G. K. Chesterton: 150 años de vida literaria

Leandro Arellano nos ofrece la traducción de un reflexivo ensayo literario de G. K. Chesterton, en conmemoración de los 150 años de su nacimiento.

Texto de 07/06/24

Chesterton

Leandro Arellano nos ofrece la traducción de un reflexivo ensayo literario de G. K. Chesterton, en conmemoración de los 150 años de su nacimiento.

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La inglesa es una literatura modelo o ejemplar, señalaron autoridades notables de nuestra propia lengua, como Borges, Reyes y Unamuno, entre los primeros. La edición, el comercio, la circulación y la lectura de libros constituye una industria que todo lo adorna en ese país y convierte así a Londres en capital del país más literario.

Entre las multitudes que habitan y configuran los espacios y la fisonomía de cada pueblo o nación, emergen personajes, hombres y mujeres señalados, individualidades que resumen las esencias y cuya condición abarca y excede a una comunidad y la orla con su creación y su linaje. Varios nombres en Londres cumplen con ese perfil, en diferentes épocas y profesiones. 

“Cosa de un siglo atrás, Chesterton cobró fama como el escritor más popular de su tiempo.”

Escritor infatigable, monarca de la paradoja, polemista consumado, Gilbert Keith Chesterton nació en Londres el 29 de mayo de 1874, hace siglo y medio. Vecino del ilustre barrio de Kensington, era reconocido en las calles por su monumental corpulencia y su semblante rubio, de niño feliz.

Su nombre y su literatura cubrieron una época. Practicó ejemplarmente casi todos los géneros literarios. Escribió en prosa y en verso. Lector devoto suyo, Alfonso Reyes tradujo al español varias obras centrales del autor, como El hombre que fue jueves, Ortodoxia, El candor del Padre Brown y alguno más.

En los diarios, Londres lo leía cada mañana. Para un polemista congénito como él, cualquier hecho era motivo para discernirlo en un texto en la prensa. Ensayista, biógrafo, historiador, poeta, fue también el creador de la saga policial del Padre Brown. Su obra total supera los cien volúmenes, a decir de Jorge Luis Borges, otro aficionado a su literatura.

Su cuantiosa obra también la puebla el humor. Su profunda sabiduría humana se hallaba envuelta en las refinadas bromas a las que era propenso.

Cosa de un siglo atrás, Chesterton cobró fama como el escritor más popular de su tiempo. Un hombre cuya misión terrenal fue escribir. Feliz y pleno como autor y como ser humano, acataba el impulso del sentido común. Si las letras acaban por dotar de permanencia a la memoria, la literatura de Chesterton es inagotable.

Para estimar su nombre basta con citar la saga del Padre Brown: cinco tomos de cuentos de trama policial en manos de un clérigo. El hombre que fue jueves, novela metafísica, llena los afanes de distintas corrientes literarias. Fue autor de varias biografías admirables. Su credencial de poeta está acreditada por La balada del caballo blanco; sin embargo, lo más valioso de su obra —escribió José Emilio Pacheco— podría ser su literatura efímera: los ensayos sobre nada en particular, en los que cabe el mundo entero.

A continuación presentamos un breve ensayo suyo, titulado precisamente Del ensayo, traducido en conmemoración del 150 aniversario de su nacimiento.


Del ensayo
G. K. Chesterton

Hay estados de ánimo sombríos y malsanos en los que estoy tentado a creer que el mal ha regresado al mundo en forma de ensayos. El ensayo es como la serpiente, suave, graciosa, de movimiento ágil, igual que oscilante y errabunda. Además, supongo que la misma palabra ‘ensayo’ mantiene el significado original de ’tentativa‘. La serpiente es tentativa en todo concepto. El tentador está siempre tanteando su camino y averiguando cuánto pueden resistir los demás. Ese engañoso aire de irresponsabilidad sobre el ensayo es desarmante, aunque parezca desarmado.  La serpiente ataca aunque carece de garras, igual que puede correr sin contar con piernas. Es el símbolo de todas las artes elusivas, evasivas, impresionistas y que se oscurecen entre tono y tono. Supongo que el ensayo, por lo menos en lo que toca a Inglaterra, fue casi inventado por Francis Bacon. Lo puedo creer así, pues siempre he pensado que fue el villano de la historia inglesa.

Quizá conviene explicar que no considero a todos los ensayistas como hombres malvados. Yo mismo he sido ensayista o he tratado de ser ensayista o pretendido ser ensayista. No me disgustan para nada los ensayos. En su lectura encuentro el mayor de mis placeres literarios, luego de esas necesidades intelectuales realmente graves, como son las novelas y cuentos policiales escritos por maniáticos. No hay mejor lectura en el mundo que algunos ensayos contemporáneos, como los del señor E. V. Lucas o del señor Robert Lynd. Y, aunque a diferencia del señor Lucas y del señor Lynd soy incapaz de escribir un buen ensayo, el motivo de mi oscura sugerencia no son celos ni envidia perversos. Es simplemente un gusto natural por la exageración, cuando se trata de un punto demasiado sutil para permitir la reflexión. Si pudiera imitar el tono tímido y tentativo del verdadero ensayista, me limitaría a decir que hay algo en lo que digo. Hay un elemento en las letras actuales, que es al mismo tiempo indefinido y peligroso.

Lo que quiero decir es lo siguiente. La distinción entre ciertas formas antiguas y ciertas formas relativamente recientes de la literatura es que las antiguas estaban limitadas por un propósito lógico. El drama y el soneto pertenecen a la forma antigua; el ensayo y la novela pertenecen al nuevo. Si un soneto rompe la forma del soneto, deja de ser soneto. Puede convertirse en un agreste e inspirador modelo del verso libre; pero no se le tiene que llamar soneto porque no se puede ser nada más. Pero, en el caso de una nueva especie de novela, a menudo hay que llamarla novela porque no hay otro modo de llamarla. Algunas veces se le llama novela cuando difícilmente alcanza a ser narrativa. No hay nada que pruebe o defina, salvo que no está espaciada como un poema épico y a veces ni a relato llega. Lo mismo aplica para la comodidad y libertad aparentemente atractivas del ensayo. Por su naturaleza misma, no explica exactamente lo que se propone hacer, escapando así a un juicio decisivo sobre si realmente lo ha hecho. Pero en el caso del ensayo hay un peligro práctico, precisamente porque a menudo se ocupa de asuntos teóricos. Se ocupa siempre de asuntos teóricos sin la responsabilidad de ser teórico o de plantear teorías.

Por ejemplo, hay cualquier cantidad de certezas y barbaridades en favor y en contra del llamado medievalismo. Hay también cualquier cantidad en favor y en contra del llamado modernismo. Ocasionalmente he tratado de hablar un poco del sentido, con el resultado de haber sido acreditado como autor del “non-sense”. Pero si el hombre quiere una prueba verdadera y racional, que distinga en verdad entre la forma medieval y la forma actual, puede establecerse así. El hombre medieval pensaba en términos de tesis, en tanto que el hombre moderno piensa en términos del ensayo. Sería injusto, quizás, decir que el hombre moderno solo intenta pensar, o en otras palabras, hace un intento desesperado de pensar. Pero sería verdad decir que el hombre moderno solo intenta, trata, de llegar a una conclusión. Mientras que el hombre medieval difícilmente pensó provechoso el hecho de pensar si no podía llegar a una conclusión. Por eso adoptó una cosa definitiva llamada ‘Tesis’, y se propuso probarla. Por eso es que Martín Lutero, un hombre muy medieval en muchos sentidos, clavó en una puerta las tesis que se propuso probar. Muchas personas creyeron que estaba haciendo, con ello, algo revolucionario, moderno incluso. Lo cierto es que hacía exactamente lo que otros estudiosos y doctos medievales habían hecho desde el ocaso de la Edad Oscura. Si el modernista realmente moderno tratara de hacerlo, probablemente hallaría que nunca había adecuado sus pensamientos en forma de tesis. Ahora bien, es un error suponer, por lo que a mí respecta, que se trate de reponer el rígido aparato del sistema medieval. Pero creo que el ensayo se ha alejado demasiado de la tesis.

Hay una cualidad irracional e indefendible en muchas de las más brillantes frases de los más hermosos ensayos. No hay ensayista que disfrute más que a Stevenson; no hay probablemente hombre vivo que admire a Stevenson más que yo. Pero si tomamos una frase favorecida y citada constantemente como: “Viajar con esperanza es mejor que llegar”, veremos que concede una excusa para todo tipo de sofíistiquería y desatinos. Si se le pudiera exponer como una tesis, no se le podría defender como un pensamiento. Un hombre no viajaría plenamente esperanzado si pensara que la meta será decepcionante en relación con los viajes. Es defendible que viajar sea lo más placentero, pero en ese caso no se puede decir que sea esperanzador. Porque aquí se supone que el viajero espera el fin del viaje, no solo su continuación. 

Desde luego, no quiero decir que las paradojas agradables de esta especie no tienen lugar en literatura y a causa de ellas el ensayo tiene un lugar en literatura. Hay cabida para el ensayista haragán y errabundo, así como para el viajero ocioso e indolente. El problema es que los ensayistas se han convertido en los únicos filósofos éticos. Los pensadores errantes se tornaron en los predicadores errantes, así como el único sustituto de los frailes predicadores. Y si nuestro sistema es materialista o moralista, escéptico o trascendental, necesitamos más que eso. Luego de divagar un rato, la mente desea llegar a su destino o ir a casa. Una cosa es viajar esperanzado y decir medio en broma que es mejor que arribar. Otra cosa es viajar sin esperanza porque se sabe que nunca llegaremos.

“[…] lo más valioso de su obra —escribió José Emilio Pacheco— puede ser su literatura efímera: los ensayos sobre nada en particular, en los que cabe el mundo entero.”

Me conmovió la misma tendencia al releer algunos de los mejores ensayos que se hayan escrito, que disfrutó especialmente Stevenson: los ensayos de Hazlitt. “Se puede vivir como un caballero con las ideas de Hazlitt”, comentó ciertamente Augustine Birrel, pero incluso allí advertimos el comienzo de ese temperamento inconsecuente e irresponsable. Hazlitt, por ejemplo, era un radical y constantemente se mofaba de los Tories (los conservadores) porque no confiaba en los hombres ni en las multitudes. Creo que fue él quien reclamó a Walter Scott por nada menos que haber hecho que en Ivanhoe la muchedumbre se mofara sin consecuencias ante el retiro de los Templarios. Como fuere, luego de algunos pasajes se infiere que Hazlitt se presentaba como amigo del pueblo. Pero se presentaba más ferozmente como enemigo del pueblo. Cuando comenzó a publicar describió exactamente el mismo monstruo de mil cabezas, ignorante, cobarde y cruel que los Tories llamaban muchedumbre.

Ahora, si Hazlitt se hubiera visto obligado a exponer sus ideas sobre la democracia en las tesis de un estudioso medieval, habría tenido que haber pensado con mayor claridad y optado con mayor decisión. Cedo la última palabra al ensayista y admito que no estoy seguro si habría escrito tan buenos ensayos. EP

DOPSA, S.A. DE C.V