Apuntes sobre tirar basura

Anuar Jalife Jacobo reflexiona sobre cómo transformamos todo en basura y desechamos sin pensar. La fábula de Midas nos recuerda la relatividad del valor en tiempos de consumo desmedido.

Texto de 28/05/24

Anuar Jalife Jacobo reflexiona sobre cómo transformamos todo en basura y desechamos sin pensar. La fábula de Midas nos recuerda la relatividad del valor en tiempos de consumo desmedido.

Tiempo de lectura: 5 minutos

…los cadáveres quedan como basura en medio de las calles.

Isaías 5:25

Es famosa la historia de Midas, el rey frigio a quien Dionisio concedió la facultad de convertir en oro todo lo que tocara. “Rico y mísero” le llama Ovidio al poseedor de este dudoso don. La fábula es especialmente oportuna en estos tiempos de fuerzas productivas desbordadas, de abarrotamiento de productos, de oferta desmesurada, pues recuerda la relatividad del valor de las cosas. La vieja historia es antecedente de uno de los poemas más icónicos de la modernidad, “La moneda falsa”, en que Baudelaire nos hace sentir lo espurio detrás de todo dinero. Nathaniel Hawthorne en su versión moderna del mito hace que la mayor pena del rey sea convertir a su amada hija en metal precioso; sin embargo —más terrenas— las fuentes antiguas se limitan a expresar la condena del ambicioso rey en términos alimenticios. Midas descubre su radical pobreza en el momento en que desea beber una copa de vino o comer un pedazo de pan. Es elocuente que así sea. Lo nutricio supone el desecho, la boca y el ano son los extremos de una misma tubería vital. El toque de Midas puede entenderse también como una variante de las populares “manos de intestino”. Al imponer un valor áureo a las cosas, al transformarlas en una suerte de fetiche, Midas trastoca el orden del mundo, transfigura lo que le rodea en oro y, de alguna manera, también en mierda. En ese sentido, llama la atención que si alguna cultura gastronómica ha dado nuestra época sea la de la comida chatarra. Como si, Midas imperdonables, tuviésemos que llevarnos a la boca los frutos de nuestro propio toque, nuestro don de convertir todo en mercancía, es decir, en basura. 

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Desde hace 15 años he salido a caminar con mis perras cerca de los distintos lugares donde hemos vivido. Su andar próximo al suelo me ha revelado el mapa de un territorio más sucio que el que se nos descubre en una caminata puramente humana. En ese tiempo, he visto cómo, no importa por dónde marchemos, nuestras rutas se van llenando de basura. Bolsas de plástico, botellas de refresco, cajas de cartón, latas de cerveza, pedazos de unicel y montes de escombro se acumulan en los caminos urbanos y rurales. Una parte de esa basura es tirada casualmente por los transeúntes; otra, sobre todo en el campo, es dejada en grandes cantidades de forma deliberada. Cualquiera de nosotros ha visto a un automovilista arrojar algo al arroyo con vehemencia o ha descubierto una mañana cualquiera un montón de basura amanecida en algún terreno baldío. Debe haber algún extraño placer en tirar la basura.

“Bolsas de plástico, botellas de refresco, cajas de cartón, latas de cerveza, pedazos de unicel y montes de escombro se acumulan en los caminos urbanos y rurales”.

Una amiga que se había organizado con otras personas para limpiar los márgenes de un río me contó cómo, en medio de aquellas jornadas de limpieza, súbitamente llovían bolsas con desechos desde una avenida que corría arriba del río. Yo imagino que la voluntad necesaria para arrojar algo así desde un auto en movimiento es similar a la que se necesita para practicar un deporte extremo. La palabra basura proviene del latín verrĕre que significa ‘barrer’. La etimología es elocuente: puede señalar que la basura es producto de una acción, que nada por sí mismo es basura sino hasta que se barre; esto es, hasta el momento en que se decide que aquello es cosa despreciable, desechable. Sospecho que detrás del acto de tirar basura no existe —como podría indicar el sentido común— displicencia, sino un gusto particular. 

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En cualquier lugar de este país las cunetas de las carreteras, los exangües ríos, las brechas en el campo, las coladeras sin tapa y, en general, cualquier agujero resulta una invitación a tirar basura. Es como si la gravedad nos hiciera un llamado irresistible a verter lo que despreciamos.  Pareciera también que no soportamos el contacto con aquello que desdeñamos, que tenemos que eliminarlo sin miramientos ni demoras, donde sea y cuando sea. Sin duda, la escoria, lo inmundo, lo impuro está asociado a lo bajo. Las honduras son el reino de la muerte, de lo indeseable, de lo maldito. Se dice popularmente de una cosa que se cae, particularmente de la comida, que ya la chupó el diablo, y se piensa, mágicamente, que esa misma cosa puede “salvarse” de aquel beso si su contacto con la tierra ha sido de unos pocos segundos. Así, tirar algo al piso es desposeerlo, es deslindarse de ello, entregándolo con un solo acto a otro mundo, imaginariamente subterráneo, que no solo no es nuestro sino que es opuesto. Quizás de ahí provenga el regocijo de tirar basura como una forma simbólica de alejarse de la propia muerte. Es un goce profundamente individualista —como el que supone el acto de consumir— en el que nos salvaguardamos de la putrefacción endosándosela a alguien más, como en un juego masivo de encantados.

“…tirar algo al piso es desposeerlo, es deslindarse de ello, entregándolo con un solo acto a otro mundo, imaginariamente subterráneo, que no solo no es nuestro sino que es opuesto”. 

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Usualmente asociamos el deseo a la imposibilidad o al fracaso. Pensamos que el deseo se malogra cuando no es satisfecho, pero el deseo triunfa en el momento mismo en que es concebido o reconocido. A partir de ese instante, su provisional objeto se suele aquilatar hasta el momento en que es alcanzado. Paradójicamente, si el deseo conoce alguna derrota, esta es la de verse cumplido. Al satisfacerse, el deseo se apaga y se muda hacia otro lado, dejando un halo de vacío en ese tránsito. Ocurre esto particularmente cuando ese deseo surge en una sensibilidad que, como la de nuestro tiempo, gusta por sobre todas las cosas de la novedad. Ese famoso tedio, tan frecuentado por la modernidad, florece entre quienes, como decía Baudelaire, “sueñan con mil placeres, cambiantes e ignorados”, es decir, entre quienes buscan permanentemente lo nuevo. Se trata de una aventura agotadora, interminable, para la que siempre se requieren bríos también nuevos. Tal vez, para realizarla tirar basura sea algo esencial. Desechar es parte de una lógica económica en la que es necesario dejar lo antiguo —así su antigüedad sea de unos minutos— para dar cabida a lo nuevo. Por ello, formas tradicionales como la reparación, el reuso, el reciclaje, el compostaje, parecen hoy revolucionarias en tanto que responden otra forma de sentir el mundo en la que no priva la novedad sino la permanencia; estas formas parecen una renuncia a descartar, a barrer, a crear basura; parecen apostar por la renovación o incluso el envejecimiento antes que por la novedad.

“Desechar es parte de una lógica económica en la que es necesario dejar lo antiguo —así su antigüedad sea de unos minutos— para dar cabida a lo nuevo”. 

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Aun la basura que no se arroja en las calles o en los campos, esa basura que se entrega ordenadamente a su recolección pública de alguna manera es tirada a la tierra y eventualmente, regresará a nosotros. Lo subterráneo permanece oculto por un tiempo, pero tarde o temprano clama por su regreso a la superficie, y normalmente lo hace en forma fantasmal y, por ende, ingobernable. Son parte de nuestra cotidianidad los vapores nauseabundos originados en los tiraderos y que enrarecen el aire de las grandes ciudades, los bolos de basura que regurgitan los drenajes después de las lluvias o los oleajes de desperdicios que dejan los mares en las costas. En mayo pasado se incendió el basurero municipal de la ciudad en que vivo. El siniestro duró más de tres días. Una montaña de humo negro se posó sobre nosotros matando aves, insectos, provocando enfermedades respiratorias, anticipando lluvias ácidas y recordándonos que somos agraciados y víctimas de nuestro propio toque de Midas. EP

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