Modus vivendi: El Reino de la Consciencia; una filosofía de paz y amor a la vida

En este texto, Ricardo Kostova nos habla sobre la necesidad de construir la paz y cultivar el amor, en un mundo azotado por la violencia, la crueldad y la inhumanidad.

Texto de 24/05/24

paz

En este texto, Ricardo Kostova nos habla sobre la necesidad de construir la paz y cultivar el amor, en un mundo azotado por la violencia, la crueldad y la inhumanidad.

Tiempo de lectura: 8 minutos

Para el filósofo presocrático Heráclito de Éfeso la guerra o la discordia es la madre de todas las cosas. Uno de sus fragmentos nos dice lo siguiente: “(…) es necesario saber que la guerra es común y la justicia discordia, y que todo sucede según discordia y necesidad.”1 Ciertamente en la oposición o mediación entre distintas posturas o paradigmas encuentran su origen grandes cambios materiales y conceptuales. En gran medida, el curso o devenir histórico se articula a partir de la convergencia de ideas contrapuestas, como agudamente describió el pensador alemán Friedrich Hegel en su Filosofía de la historia. No obstante, en un sentido literal, la guerra es también la madre del hambre; del dolor, del miedo, de la injusticia, de los vicios, del terror, de la peste y de la incertidumbre. La guerra paraliza; te deja sin hogar, sin los tuyos, sin habla, sin discurso, sin amor, sin ciencia, sin filosofía y sin vida. Durante el siglo XVI la “guerra justa” fue un tópico usual de la reflexión filosófica; en el contexto novohispano, por ejemplo, pensadores como Fray Bartolomé de las Casas, Fray Domingo de Soto y Fray Alonso de la Vera Cruz argumentaron en contra de la mal llamada “guerra justa” y el dominio en contra de los naturales de los pueblos originarios de América. Una aproximación desde el cine a este debate filosófico y antropológico puede verse en el filme La Controversia de Valladolid de 1992, dirigido por Jean-Daniel Verhaeghe.

“En gran medida, el curso o devenir histórico se articula a partir de la convergencia de ideas contrapuestas…”

Preguntémonos, ¿existe algo así como una guerra justa? Probablemente no haya tal cosa, porque, pese a que algunas guerras se hayan comenzado por motivos o bajo ideales perseguibles, tales como la paz, lo cierto es que cualquier conflicto bélico cobija un incontable número de injusticias. En su mayoría perpetradas contra inocentes, contra el prójimo, la alteridad o la otredad en general: ¿la guerra debería de ser únicamente un tópico literario? ¿Uno donde se exalten las proezas en nombre de la virtud y el amor? ¿Algo reservado a la poesía épica, los cantares de gesta y la novela caballeresca? Tenemos que advertir que las historias de heroísmo y solidaridad que a menudo suceden durante los períodos de guerra ocurren a pesar de la guerra y no gracias a ella.

Aunque puede que sí exista una guerra justa: aquella que se emprende en contra de nuestras bajezas e inferioridades, contra nuestros vicios y miedos; no obstante, dicha pugna es, en todos los casos, un asunto propio de la vida interior. En la iconografía de la alquimia, por ejemplo, dicha batalla puede representarse por medio del símbolo del caballero venciendo al dragón, tal como sucede en la leyenda de San Jorge, parte de la Leyenda dorada,2 donde el santo asesta un golpe mortal a un guiverno para salvar a una princesa. Por supuesto esta historia tiene toda una dimensión simbólica o arquetípica.

Volviendo a la dimensión concreta y literal de la guerra, sería provechoso que meditemos en las siguientes palabras, las cuales, pese a encontrarse en una lectura llena de ternura y dulzor, pueden hacer que se nos hiele la sangre: “Es una de esas cosas que es mejor no pensarlas, porque si no puedes acabar volviéndote loco […] Cuando abres el periódico y lees que ha estallado la guerra”.3 Por un momento hagamos el esfuerzo de imaginar dicho escenario, pese a lo angustiante que pueda resultar  —y en realidad no hace falta hacerlo dado que vivimos en un mundo en guerra, aunque la vida ensimismada y acelerada que llevamos a menudo nos haga perder de vista esta dolorosa realidad. La guerra entre los pueblos vecinos de Ucrania y Rusia continua sin tregua; hay guerra entre personas de distintos credos en la Franja de Gaza; los conflictos regionales en Sahel occidental, Sudán y la República Democrática del Congo persisten. Y por supuesto, en México, vivimos un estado de inseguridad y violencia generalizada.

Sobre este último escenario resulta pertinente señalar que el período electoral que atravesamos en el país trae consigo, además de la propaganda política que inunda y perturba el paisaje urbano (lonas en cada poste que en unos cuantos meses se volverán derruidos y lastimeros girones), las noticias constantes sobre asesinatos vinculados a las elecciones, tanto de aspirantes como de candidatos. Cabe advertir al atento lector que esta reflexión es de carácter filosófico y no pretende ser un análisis periodístico o político de algún conflicto en particular; sobra decir que la guerra y la violencia son problemáticas multifactoriales muy complejas, que no pretendemos ni podemos resolver en unas cuantas líneas. Por ello, a este artículo le acompaña un profundo sentimiento de respeto y solidaridad hacia aquellos que han sido afectados por los horrores de la guerra y la violencia de forma directa o indirecta, comunidades, familias, personas de carne y hueso, vidas valiosas que muchas veces se ven reducidas a cifras o estadísticas inertes.

Ahora bien, puede que una reflexión profunda y consciente sobre el fenómeno o misterio del amor nos conduzca eventualmente a considerar todo aquello que atenta en contra de esta fuerza salvífica. En un sentido general o universal, el amor puede caracterizarse como un vínculo conciliador que brinda cohesión y armonía a aquello que se encuentra enemistado o en guerra; en ese sentido puede hablarse del amor como elemento pacificador o armonizador. La paz no es un mero capricho intelectual o una expresión infantil de deseos, sino que debería ser un compromiso vital para el ser humano, pues el bien común es una responsabilidad compartida, es algo que nos compete a todos sin importar nuestra localización geográfica.

Quizá sea pertinente evocar un “Reino de la Consciencia y el Amor” tal como sugiere el psicoanalista y filósofo Erich Fromm: “El reino del amor, la razón y la justicia (…)”.4 Tal vez ese sea nuestro Santo Grial, nuestra lapis philosophorum,5 nuestra Nueva Jerusalén, un mundo de paz, donde nuestros avances científicos y tecnológicos estén a la par de nuestro progreso moral, uno donde no llevemos a la razón hacia sus excesos o hacia un mero uso instrumental. Donde nuestra vergonzosa apetencia insaciable de consumo, expansión y dominio sea intercambiada por una fe racional, esperanza, caridad, benevolencia y amor ágape (ἀγάπη), un amor de naturaleza compasiva, desinteresada, caritativa (caritas), un amor que se extiende a todos los seres por igual.

“[…] el amor puede caracterizarse como un vínculo conciliador que brinda cohesión y armonía a aquello que se encuentra enemistado o en guerra…”

Pensemos en una filosofía de paz que, alimentada por la reflexión, derive en la convicción práctica del amor a la vida, biophilía (βιοφιλία), como principio o máxima ética. Por supuesto, habrá quienes piensen que los conflictos lejos de su hogar no merecen demasiada atención, pero frente a ello valdría la pena traer al presente las siguientes palabras de Hipólito de Alejandría: “Cuando se escucha, no a mí, sino a la razón, es sabio convenir que todas las cosas son una”.6

La guerra ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad, es verdad, pero no tiene necesariamente que continuar así. De todos nosotros depende que nuestra época sea un precedente de creación activa y no de devastación, que la consciencia despierte de su letargo y lleguemos al entendimiento profundo de que todos somos uno y, en esa misma unidad, comprendamos que el dolor del otro es también nuestro dolor. Uno de los libros bíblicos que aborda el tema de la sabiduría (sapienciales) dice lo siguiente: “Hay tiempo de amar y tiempo de aborrecer. Hay tiempo de guerra y tiempo de paz”.7 De nosotros depende que el tiempo de paz y amor se extienda y perdure; en cada acción, en cada palabra, en cada pensamiento, todo cuenta en la búsqueda de esa paz duradera y auténtica.

Probablemente nuestros ojos no vean la tierra prometida de la que hablamos, pero habría que mantener encendido ese fuego, ese anhelo por una paz perpetua. Siempre habrá quienes acusen a este tipo de consideraciones de ser meros ideales, expresión de convicciones o la suma de ingenuidades compartidas por unos cuantos; sin embargo, consideramos que es perfectamente concebible la idea de un cambio. Si podemos concebir y habitar un mundo instaurado en la violencia y la injusticia, ¿por qué no podríamos vivir en el extremo opuesto? Si podemos admitir un mundo lleno de corrupción y sufrimiento hasta niveles insospechados, también podemos imaginar y trazar el rumbo hacia un mundo repleto de justicia y bondad. Si conocemos la perversión, la abominación y la maldad, ¿por qué le daríamos la espalda al bien? Cada uno de nosotros puede contribuir desde su quehacer a la conformación del Reino de la Consciencia y el Amor: “un orden social gobernado por los principios de igualdad, justicia y amor. El hombre no ha logrado aún construir ese orden y, por lo tanto, la convicción de que puede hacerlo necesita fe. Pero como toda fe racional, tampoco esa es una mera expresión de deseos, sino que se basa en la evidencia de los logros del pasado de la raza humana y en la expresión interior de cada individuo en su propia experiencia de la razón y el amor”.8

En un principio basta con que cada uno de nosotros dialogue sobre tal escenario. Lo cierto es que, si los filósofos hablan sobre el amor, el mundo se impregna de dicho misterio y su fuerza. Por ello, una de las funciones primordiales del filósofo y del poeta es evocar constantemente el amor, recordarnos su función salvadora, religante y pacificadora. Las guerras del siglo XX cimbraron al mundo, nos dejaron en la indefensión y en la búsqueda por el sentido, pero no hace falta continuar con tal sentencia ni sembrar más odio o más rencor.

Los que se preocupan seriamente por el amor como única respuesta racional al problema de la existencia humana deben, entonces, llegar a la conclusión de que, para que el amor se convierta en un fenómeno social y no en una excepción individualista y marginal, nuestra estructura social necesita cambios importantes y radicales.9

El amor no es únicamente un fenómeno individual o reservado a la esfera privada, es algo que inunda cada ámbito de la vida de los seres humanos, es una experiencia común y compartida que no se dirige exclusivamente a la consecución del placer, sino a la alianza y vinculación entre cada uno de nosotros, hacia la paz y la unidad. Es necesario detenernos a pensar en el amor como un fenómeno social y político, una emoción política tal como atinadamente sostiene la filósofa Martha Nussbaum en su libro Emociones políticas. Por su parte, Platón expone el origen de la guerra en el capítulo II de su diálogo República, el texto donde presenta su proyecto político y habla sobre el origen del Estado. Según el filósofo, los conflictos entre los individuos y los pueblos surgen cuando debido a la incontinencia o la falta de moderación que impera en el “Estado lujoso” se empiezan a crear y promover necesidades accesorias o de segunda categoría, que llevan a los ciudadanos a un modo de vida desmesurado y sin orden. Este régimen de vida que sobrepasa o excede lo que se requiere para tener una buena vida, eventualmente deriva en la necesidad de amputar el territorio vecino. Así, el afán ilimitado de riquezas y honores es descrito como “(…) el origen de la guerra: que es aquello a partir de lo cual, cuando surge, se producen las mayores calamidades, tanto privadas como públicas”.10

“El amor no es únicamente un fenómeno individual o reservado a la esfera privada, es algo que inunda cada ámbito de la vida de los seres humanos, es una experiencia común y compartida…”

De cualquier manera, sea este el origen de la guerra o no, podemos convenir que de nosotros depende la consecución de esa “Paz de justicia y gloria de piedad”,11 así como la instauración de un sendero que nos conduzca eventualmente hacia “(…) una paz sin fin (…) en derecho y en justicia desde ahora y para siempre”.12 EP

  1. Heráclito, (DK 22 B 80). []
  2. También llamada Leyenda áurea o Lecturas de los santos, en latín Legenda sanctorum, un compendio de relatos sobre diversos santos que fue muy popular en la Baja Edad Media y en gran medida dio origen a los cuentos de hadas. []
  3. Alessandro Baricco, Novecento: La leyenda del pianista en el océano, p. 58. []
  4. Erich Fromm, El arte de amar, p. 99. []
  5. Piedra filosofal o piedra de los filósofos, según la tradición alquímica se trata de un ítem capaz de remediar cualquier enfermedad y de transmutar o convertir metales comunes como el plomo en oro. []
  6. Heráclito, (DK 22 B 51). []
  7. Eclesiastés, 3,8. []
  8. Erich Fromm, El arte de amar, pp. 164–165. []
  9. Erich Fromm, El arte de amar, p. 173. []
  10. Platón, República, II, 373e. []
  11. Baruc, 5,4. []
  12. Isaías, 9,6. []

DOPSA, S.A. DE C.V