Atractores extraños: La biblioteca como monstruo

Esta es la columna mensual de Luigi Amara, quien obtuvo el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su colaboración de marzo es una reflexión de la bibliofilia.

Texto de 13/03/20

Esta es la columna mensual de Luigi Amara, quien obtuvo el Premio Internacional Manuel Acuña de Poesía en Lengua Española 2014. Su colaboración de marzo es una reflexión de la bibliofilia.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Los libros, como todos los demás objetos que son amigos del hombre, son capaces de convertirse en sus enemigos, de rebelarse y aniquilar a su creador.

G. K. Chesterton

Que una biblioteca apacible y silenciosa pueda representar un peligro, y entre sus estantes aceche la locura o la perdición, es una de esas paradojas, una de esas afrentas a la credulidad, que terminan por volverse atractivas y subyugantes.

Al menos en Occidente, desde mucho antes de la invención de la imprenta, ya pesaba sobre los acumuladores de papiros y pergaminos cierto repudio moral, el descrédito de una civilización afincada en los valores de la mesura y el autocontrol, para la cual, no importa que se trate de libros, banquetes o elixires embriagantes, todo exceso delata la presencia de un vicio, en este caso con la agravante de la ostentación., en De la tranquilidad del alma, anota que “la profusión de libros es más un lastre que un alimento para el espíritu”, y señala que muchos persiguen y adquieren volúmenes no como instrumento de estudio, sino como “ornato de sus comedores” o “adorno de las paredes”, con lo que a la falta de medida añaden el envanecimiento y la simulación.

Las líneas sarcásticas en contra de la conformación de grandes bibliotecas personales que encontramos, por ejemplo, en Las ranas de Aristófanes, en el banquete de Trimalción del Satiricón de Petronio y, desde luego, en el texto de Luciano de Samósata, “Contra un ignorante que compraba muchos libros”, dan cuenta de que, desde la Antigüedad, ha sido un tema fecundo para la ficción. Y quizá porque sus viejas raíces en la condena moral no han terminado de marchitarse, buena parte de los relatos y novelas que orbitan alrededor de la acumulación de libros presentan desde entonces un aire ominoso y fatal, o son objeto de mofa y desdén, como por ejemplo en el Quijote. En particular en el siglo xix, desde el relato primerizo de Flaubert, “Bibliomanía”, hasta los cuentos de Charles Nodier, George Gissing o Alphonse Daudet, casi todas las tramas alrededor de la compulsión por los libros tarde o temprano precipitan a sus protagonistas al abismo de la locura, el hundimiento o la muerte. Y ni siquiera el relato en apariencia provocador de Charles Asselineau, “El infierno del bibliófilo”, que de algún modo celebra la carnalidad de los libros y su afanosa búsqueda como una rama cerebral de la concupiscencia, se salva de caer en el esquema consabido de la condena, allí donde el paroxismo asociado a lo impreso se torna más embarazoso puesto que se disfraza de virtud y refinamiento.

Aunque no sean directamente los libros, sino las palabras, el modo exasperante en que se convierten en una cárcel personal y en una fuente de incomunicación, las que orillan a la caída y al desarreglo mental del protagonista de Auto de fe, la única novela de Elias Canetti, al final, el sinólogo Kien, que más que un bibliófilo es un hombre-libro (Büchermensch), terminará por prenderse fuego junto con sus preciados volúmenes y arderá con su biblioteca. Dibujando una parábola áspera y erizada en la cual la elección del encierro y el estudio acarrea consecuencias funestas, el texto de Canetti se enlaza con la tradición de la catástrofe, si bien aquí el énfasis parece desplazarse hacia el desdén por la vida, hacia todos esos placeres y experiencias que los libros bien pueden registrar, pero que dejan al margen, como si de algún modo valieran más que los hombres, como si la lectura pudiera dispensarnos de su trato: “Quería demasiado su biblioteca que, para él, sustituía a los seres humanos”.

Quizá porque sin la inminencia del peligro y la desgracia la trama correría el riesgo de atascarse y no avanzar, rara vez las ficciones de la bibliomanía giran alrededor de cómo esa obsesión desbocada puede convertirse en un asidero, en el último hilo que conecta a una persona con la cordura, antes de caer en la telaraña de la hipocondría o en el desierto destructor del alma; y tampoco son muy frecuentes las representaciones de las bibliotecas como ese refugio hasta ahora insustituible para todos aquellos que de otro modo perderían por completo el equilibrio mental, cumpliendo —tal como subraya Chesterton en su ensayo “Los libros y la locura”— muchas de las funciones de un sanatorio mental.

Pero tampoco debe excluirse que el estigma que ha pesado sobre el frenesí libresco, ese halo negro que persigue al ansia por leer aunque sean los papeles rotos de las calles (como se presenta a sí mismo Miguel de Cervantes en el Quijote), responda a la lógica propia de casi todas las bibliotecas y de casi todas las colecciones, con independencia de la debilidad personal o la manía íntima: una lógica proliferante e hipertrófica, que apunta al crecimiento y a la multiplicación, a llenar los huecos y los espacios faltantes, a crear nuevas ramificaciones y subcolecciones, cuando no al sueño obsesionante de la completud.

Una vez que se ha echado a andar, una vez que la biblioteca ha definido su horizonte de búsqueda y ha comenzado a colonizar el espacio como una forma inestable de contraarquitectura, su voracidad, sus tentáculos de papel, sólo podrán detenerse, como subraya Craig Dworkin en La biblioteca perversa, con su destrucción completa, con su desintegración definitiva, pues no hay calamidad ni pérdida que pueda acorralarla en cuanto idea, en cuanto proyecto siempre en construcción, ávido de expandirse, con ese modo desbocado y tenaz que algo tiene de monstruoso.

Tan pronto una biblioteca ha definido su perfil —la órbita singular en torno a la cual gravita—, y los volúmenes que han de integrarse a ella resultan tan previsibles y necesarios como aquellos que, por otra parte, no admitiría jamás, siempre existirá la posibilidad de resarcir los ejemplares desaparecidos, robados o no devueltos, los que se hayan deteriorado o prendido fuego; y ni siquiera la muerte de quien la comenzó y se encargó diligentemente de alimentarla tiene que significar una amenaza de consideración contra el espíritu que la animaba como un todo, pues a menos que sea destruida en su totalidad, la biblioteca le sobrevivirá y acaso se mantendrá fiel a sus designios durante largo tiempo, en perfecta coherencia y equilibrio, tal como si la velara algún guardián.

Por más que al comienzo la haya impulsado la obsesión individual, acaso quepa concebir la biblioteca como una creación colectiva; entidad un tanto impredecible que no tarda en adquirir vida propia y desenvolverse como una bestia fantástica de proporciones incalculables, una quimera que coloniza el espacio como esas figuras abigarradas que pintó Arcimboldo, compuestas por una variedad de objetos inanimados que, en conjunto, responden a una misma aspiración o dibujo.

La biblioteca de caballería que reunió Alonso Quijano, por ejemplo, ya en aquellos tiempos considerada una antigualla, pura nostalgia bibliográfica que, aunque extravagante, se juzgaba del todo inocua, pronto se revelará como un peligro, origen y causa del delirio y también del infortunio y el ridículo del caballero andante, que incitará al “donoso y grande escrutinio” del capítulo vi de la primera parte de El Quijote a cargo del cura y el barbero (en representación chusca e improvisada de la Inquisición y la Medicina), y a la consecuente quema de libros en el corral… es decir, justo como señala Dworkin, a su destrucción definitiva.

El amor por los libros, cuando es llevado demasiado lejos, tiene algo de evasión recalcitrante y de chifladura, y no es casual que el Ama y la sobrina del ingenioso hidalgo insistan en que no haya ninguna criba, en que todos los libros sin excepción corran la misma suerte y sean consumidos por las llamas, pues es la biblioteca entera —y no sólo los ejemplares propiamente de caballería— la causante de tantos dislates y entuertos, y no tiene caso identificar a unos pocos como los únicos culpables o como la chispa verdadera que ha inflamado su imaginación. “No hay que perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores”, porfía la sobrina, y lo mismo aconseja, con una firmeza que parece desalmada, cuando toca sopesar los libros de poesía para decidir si hay que condenarlos igualmente al fuego: “Porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y, lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza”.

En Auto de fe el perfil siniestro de la biblioteca se revela sobre todo en el desenlace, aunque ya antes aparece como un fardo al que hay que limpiar y cuidar sin descanso: durante una temporada el erudito Kien deberá cargar literalmente sobre sus hombros una extensión de ella por las calles de la ciudad, como si no bastara que todos esos libros ya los lleve en la cabeza, estudiados cuidadosamente y memorizados con precisión fotográfica, para tener que vérselas también, de la manera más elemental, en el papel de animal de carga, con su materialidad y su peso. La biblioteca, que se ha apoderado de su departamento hasta el punto de obligarlo a tapiar las ventanas a fin de ganar nuevas paredes para las estanterías —clausurando a la vez buena parte de su contacto con el mundo exterior—, en medio del delirio de quien tanto se consagró a ella, adquiere de pronto vida propia y comienza a atacarlo, las letras de los libros lo golpean como si fueran dardos de plomo, un pie de página lo ataca a patadas y al cabo líneas y páginas enteras se abalanzan contra él hasta hacerlo sangrar. Detrás de la apariencia tranquila de esas habitaciones que resguardan tanto conocimiento, se oculta algo maléfico e impredecible, del mismo modo que detrás de un bibliómano se oculta también un repentino bibliocasta, un destructor furioso de libros.

Aunque pudo descuidarse con el tiempo y entrar en desuso y ser frecuentada ya únicamente por las arañas, una biblioteca sólo deja de serlo cuando se ha roto su cohesión, cuando lo que la define ya no son las hileras de volúmenes, sino lo que significa en cuanto pérdida, en cuanto borradura de un esfuerzo aglutinante y un ideal. Ya sea la Gran Biblioteca de Alejandría o la selecta “librería” que formó don Quijote a cambio de vender sus tierras, su desintegración se convierte en un hueco, en una merma de la memoria cultural. Y precisamente como si se tratara de bestias fantásticas, de criaturas frankensteinianas que se salieron del control de sus dueños, sus detractores deciden atentar contra ellas y desmembrarlas y prenderles fuego, y es difícil no imaginar a Diocleciano y a Teófilo, al Ama y a la sobrina de don Quijote, y al mismo erudito Kien, así como a tantos y tantos bibliocastas de la historia o de la literatura, en el momento en que contemplan hipnotizados, con el embeleso que puede dar la furia, aquellos libros que bailan y se agitan todavía aleteantes entre las llamas, parecidos a las extremidades de un dragón, a su hocico, garras y ojos ya calcinados por las lenguas de la lumbre hambrienta, retorciéndose entre las columnas de humo y los torbellinos chisporroteantes. EP

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