Esta es la columna mensual de Daniela Tarazona, escritora reconocida como uno de los 25 secretos literarios de América Latina en la FIL 2011. En esta ocasión, nos habla de la alegría repentina en medio del un clima tenebroso.
Sinapsis: Alegría
Esta es la columna mensual de Daniela Tarazona, escritora reconocida como uno de los 25 secretos literarios de América Latina en la FIL 2011. En esta ocasión, nos habla de la alegría repentina en medio del un clima tenebroso.
Texto de Daniela Tarazona 07/02/20
No sabíamos que llegaríamos hasta aquí. Fíjese usted, querido lector, hemos especulado hasta perder de vista el desconcierto y el propio espectáculo. Las razones son variadas. El clima no ayuda, atravesados por un invierno que ha sido cruel, llegamos a febrero, y estamos inquietos por vivir la primavera.
Ocurren acontecimientos indescifrables. Soy heredera de gustos holísticos. Me viene de mis ancestras la curiosidad por la acrobacia del Ashtanga yoga. Hace no mucho, me vi en la posición de Shavasana llorando, hágame usted el favor, estimado lector. No supe de dónde provino la tristeza de las lágrimas. En realidad, ignoro si eran de tristeza o desesperación. Me puse de pie y dejé el salón de clase. Cuando salí a la calle, ya de noche, la Luna se alzaba hacia un costado del cielo, llena y enorme. Tuve miedo de ser mujer y estar por la calle sola a esa hora que no era de dios, aunque estuviera iluminada. Somos acróbatas en las propias avenidas de la ciudad, en las banquetas que son como sierras madres, audaces vamos sin quebrarnos la cadera o luxarnos los tobillos. Se requiere de talentos especiales para transitar por acá. Especulemos: en la primavera, la ciudad volverá a oler a fruta podrida y basura en tránsito hacia otra materia. Decía, pues, que salí del yoga y, cuando estaba doblando la esquina del deportivo aledaño a mi casa, encontré a una pareja en la parte más oscura —que era en verdad negra y abismal— de la banqueta. Él tenía a la mujer contra la pared, la mujer llevaba los ojos tristes. Me miraron los dos. Yo no supe si decirle a ella que estaba dispuesta a ayudarla. Me ha sucedido antes que, al ofrecer mi ayuda en una escena de amor violento en la calle, la mujer me responde que no me meta; entonces, mejor callar, pensé. Y seguí mi camino.
La clase de yoga había sido extraña en esta ocasión. El profesor tuvo la idea de pedirnos que nos vendáramos los ojos, y luego que buscáramos a la compañera más cercana para tomarla de las manos. Cuando este episodio insólito, de experiencia holística y paranormal en ceguera llegó a su final, yo no sabía bien a bien si salir del salón despavorida, carcajearme o qué. Después, dos compañeras tuvieron el impulso cabal y honesto de agradecerle al profesor, entre las lágrimas, su ayuda. Pensaba yo en la potencia de los gurús —y sé por qué lo digo, créame, lector—. Pensaba en la manipulación horrible de las emociones que un gurú puede hacer, cuando, ya sin miramientos, me puse los calcetines y los tenis y dejé el salón. Justo antes de hacerlo, descubrí frente a mi tapete el regalo que el maestro había decidido dejarnos a cada una: era una alegría, es decir, una barrita de amaranto con su tarjeta de presentación.
Al dejar atrás el deportivo y a la pareja en conflicto, tuve otro avistamiento: al final de la calle estaba el hombre que vive afuera, en el barrio, el hombre que duerme a la intemperie con su perro color mostaza. No era tan tarde, pero era de noche, ya lo mencioné. Caminamos al mismo tiempo: yo hacia mi casa —el hombre también hacia mi casa, aunque no se detendría allí, pensé—. Tuve tiempo de enviar un mensaje de texto redactado con un poco de miedo. “El hombre del barrio, de la calle, viene hacia mí”, escribí con los dedos entumecidos por el frío.
Después, sin deberla ni temerla, el hombre ganó espacio y se colocó justo al frente impidiéndome el paso. Yo muda. Él desaforado, como es, soltaba su tufo en el aire de manera espontánea, como se puede imaginar. No creo que las personas habitantes de la calle sean de temer, pero el hombre no me dejaba seguir mi camino. Con las piernas abiertas sobre el suelo murmuraba algo que yo no conseguía entender. El perro me daba miedo, cosa rara, porque no le temo a los perros, en general. Y entonces tuvo lugar el hecho que he estado ocultando a lo largo de todo este texto, el hombre dio un paso adelante y me extendió la mano para que lo saludara. En ese instante, la mujer que había estado esquinada y acongojada justo media cuadra atrás, pasó al lado mío y le dijo al hombre: Déjala en paz, y siguió su camino como si nada. Yo no estaba en paz. No. ¿Seguía con la venda en los ojos de la clase de yoga? Parecía ser así. No alcanzaba a ver nada, entiéndase, apenas estaba sofocada y trémula, algo neurótica, sí. Se me ocurrió, en medio de la noche oscura, dar un paso adelante y atajar el camino hacia la izquierda, donde daba más la luz de la Luna, y burlar la chistosada del hombre del barrio y del perro que me producían en aquel momento la sensación más intensa de fastidio que he tenido en tiempos recientes.
Cuando, por fin, atravesé el umbral de mi casa, saqué la barrita de amaranto de la bolsa de mi sudadera. Era color de rosa. Le arranqué el plástico y le hinqué los dientes como si en ello se me fuera la vida o la paz. EP