La cámara aérea de Arau

Atractores extraños es la columna mensual de Luigi Amara, quien obtuvo el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014.

Texto de 11/06/20

Atractores extraños es la columna mensual de Luigi Amara, quien obtuvo el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014.

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¿Qué o quién nos mira desde las alturas? ¿A quién pertenece esa mirada que se diría sólo corresponde a los pájaros? Desde el punto de vista de un ave —un ave mecánica acechante, ávida de nuevos ángulos—, hay una lente que lleva registro de lo que pasa en el cielo pero, sobre todo, del panorama en picada desde las alturas, de todo aquello que, en cuanto seres pedestres, no alcanzamos a ver, tan anclados estamos a la superficie del planeta. A la manera de un Ícaro sin miedo de caer, que flota libremente regocijado de su vuelo, oprime una y otra vez el obturador como si buscara construir un mapa puntual del territorio, un detallado y vasto mosaico. 

En la primera mitad del siglo XX, Walker Evans ideó un dispositivo para fotografiar la vida bullente en las estaciones y vagones del metro, sin la intrusión de la cámara. Su propósito no sólo era pasar inadvertido, sino que la máquina trabajara prácticamente sola, sin apenas su intervención, de modo que se lograra una suerte de “registro puro”. Aunque las imágenes aéreas de Santiago Arau podrían hacer pensar en ese viejo anhelo, en una versión voladora de esa máquina que opera un poco al tanteo, muy lejos del ojo humano, ahora convertida en pájaro digital, dado el esmero compositivo y el dominio formal que alcanzan más bien se diría que estamos ante imágenes hiperconscientes de su representación, que se valen de la técnica y de la conquista de las alturas para revelar exactamente aquello que no podemos ver. 

Uno de los ángulos favoritos de grandes fotógrafos del siglo XX fue desde la ventana de un edificio: Paul Strand, André Kertész o William Gedney adoptaron el papel de vigías desde las alturas, solitarios y expectantes como si se encontraran en el mástil de una embarcación inmóvil, desde donde podían capturar a sus anchas las velas desplegadas de las sábanas puestas a secar. Ese puesto de vigilancia, ese barandal para mirar el mundo en picada, les consentía situarse al resguardo del ajetreo de las calles, pero sin perder el menor detalle de lo que sucedía, inadvertidos y clarividentes gracias a su visión panorámica. 

La distancia de esos encuadres, asombrosa y reveladora como fue en su momento, era sin embargo todavía del todo humana, por más que hubieran ascendido a la azotea de un rascacielos. Las tomas voladoras de Arau, en cambio, llevan un paso más allá el vértigo de mirar hacia abajo. Esa nueva altura, ese ángulo desacostumbrado, conlleva un desplazamiento en el foco de atención: no sólo se interesa en la naturaleza que sobrepasa al hombre, sino sobre todo destaca nuestra presencia a gran escala en el paisaje. La incidencia de labrar la tierra o de edificar carreteras quedan de manifiesto con cierta espectacularidad, pero también quedan inscritas en el territorio las lentas catástrofes que hemos desencadenado. 

Desde las primeras exploraciones a mediados del siglo XIX, una de las tareas de la fotografía ha consistido en ampliar el horizonte de lo visible, escribir con luz para permitirnos ver más. Gracias a la inmovilidad de la imagen, a la astucia técnica de detener el instante, se reveló lo que no sabíamos que estaba allí —aquello que Walter Benjamin denominaba la liberación del “inconsciente óptico”—: todo lo que había escapado al alcance del ojo desnudo pero siempre había estado bajo nuestras narices. A comienzos del siglo xix, a bordo del globo aerostático de los hermanos Montgolfier, surgió la perspectiva del aeronauta. Una oveja y una gallina fueron pioneras de la conquista del aire, de esta manera inusitada de ver, cercana a lo cenital, en que se diría que todas las cosas del mundo adquieren su dimensión justa. Pero tendrían que pasar todavía varias décadas antes de que se inventaran los primeros dispositivos para capturar la luz, y todavía más para que fueran lo suficientemente ligeros como para ser llevados a las alturas. 

La portabilidad de la cámara fue decisiva a fin de inspeccionar regiones a las que el ojo humano no podía acceder. La paulatina colonización del cielo, la revolución que comporta atisbar la Tierra desde las alturas, allí donde los drones se encuentran con las águilas, no sólo trae consigo un cambio de perspectiva, sino también una modificación radical de la escala. A través de una variedad desacostumbrada de belleza, revelando patrones y ordenamientos que no podríamos apreciar de otra forma, nos confrontamos como nunca con nuestra insignificancia. Reducidos a motas de polvo a orillas del mar, parecería que surge un vínculo entre los hombres y el plancton; las conflictivas ciudades convertidas en maquetas se diría que no están exentas de cierta racionalidad, mientras que los sembradíos se confunden con una forma de tejido y aun con una forma ancestral de escritura. Ver más consiste también en mirar desde otro lado

Así como los primeros daguerrotipos, a causa del prolongado tiempo de exposición que requerían, dejaban de lado la animación de las calles y sus flujos humanos, las tomas a ojo de pájaro parecen eludir la complejidad que se vive a ras del suelo y destacar, en contraste, la pura geometría de las formas. Si los daguerrotipos eran refractarios al movimiento y construían una representación peculiar de París — entonces la capital del siglo— como si se tratara de un pueblo fantasma, en las tomas aéreas el movimiento se resuelve en ritmo y aun en el caos y la confusión se disciernen patrones, reflejos, concordancias. 

La estremecedora mancha de concreto de la megalópolis del Valle de México, que crece como una pesadilla cuadriculada y gris, con pocos visos de esperanza, desbordándose sobre lo que fuera el campo y tendiéndose a las faldas de los volcanes, cuando es vista desde la máquina flotante de Arau se diría que presenta cierta lógica y que responde a algún plan no del todo reconocido. Los enloquecedores distribuidores viales, que mientras los recorremos al volante hacen las veces de laberintos a 100 km/h, se cargan desde las alturas de una inusitada cualidad plástica, de una belleza y armonía imprevistas, como si de alguna manera la fotografía aérea incorporara una depuración visual. 

Los registros de la cámara, que suelen imponerse con la contundencia de una prueba, de una evidencia, también arrastran enmascaramientos o veladuras propias de la técnica, e incluso aquella estilizada línea roja que atraviesa el desierto con ondulaciones de serpiente puede distraernos de la política a la que responde: levantar muros fronterizos incluso en medio de la nada. 

Tal vez por ello, y acaso por instinto, a la perspectiva predominantemente aérea Santiago contrapone cada tanto retratos y fotografías a escala humana. Alerta ante el riesgo de “perder piso” por tanta altura, se preocupa por lanzar cables a tierra que lo atan todavía al suelo y sus problemas, a los rostros y sus emociones. 

A vuelo de pájaro, la reja imponente y hostil que se interna en el océano Pacífico en Playas de Tijuana a manera de frontera y valla de contención se antoja una línea risible, apenas una muesca en el paisaje, una barrera más bien de tipo simbólico que separa de los Estados Unidos. 

Santiago Arau, como muchos que han caído presas de la manía de fotografiar, participa de la vieja ambición de construir un archivo visual del país, como la tuvieron Edward Weston o Garry Winogrand en los Estados Unidos, o Graciela Iturbide y Juan Rulfo en México. Para dar cuerpo a su visión, para abrirse un espacio propio en el cual desenvolverse a sus anchas —para postular, en una palabra, su México característico—, Arau decidió conquistar el aire. Y en esa vasta extensión tan poco explorada fue encontrando un lenguaje propio y una sintaxis personal. 

Una de las obsesiones de Arau son los volcanes, escrutar en la entraña de esas imponentes moles. Familiarizado con las obras de José María Velasco y del Dr. Atl hasta incorporarlas con naturalidad a su mirada fotográfica, pero también con algo del espíritu naturalista y aventurero de Von Humboldt, Santiago es un auténtico cazador de cráteres, un apasionado de frecuentar estos colosos, y en sus tomas ha optado significativamente por eludir la perspectiva cenital, como si para aproximarse a su enigma sólo pudiera hacerlo de soslayo, rehuyendo a mirar directamente al corazón de su no siempre apagada efervescencia. En contraste con la mirada del alpinista, que observa la vastedad del paisaje y el océano de nubes desde la cima recién conquistada, Arau se remonta varios miles de metros para mirar de cerca a los volcanes, para tenerlos cara a cara.

Esta fascinación por los volcanes lo ha llevado a redescubrir aquellos que pasan inadvertidos en el seno de un asentamiento urbano o quedan disimulados como meras islas desiertas en medio del océano, y también a trazar un juego de paralelismos formales con ciertas construcciones arquitectónicas. Así, por ejemplo, el Estadio Olímpico Universitario o el Espacio Escultórico de la unam lucen de pronto como insospechados cráteres, volcanes artificiales erigidos por el hombre, recintos horadados en la tierra para favorecer otras variedades de fuego y magma. 

Uno de los poderes de la fotografía es el de alterar o transformar lo fotografiado. A través de sus tomas áreas, Arau no sólo abre la puerta —el obturador— a un ángulo peculiar para observar el mundo, sino que tiene también la fuerza para trastocarlo y modificarlo, volviéndolo un lugar extraño pero también paradójicamente próximo y casi asible gracias al juego de escalas que introduce. Una de las claves de esta transformación quizá tenga que ver con que el ser humano con frecuencia ha desaparecido en sus encuadres, eclipsado en su pequeñez (pero quizá también deliberadamente eludido), por lo cual el tipo de paisaje que entrevemos en su obra es el de un mundo que se sueña a sí mismo sin nosotros, al margen de nuestra presencia deletérea, de nuestra injerencia como mancha y también como problema; un mundo de ensueño, un espejismo si se quiere, resuelto en un apacible juego de formas y colores, de límites y contrastes, que sin embargo tiene la capacidad de sacudirnos y replantearnos la pregunta por nuestro lugar en el mundo. EP 

*Fragmento de la introducción del libro de reciente aparición: Santiago Arau, Territorios, Sexto Piso/Fundación BBVA, México, 2019.

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