un reconocimiento a cada uno de nosotros por nuestras acciones en favor de la cultura. “Mtra. Josefina Alcalá Rodríguez, directora de la Escuela Primaria Núm. 33 Lucas Alamán”, aplausos; “Mtro. José Alfonso Zárate López, director de la Escuela Secundaria Técnica General Núm. 2 Las Joyas”, aplausos; “maestro Ámbar Jalife, UG”, aplausos; “niño Yuruem Salazar Albo, Escuela Primaria Núm. 7 Jaime Torres Bodet”, aplausos… Así nos dan las 3 de la tarde. Estoy a punto de escabullirme, pero la directora improvisa nuevamente y pide que los jurados dirijamos algunas palabras a los participantes. El poeta toma el micrófono sin dudarlo y recita un poema suyo sobre una oruga que sale antes de tiempo de su capullo a conocer el mundo y es aplastada por la pezuña de un sátiro durante una orgía; Samantha, más prudente, ha desaparecido; yo, queriendo ser original, dirijo mi mensaje a los perdedores: les cuento que cuando era adolescente participé en muchos concursos de poesía, y que no gané ninguno… No puedo terminar mi fábula porque estruendo de los niños que me señalan con el dedo mientras se carcajean me lo impiden.

La directora finalmente ha agotado sus recursos escénicos y parece dispuesta a entregar el premio. Son casi las 3 y media. El aire dentro del recinto se ha convertido en una especie de vapor. Por las puertas laterales se ve a la juventud escapar discreta, pero decididamente; sobre el escenario una docena de niños juegan a “Las traes”; las profesoras se fotografían con sus reconocimientos. La directora dirige unas últimas palabras a la ganadora y nos pide, con todo el entusiasmo y la autoridad que le resta, una fuerte arenga para la pequeña, pero ya nadie tiene fuerzas para más aplausos. Aplausos. EP

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