La verdadera cara de la extinción biológica

Ante la inminente sexta extinción masiva en la Tierra es necesario un cambio de actitud, así como una sociedad bien informada, consciente de lo que está en juego. Aún tenemos la posibilidad de evitar el colapso, pero la evidencia científica nos grita, con fuerza, que el tiempo es corto.

Texto de 28/12/21

Ante la inminente sexta extinción masiva en la Tierra es necesario un cambio de actitud, así como una sociedad bien informada, consciente de lo que está en juego. Aún tenemos la posibilidad de evitar el colapso, pero la evidencia científica nos grita, con fuerza, que el tiempo es corto.

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Los majestuosos y bellos paisajes naturales que decoran el planeta son el pináculo de un proceso evolutivo de cuatro mil millones de años (MMA). El lapso que abarca esta odisea es tan largo que desafía la imaginación; como referencia, correspondería aproximadamente a unos 160 millones de generaciones humanas. Notablemente, durante la gran mayoría de ese tiempo —88%, de hecho— la biodiversidad se mantuvo en una suerte de letargo evolutivo, restringida a unas cuantas formas de vida marina. Muy “recientemente”—hace “apenas” unos 550 millones de años (MA)—, de manera insólita, en un breve suspiro de la escala geológica irrumpió un explosivo número de distintas especies con variadas morfologías, hábitos alimenticios y preferencias ecológicas, primero en los mares y luego en las tierras. Es fascinante ver cómo desde entonces el ritmo de diversificación biológica ha sido implacable, con una trayectoria creciente, de manera que nunca antes hubo la exuberancia biológica que hoy tenemos, una verdadera celebración de la vida. También es fascinante ver que esta empecinada trayectoria de diversificación biológica planetaria ha eclipsado los cinco grandes pulsos de extinción biológica que han ocurrido en los últimos 550 MA.

Para nuestra especie, aparecida prácticamente en los últimos momentos de la historia biológica del planeta, esta diversidad ha representado comida, salud, abrigo, inspiración, alegría y materia prima genética sobre la cual nuestros ancestros, notablemente en México, han trabajado desde hace unos 10,000 años para heredarnos los cultivos que hoy nos sustentan: el maíz, la calabaza, el frijol, la vainilla, los chiles, aguacates y chayotes, por citar unos ejemplos. Desde la perspectiva humana, nuestra coincidencia temporal con la máxima riqueza biológica es un privilegio cósmico y, al mismo tiempo, representa la apabullante responsabilidad de apreciar, respetar, cuidar y utilizar con mesura la inusitada herencia evolutiva de cuatro MMA. Nuestra responsabilidad ética con la biodiversidad que hoy tenemos es por demás importante de cara a los cambios ambientales globales que, impulsados por la actividad humana, amenazan el estado ecológico de nuestro planeta: la amenaza sobre los sistemas que mantienen la vida en la Tierra, incluidos sistemas de tipo físico-químico como el clima y los biológicos: la biodiversidad. En el caso de ésta última, la investigación científica reciente nos anuncia, de manera cada vez más persuasiva, que nos encontramos frente a un sexto pulso de extinción biológica masiva. Los cinco episodios previos ocurrieron por causas naturales, ajenas a la influencia humana, como el impacto de un meteorito hace unos 65 MA sobre lo que hoy es la región de Chicxulub, en la península de Yucatán, reconocido como la principal causa de la desaparición de los carismáticos dinosaurios. El pulso de extinción masiva actual es, en contraste, impulsado por la actividad humana.

Si bien la tozuda inercia de la diversificación ha logrado recuperar la riqueza biológica tras las grandes extinciones, hoy sabemos que el proceso de recuperación supone un periodo estimado en decenas de millones de años. Además, las comunidades de especies que resurgen después de la extinción son en gran medida diferentes de aquellas que existían antes de ella. No hay duda de que, si no logramos evitar la sexta gran extinción, habrá un proceso de recuperación de la biodiversidad; sin embargo, éste tomará un lapso tan largo que resulta de poco consuelo desde la perspectiva humana. Además, las especies y los ecosistemas que resurjan serán muy diferentes de los que hoy nos acompañan, como ha ocurrido en las cinco extinciones masivas previas. Asimismo, las condiciones en que estamos dejando el planeta —deforestado, defaunado y contaminado en sus tierras, aguas y en su atmósfera— difícilmente permitirán la supervivencia de la población humana más allá de unas pocas décadas o incluso años.

El cambio climático, más intenso y rápido desde que aparecimos como especie en la Tierra y particularmente crítico en las próximas décadas, es una de las consecuencias de las actividades humanas que más gravemente amenazan la sobrevivencia de la biodiversidad. Si bien es el agente de estrés planetario más visible y popularizado, no es el único. Existe, también un enorme cambio de la cobertura vegetal de nuestro planeta: cerca de 50% de la superficie terrestre originalmente cubierta por vegetación ha sido deforestada, fragmentada o alterada en gran medida. Además, la sobreexplotación de la fauna actualmente es omnipresente y masiva, ejemplificada por tasas de defaunación tan altas como 15 millones de mamíferos cazados anualmente en la Amazonia brasileña. Similarmente, en las selvas de la región de Los Tuxtlas, Veracruz, la sobreexplotación y destrucción del hábitat han llevado a la extinción de las poblaciones locales de muchos de los mamíferos medianos y grandes. Por otra parte, diversos contaminantes han llegado a niveles récord y muchos otros siguen esa trayectoria. Hoy en día, por ejemplo, se pueden detectar trazas de contaminantes en la corteza de árboles de todas las latitudes, en la grasa de las ballenas o en el cordón umbilical de los bebés de algunas mujeres.

“…la sobreexplotación de la fauna actualmente es omnipresente y masiva, ejemplificada por tasas de defaunación tan altas como 15 millones de mamíferos cazados anualmente en la Amazonia brasileña. Similarmente, en las selvas de la región de Los Tuxtlas, Veracruz, la sobreexplotación y destrucción del hábitat han llevado a la extinción de las poblaciones locales de muchos de los mamíferos medianos y grandes”.

Si bien menos publicitadas, las especies exóticas invasoras han tenido y conservan un impacto mayúsculo en los ecosistemas y en su biodiversidad. Tal es el caso de las ratas en muchos sistemas insulares de México, donde múltiples especies de aves, plantas e invertebrados han sido diezmadas por estos invasores. Además de estos agentes de cambio antropogénico está el componente de la población humana, que se proyecta llegará a 9,500 millones hacia la mitad del siglo XXI. Este es un problema mayúsculo, aun con la densidad poblacional actual, pero el número de personas es sólo la punta del iceberg, pues el problema muestra su verdadera dimensión cuando se considera el uso desigual y la apropiación de los recursos por parte de algunos países o sectores sociales a expensas de otros, así como el gran desperdicio de los recursos —inclusive la comida— en el que se incurre actualmente.

Si bien cada uno de estos agentes tiene un impacto considerable por sí mismo, la realidad es que no operan en aislamiento, sino en una compleja gama de interacciones. El impacto conjunto de estos agentes se expresa en el más crítico de todos los cambios globales antropogénicos: la pérdida de biodiversidad. Pero es esencial subrayar que, si bien el mayor énfasis se ha dado en la extinción de especies, se han menospreciado otras dos facetas de este problema: la reducción en la abundancia de las poblaciones que aún persisten y que llevan, en última instancia, a la extinción local de muchas de ellas. De esta forma, la cifra de un millón de especies amenazadas de extinción anunciada en el informe de la Organización de las Naciones Unidas en mayo de este año no expone la verdadera gravedad del problema: las especies están constituidas por constelaciones de poblaciones locales; en la medida que dichas poblaciones reducen su abundancia y finalmente desaparecen de esas localidades, se genera un proceso de extinción biológica (poblacional), aun cuando la especie exista en alguna otra u otras localidades y per se no se considere amenazada de extinción. Por ejemplo el jaguar, el felino más grande y emblemático de Latinoamérica, solía tener una amplísima distribución desde el sur de Estados Unidos hasta el norte de Argentina, pero en la actualidad su rango de distribución se restringe a unas cuantas localidades, lo que implica que, aun cuando oficialmente se considera una especie ligeramente amenazada, muchas de sus poblaciones se han extinguido en numerosas localidades.

A nivel global, un estudio reciente muestra que cerca de 50% de una muestra de 177 especies de mamíferos han visto disminuido su ámbito de distribución geográfica histórica en 80% en los últimos 25 años. Esto implica que aproximadamente 80% de las poblaciones de estos mamíferos ha desaparecido, aun cuando no todas sus especies se catalogan como extintas y muchas de ellas —cerca de 30% de los vertebrados terrestres y 55% de las especies de aves— no se consideran como amenazadas de extinción en la base de datos empleada para publicar la impresionante cifra de un millón de especies amenazadas. En suma, cada especie que se extingue arrastra consigo la extinción de decenas o centenas de poblaciones —depende de la especie—, de manera que un millón de especies amenazadas enmascara una extinción masiva de poblaciones, de uno o más órdenes de magnitud. Además, los servicios ambientales que aportan las especies —como el turismo ecológico con base en animales emblemáticos, el uso de plantas medicinales o comestibles por comunidades rurales locales o la polinización de plantas alimenticias de una comunidad particular— se dan al nivel local, por lo que la masiva extinción de poblaciones representa no solamente una enorme erosión biológica, sino también un deterioro del bienestar de muchas poblaciones humanas. Esto sugiere que la crisis de la biodiversidad reside en la extinción de poblaciones, no necesariamente de especies.

“…los servicios ambientales que aportan las especies —como el turismo ecológico con base en animales emblemáticos, el uso de plantas medicinales o comestibles por comunidades rurales locales o la polinización de plantas alimenticias de una comunidad particular— se dan al nivel local, por lo que la masiva extinción de poblaciones representa no solamente una enorme erosión biológica, sino también un deterioro del bienestar de muchas poblaciones humanas”.

Podría argumentarse que la extinción biológica es el cambio global más crítico, pues es verdaderamente irreversible. Además, las especies en sus poblaciones locales no son entidades biológicas aisladas y están ligadas a muchas otras por una compleja red de interacciones ecológicas: polinización, depredación, dispersión de semillas, regulación de agentes patogénicos, etcétera. Esto supone que las extinciones ya ocurridas seguramente han traído consigo numerosas coextinciones —los polinizadores de una planta extinta o los depredadores de algún animal presa, por ejemplo— o con su ausencia han favorecido la proliferación de algunas especies nocivas. El reconocimiento de las diferentes aristas de la extinción biológica es importante en todos los países del mundo, pero se torna crítico en países como México, donde reside una concentración excepcional de la biodiversidad del planeta y en el cual —si bien existe una gran tradición de estudio y manejo comunitario rural de los recursos, así como instituciones ejemplares en el conocimiento y uso de la biodiversidad, como CONABIO— el impacto antropogénico, en particular desde el siglo XIX, ha dejado una enorme huella en los ecosistemas.

La historia de la vida en el planeta nos demuestra que, aun después de episodios de extinción masiva, la biodiversidad es capaz de recuperarse, aunque en decenas de millones de años y con especies distintas. Ante el colapso antropogénico de la biodiversidad del planeta la empresa humana no podría sostenerse más allá de unas pocas décadas o incluso años, por lo que la extinción representa un verdadero problema existencial para el Homo sapiens. Apoyo la hipótesis de que el cambio de actitud necesario para evitar tal colapso depende, en buena medida, de contar con una sociedad bien informada, consciente de lo que está en juego, capaz de tomar las mejores decisiones en lo individual y en lo colectivo, solidaria y empática, que valore la supervivencia de la biodiversidad que aún persiste —en gran medida en tierras de las comunidades indígenas y campesinas— en este país y en la faz de la Tierra. De no hacerlo fallaremos en la responsabilidad de proteger el bienestar de nuestros propios descendientes. La oportunidad para evitar el colapso aún existe, pero la evidencia científica nos grita. EP

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