Algunas verdades están afuera pero de otras es imposible saberlo
Este ensayo forma parte de un libro en gestación, escrito en parte gracias al apoyo del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Su título es tentativo y trata, desde su forma fragmentaria e insular, sobre una de las pasiones que compartimos mi padre y yo: la posibilidad de la vida en otros planetas (Dharma Books planea publicar el librito resultante en algún momento durante o después de la pandemia).
Este ensayo forma parte de un libro en gestación, escrito en parte gracias al apoyo del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Su título es tentativo y trata, desde su forma fragmentaria e insular, sobre una de las pasiones que compartimos mi padre y yo: la posibilidad de la vida en otros planetas (Dharma Books planea publicar el librito resultante en algún momento durante o después de la pandemia).
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Cuando
era niño me aficioné a subir a la azotea de la casa donde crecí. La residencia
familiar tenía un pasillo lateral, que conducía del balcón frontal al patio
trasero, con un sólido muro vecino de un lado y una pared con ventanas de
oxidadas protecciones metálicas del otro. Parado en el pasillo, ponía los pies
en una de las barras metálicas, empujando mi espalda contra el muro, y me
impulsaba hacia arriba, aferrándome a las protecciones metálicas con mis manos
mientras trepaba hasta el techo. A veces me raspaba las palmas: la casa exhibía
aún filosos rebordes dentados de concreto, típicos de las construcciones
malhechas o a medio terminar. Una vez en la azotea, caminaba un poco por la
superficie de ella, como si por unos breves momentos yo existiera en un plano
distinto al de los miembros de la casa bajo mis pies, conmovido por la vastedad
del vacío celeste que pendía sobre mi cabeza; tan aterrado como fascinado por
aquello que cierto escritor llamaba “la impresión de abismo que causaban [los
cielos], como si uno pudiera arrojarse a ellos, volar al cielo, caerse en él”.
* * *
La
ufología no se estudia en la universidad: pese a que trae el logos en el nombre, no es considerada
por la academia como una materia seria de estudio. No está sola: la acompañan
en ese nicho la criptozoología o la ciencia paranormal. Las tres se mueven en
la periferia del conocimiento establecido: reconocen algunas nociones de las
ciencias académicas, pero refutan o pretenden complementar otras tantas; asumen
como errónea mucha de la información que recorre los circuitos del conocimiento
institucionalizado.
“El estudio de los fenómenos paranormales opera como si todos los días se pudiera redescubrir la arquitectura de la realidad.”
Para
la ufología el universo es ancho y ajeno: lejos de vivir en un mundo en donde
las leyes elementales han sido ya descubiertas y el saber se construye
colectivamente, como una enorme muralla en la que cada científico acomete uno o
dos ladrillos a la vez, el
estudio de los fenómenos paranormales opera como si todos los días se pudiera
redescubrir la arquitectura de la realidad. Los estudiosos de los
objetos voladores no identificados, en su mayoría, no trabajan en un solo
circuito institucionalizado, compartiendo sus hipótesis, errores y conclusiones
con sus colegas de otras latitudes, sino que se esparcen por el mundo a través
de asociaciones, clubes, publicaciones independientes, foros de internet y
canales de YouTube, vinculados entre sí por la causa común de los
extraterrestres, pero sin construir un saber colectivo. Esto no es algo que los
ufólogos mismos pasen por alto: podrán creer que existen entidades que vienen
de otros planetas y nos visitan en vehículos enloquecidamente veloces, pero no
por ello son menos autocríticos. Algún ufólogo ha escrito que “la ufología es
incapaz de crear un núcleo de conocimiento consensuado por todos”. Obligado por
las circunstancias, “cada ufólogo que llega al tema por primera vez parece necesitar
volver a crearlo todo de la nada, como si cada zoólogo tuviese que redescubrir
la teoría de la evolución, o cada físico tuviera que encontrar sin ayuda la
primera ley de la termodinámica”.
Esto,
claro, posibilita que muchos charlatanes se instalen cómodamente en sus
inexplorados terrenos y saquen tajada de lo que nace como una genuina
—desordenada de acuerdo a los cánones científicos, sí; descuidada, si se
quiere; carente o escasa de profesionalismo, si me apuran, pero genuina a fin
de cuentas— búsqueda del saber, o de nuevas fronteras para los terrenos que ya
conocemos. No es extraño: los campos más nobles y los sistemas más abiertos a
menudo funcionan como granja para los intereses más abyectos. Es precisamente
esa apertura hacia lo desconocido, esa mano permanentemente tendida a lo
fantástico, la que atrae a los farsantes, que tratan a la fe como ingenuidad.
En el centro de estas disciplinas, de estas aficiones infantiles glorificadas,
se encuentra una ansiosa necesidad humana: la de saber que el mundo que se
recorre es más profundo y más sorprendente de lo que aparenta.
La
ufología, entonces, se parece más a la vieja observación del cielo, a la
antigua astrología que a la moderna astronomía. Ambas, astrología y ufología,
comparten la voluntad de hallar y descifrar las tramas celestes que se dibujan
en el firmamento. Su objetivo no es generar conocimiento —ese concepto a menudo
tan utilitario, tan usado a conveniencia—, sino significados: lecturas del
mundo que nos revelen algo que no habíamos querido o no habíamos podido ver. En
ese sentido, la ufología habita una zona gris más cerca de la ensayística, con
sus múltiples tanteos e interpretaciones vitales, que de la ciencia positiva,
con sus rigurosas comprobaciones y robustas certezas.
* * *
Llegué
a pagar dinero por ver a Jaime Maussán. En realidad fue mi padre quien lo hizo,
pero se quejó tanto de lo excesivo del precio que comencé a sentir que también
a mí me habían desfalcado. Maussán, entonces como ahora, daba giras por la
república mexicana predicando el evangelio ovni.
Cuando
Maussán visitó mi ciudad —Coatzacoalcos, un puerto incandescente casi al fondo
de Veracruz— se presentó en los PetroCinemas. Los PetroCinemas eran un complejo
cinematográfico enorme en la ciudad donde crecí, construido en la bisagra en la
que convergían la colonia Petrolera —básicamente, un fraccionamiento
glorificado para la clase media alta— y la colonia Puerto México —la versión low-cost de la Petrolera, donde viví en
algún momento con mi madre y hermana, en un departamento prestado por un tío
más o menos pudiente—. Inexplicablemente, los PetroCinemas —cine de múltiples y
enormes salas en tiempos en los que los cines de la ciudad estaban a duras
penas conformados por dos o tres salitas—
fracasaron, y agonizaron varios años de la forma en que antes agonizaban
los cines locales: proyectando películas estrenadas seis meses atrás y
sirviendo como salones para conferencias y graduaciones de primaria y
secundaria. Jaime Maussán ofreció su reveladora presentación en ese contexto.
Me enteré por la radio, donde un hiperbólico conductor afirmó que Maussán
“presentaría los restos de un extraterrestre auténtico enfrente de los
asistentes”. No alcancé a creerme ese cuento, pero sí a emocionarme ante la
perspectiva de ver al conductor de Tercer
milenio en vivo. El
aire de charlatán de Maussán era ya notorio, pero la fe se permite ciertos
lujos que la lógica abomina. Aquella conferencia fue, a la distancia,
decepcionante. Lo que el conductor hacía era algo que muchos youtubers
más tarde retomarían: compilar videos ajenos, pruebas sin contrastar y
evidencia que apenas alcanzaba a ostentar ese calificativo, unir todo mediante
el poderoso adhesivo del pensamiento conspiranoico y presentarlo ante un
público que sólo necesitaba un empujoncito para despeñarse en la credulidad.
“El aire de charlatán de Maussán era ya notorio, pero la fe se permite ciertos lujos que la lógica abomina.”
No
voy a fingirme visionario ni voy a pretender que tenía un pensamiento crítico
que no tenía en ese instante y que apenas si tengo ahora: en ese momento salí
de la conferencia tan satisfecho como cualquier otro. Mi padre también.
Nuestras creencias permanecían tan firmes como antes. Quizá Maussán fuera un
falso profeta, pero las profecías que divulgaba eran auténticas. A la salida de
los PetroCinemas se instalaron unos vendedores de memorabilia alienófila. Entre
otras cosas, ofrecían una reproducción —casi casi mimeografiada, lo que sólo
contribuía a la sensación de autenticidad de todo el asunto, al aroma
clandestino que despedía la evidencia ovni— de los documentos Majestic. Compré
un ejemplar. Mi padre, además, compró un llavero en forma de extraterrestre
gris. Lo agitó frente a mi cara y lo apretujó: al presionar la cabeza del
alien, una sustancia verde y viscosa le brotaba de los ojos. Quizá reí, pero no
lo recuerdo. Recuerdo, eso sí, que nos fuimos en su coche, un viejo Volare
blanco de la Chrysler, atravesando las calles de cuadrícula de la ciudad
—trazadas por el inglés John J. Spark con precisión digna de la fama de su
nacionalidad—, mirando el cielo con una expectación que tardó en desvanecerse.
* * *
En
mi interior habitan, al menos, dos bestias de temperamentos notablemente
distintos. Una me recuerda a mi madre: solitaria, un tanto cohibida, un tanto
insegura, prudente hasta la exasperación e incluso la mezquindad,
permanentemente ansiosa respecto al futuro. La otra me recuerda a mi padre:
profundamente social, casi festiva, de una arrogancia prácticamente
insoportable y una impulsividad eléctrica que colinda con la negligencia. A lo
largo de mi vida, y desde que era un niño, ambas bestias se han alternado para
tomar posesión de mi personalidad: a veces soy apenas un poco más una que la
otra; a veces soy decididamente una de las dos y, a veces, la mayoría de las
ocasiones, podríamos decir, soy un híbrido de ambas.
Hay
periodos de mi vida, sin embargo, que en retrospectiva puedo señalar con
claridad como terreno de alguna de las dos bestias. Cuarto de primaria, por
ejemplo, fue propiedad innegable de la calma bestia. Durante un año entero me
sentí inadecuado, incapaz de entablar vínculos significativos con mis
compañeros de clase, vetado sin remedio de la posibilidad de compartir algo con
otro ser humano. El mundo entero me resultaba ajeno: mi existencia misma era
una anomalía inexplicable. No me quedaba más remedio que seguir, pero mi deseo
máximo era, sencillamente, dejar de estar.
A
principios de ese curso escolar, no obstante, recibimos la visita de un
forastero: un nuevo compañero de clases que había llegado a la escuela desde
otro lugar y que no conocía a nadie. El sujeto era decididamente raro, y con el
paso de las semanas, que a esa edad se sienten como largos lustros, en nuestra
soledad encontramos compañía: comenzamos a platicar en los recesos y ratos
muertos. Resultó, además, que vivíamos cerca el uno del otro, y que mi madre y
su madre se llevaron bien. Comenzamos a visitarnos por las tardes, después de
la escuela: compartíamos el gusto por las ciencias naturales, por algunos
programas de televisión, por ciertos ejercicios matemáticos y por la vida en
otros planetas, lo que a los diez años equivale, básicamente, a ser almas
gemelas.
Así
nació entre los dos una natural amistad que me ayudó a sobrellevar el cuarto
año. Los dos nos sentíamos exiliados en un lugar donde no éramos del todo
comprendidos y, con el tiempo, gracias a esa facultad alucinatoria que tienen
los niños, una idea empezó a germinar entre los dos: nosotros, él y yo, éramos
extraterrestres. Todos los indicios estaban ahí: nuestra acuciante soledad, la
incapacidad quemante de relacionarnos con otros niños, la distancia
evidentemente insalvable entre nosotros y el resto de los miembros de nuestra
especie. La realidad era obvia y como todas las cosas obvias se imponía:
estábamos abandonados en este planeta por causas desconocidas y nuestra única
misión vital era, precisamente, volver a nuestro lugar de origen, que se
encontraba detrás de las estrellas.
Descubrir mi origen extraterrestre fue
la mejor cosa que me había pasado hasta entonces. Era suficiente para explicar
todo: mis rarezas, mi incomodidad social, mi dificultad para comunicarme con
todos pero especialmente con mi familia. Sobre todo, me daba un pretexto perfecto para explicar el
insalvable abismo que me separaba de mis padres: nuestra mutua incomprensión no
era culpa de nadie sino de mi origen alienígena. Mi padre, mi madre, yo mismo:
todos podíamos ser perdonados por nuestras ofensas porque nadie había elegido
voluntariamente como familia a un miembro de una especie extraterrestre. Todo
había sido un accidente, una funesta casualidad que nos había unido por espacio
de unos pocos años humanos pero que, ahora que era plenamente consciente de mi
origen interplanetario, podíamos llevar a su natural final: una separación
limpia e indolora.
“Descubrir mi origen extraterrestre fue la mejor cosa que me había pasado hasta entonces. Era suficiente para explicar todo: mis rarezas, mi incomodidad social, mi dificultad para comunicarme con todos pero especialmente con mi familia.”
De
esa forma, el secreto de nuestra identidad extraterrestre se convirtió en una
obsesión que abarcaba todo el tiempo libre que compartíamos. Los momentos entre
clases, los recreos, las tardes en la casa del otro: cualquier oportunidad para
conversar era suficiente para internarnos en la creación de nuestra propia
mitología. Incluso teníamos un sitio idóneo, detrás de la biblioteca de la
escuela primaria Licenciado Benito Juárez, donde nos sentábamos a conversar:
nadie quería pararse ahí porque había una placa de concreto de la que se decía,
como se dice de todas las escuelas de educación básica del mundo, que se
trataba de una lápida que delataba que la escuela había sido construida sobre
un cementerio[i]. Los
recreos se evaporaban entre chetos naranja y teorías que explicaban nuestra
estancia en este planeta: habíamos sido arrojados aquí por error, o no, por un
experimento, ajá, por un experimento, o quizá ni siquiera llegamos juntos: ¿por
qué habríamos de haberlo hecho? ¿Eso quiere decir que hay más como nosotros? Claro que sí: ¿por qué
habríamos de ser los únicos en este planeta de seis mil millones de habitantes?
Por supuesto, por supuesto: ¿habrá más aquí? ¿Dónde aquí? ¿En Coatzacoalcos? ¡¿En la escuela?! No lo sé: hay que estar
atentos…
Un
día, mientras nos encontrábamos en una sesuda disquisición acerca de la
naturaleza de los poderes que podríamos tener o no en este plano de la
existencia —mi amigo juraba que era capaz de crear esferas de energía, y yo
estaba convencido de poder leer la mente de otros seres humanos—, fuimos
interrumpidos por una presencia inesperada: una compañera de clase que se asomó
a nuestro pequeño club de lo extraplanetario para curiosear y robarnos un par
de chetos. Se sentó a nuestro lado, mirándonos alternadamente mientras nosotros
sentíamos que nos petrificábamos, asombrados ante su audacia. La niña masticó
un par de chetos mientras le daba sonoros sorbos a un boing de uva. Mi amigo y
yo, tras unos segundos de meditarlo, y unidos por el vínculo psíquico que une a
las personas que provienen de otros cuerpos celestes, decidimos en silencio
contarle todo. “Te vamos a contar un secreto”, le dijimos, inquietos, “pero
tienes que prometer que no se lo vas a decir a nadie”. “Ok”, respondió nuestra
compañera mientras apachurraba el bote de boing y se limpiaba los dedos
cubiertos de polvo de queso en el pliego de la falda. “¿Qué fue, pues, a ver?”
Como
es natural, le contamos todo lo que sabíamos en términos generales: que no
éramos humanos, que habíamos sido depositados en este planeta hace mucho tiempo
y que apenas habíamos despertado a esa realidad insólita, que estábamos
pensando en cómo regresar a lo que llamábamos casa. Queríamos volver, claro:
era evidente que aquí no nos adaptábamos y que tendríamos que migrar de vuelta
con los nuestros. El experimento había fallado. Los extraterrestres éramos, en
efecto, ajenos a la tierra. La niña se nos quedó mirando fijamente por unos
momentos, mientras digería el enorme torrente de información que le habíamos
proporcionado. “Ya me lo imaginaba”, dijo después de un rato que se prolongó de
forma agónica. “Tu cuello siempre ha sido muy raro”, me dijo. “Y tú tienes unos
dedos muy extraños”, aseguró, refiriéndose a mi amigo. “Y bueno, ¿cómo le van a
hacer para regresar a su planeta? ¿Van a dejar la escuela botada? Sus mamás se
van a enojar”.
A
partir de ese momento, nuestra comitiva interplanetaria de la hora del receso
la incluyó a ella. Fueron algunas de las semanas más felices que he vivido: el
día valía la pena tan sólo de pensar en la media hora que tendría para hablar
con mis amigos, los únicos que me comprendían en el mundo y, acaso, en la
galaxia entera. Arribábamos al escondite cargados de botanas, tantas como nos
alcanzaba con el dinero que nos daban —cinco pesos al que menos, diez o quince
a quien más— y conversábamos profusamente acerca de nuestra procedencia y
nuestro destino, primero, y sobre las posibilidades de la vida extraterrestre,
después. Nuestra amiga parecía interesada de forma especial en entender los
funcionamientos de la mecánica interestelar, y juntos nos embarcábamos en
prolongados razonamientos acerca de la naturaleza de las naves espaciales que
transportaban seres de un planeta a otro.
A
menudo las conversaciones se desviaban hacia los problemas domésticos que vivía
cada uno: las infidelidades paternas y maternas, los golpes que recibíamos o
presenciábamos en casa, la escasez de dinero, las exigencias y las presiones
insalvables que imponían nuestras madres y padres sobre nosotros. Cuando la
conversación se ponía demasiado densa, siempre podíamos volver a hablar de
nuestra vida extraterrestre y de la posibilidad de que nuestra amiga nos
acompañara de vuelta a nuestro planeta. El júbilo se encontraba en la
construcción de una ficción colectiva y escapista: acaso en el fondo siempre
supimos que todo se trataba de una charada erigida en pos de la amistad. La
ficción material del relato, sin embargo, no impedía que el vínculo entre los
tres fuera menos real. Entre nosotros se tejía algo íntimo y sagrado, algo que
no podíamos enseñar a otras personas y que nos pertenecía únicamente a
nosotros: un código secreto; como escribió algún escritor, a nosotros nos unía
un lenguaje común, un idiolecto, un idioma privado que resulta una condición
indispensable del amor.
Nuestro club terminó abruptamente. Acaso fue
mejor así, antes de que los primeros aires de la adolescencia nos golpearan y
terminaran de arrebatarnos la inocencia que nuestras infancias aún nos
permitían conservar. Nuestro amigo se fue un día, tan abruptamente como llegó:
su padre había sido trasladado de ciudad, de nuevo, y ahora debía marcharse en
breve y terminar el ciclo escolar en otro estado. Nos despedimos sobre la
lápida, con la cabeza gacha y sin poder dejar de mirarnos los zapatos sucios,
arrebujados de tierra. No nos abrazamos. Quizá nos encontráramos de nuevo
después, pensamos en silencio todos, o al menos eso fue lo último que alcancé a
percibir con mis evanescentes habilidades psíquicas. El ciclo escolar terminó
sin nuestro amigo y también sin nuestro club, que no podía sostenerse sólo con
dos miembros. Mi amiga volvió con sus amigas y yo terminé el ciclo escolar
igual como lo había empezado: solo, garabateando dibujos en las mesas durante
los recreos, añorando aquellos meses diáfanos en los que estuve convencido de
ser un extraterrestre. EP
[i] Años después, durante una reunión escolar, me acerqué a ver
la dichosa lápida de cerca y con atención: era una tapa de la Comisión Municipal
de Agua y Saneamiento de Coatzacoalcos.